ACTAS DEL CABILDO DE SANTIAGO PERIODICOS EN TEXTO COMPLETO COLECCIONES DOCUMENTALES EN TEXTO COMPLETO INDICES DE ARCHIVOS COLECCIONES DOCUMENTALES

Fuentes Bibliográficas
Sociedad y Población Rural en la Formación de Chile Actual: La Ligua 1700-1850
 
Segunda parte: Las actividades económicas.
 
Capítulo I. Minería.

2. Los mineros.

Los diversos tipos de mineros existentes en el siglo XVIII pueden resumirse finalmente en dos categorías: pequeños y grandes empresarios. Los primeros realizaban una actividad de "cateo" en forma independiente, a veces asociados a uno o dos compañeros, o bien "habilitados" por algún empresario mayor. Buscaban minerales de fácil explotación, en las serranías de la región, durante largo tiempo, sin más implementación que lo mínimo para subsistir y dos o tres herramientas con las que horadar el terreno. Rara vez daban con una veta importante y cuando lo lograban, permanecían breve tiempo en su labor para abandonar el lugar en busca de otra en la misma región o en un nuevo asiento(13). Los menos, lograban consolidar una explotación formalmente en regla, radicándose en el sector, ampliando sus instalaciones, contratando un pequeño número de "asalariados", a los que entregaban el faenamiento del mineral, y creando una pequeña riqueza que los destacaba en la sociedad local. Serán éstos los primeros "pobladores" de la aldea, cuyos beneficios provenientes de la minería los destinan a labores agrícolas o comerciales.

Frente a este grupo mayoritario de mineros está el otro, representado por empresarios más acabados, con intereses repartidos en varias explotaciones, a cargo de las cuales se encuentran numerosas "cuadrillas" de obreros. Realizan inversiones costosas tanto en la habilitación de las minas -introduciendo técnicas más refinadas e instrumental más complejo- como en la construcción de "ingenios" o molinos de metal. Sus actividades están esencialmente representadas por la minería y a ellas destinan los primeros beneficios. Excepción hecha de los propietarios de las haciendas en las cuales se descubren las minas, los pocos casos de este segundo grupo de mineros que hemos individualizado, en la región de La Ligua, se dedican nada más que a sus minas, constituyendo importantes fortunas que no se usufructan en la aldea sino en Santiago.

Estas propiedades permanecen en explotación tanto tiempo como dura el mineral de fácil extracción en la veta y en muy pocos casos se introducen técnicas que permitan alcanzar mayores profundidades, que habrían asegurado una explotación más continua del filón. Sin embargo, allí donde lo deja de explotar uno lo reinicia otro, con lo cual termina por extraerse todo el metal.

La imposibilidad de superar las dificultades técnicas que planteó la explotación de minas de filón en toda la minería chilena del siglo XVIII, llevó a aceptar otros mecanismos para extraer los minerales auríferos hasta agotar su existencia. Al garantizar el Estado el libre usufructo de la mina a quien la solicitara, previa demostración del abandono de ella -y tanto los plazos como las pruebas eran mínimos- permitió que se reanudara la extracción a intervalos sucesivos, que duraban tanto como el interés y las posibilidades técnicas y económicas del solicitante lo consintieran. Así se explica que los pocos casos conocidos en La Ligua de empresas mineras medianamente importantes no correspondieron a "descubridores" de filones, sino a "cateadores" que llegaron en un segundo momento. También a "empresarios" que compraron las estacas a veces por despobladas, otras por colindantes o, en fin, porque arrendaron el derecho a explotar la "estaca Real" y desde allí expandieron su propiedad a los alrededores.

Con todo, los filones de la región liguana demostraron ser escasos y a los cuarenta años de iniciarse las explotaciones auríferas, sólo 5 vetas seguían entregando su riqueza. En 1788 se informaba al Tribunal de Minería que había en la jurisdicción de La Ligua 93 estacas-minas, individualizadas porque en ellas se habían iniciado trabajos en años anteriores, pero sólo 14 estaban en explotación las otras se encontraban: "desiertas, aterradas y disfrutados los cortos trabajos que en ellas se emprendieron, por lo que al presente son dichas estacas inútiles y de ningún aprecio"(14).

Todo el interés desplegado por la Corona, a fines del siglo XVIII, para revivir una actividad que se había demostrado altamente fructuosa, chocó en La Ligua con dificultades insalvables. Desde luego por el agotamiento de los filones después de una explotación intensa y discontinua, pero especialmente, por la carencia de los recursos necesarios para la constitución de empresas capaces de solventar los gastos -a veces muy elevados- del faenamiento. También para dotar a esas labores de un instrumental técnico lo suficientemente perfeccionado que permitiera extraer el metal más profundo, después de haber sido aprovechado todo o casi todo el superficial, cuarenta años antes.

Es por eso que la actividad minera aurífera del siglo XIX, que conocemos en La Ligua, corresponde a "lavaderos" ubicados en el sector costero al interior de la ex hacienda de Puchuncaví, vecinos a la aldea de Catapilco y a 10 km al oeste de La Ligua(15). Pero en los antiguos sitios que dieron lugar incluso al "impulso" poblacional que está en los orígenes de La Ligua, ya en 1810 no subsistía nada. En el mismo cerro de Pulmahue, otrora recorrido hasta sus últimos rincones y que alcanzó a tener cinco vetas en actividad, sólo quedaba la mina "que se nombra La Masona y es la única que en dicho mineral se trabaja, sin embargo de haber sido de los más ricos del Reino"(16).

La explotación de la veta no sólo suponía las dificultades de la extracción del metal desde el subsuelo, generalmente blando y fácilmente anegable, sino también el mismo faenamiento del metal, hasta obtener el oro puro, representaba una actividad complicada y costosa. Para depurar el metal, casi siempre recogido en la veta mediante golpes dados en la pared con un trozo de fierro duro y pesado llamado "barreta" -muy ocasionalmente se usaba pólvora para extraer metales de la roca- se le llevaba a un lugar especial, donde era pulverizado en un molino llamado "trapiche", en el que se realizaba la molienda y el lavado del oro fino que a veces era también recogido con el azogue.

Las instalaciones que demandaba un trapiche, a pesar de su simplicidad, eran lo suficientemente costosas como para que sólo los más ricos pudieran habilitar uno. Las piedras, los salarios de los obreros encargados de la molienda, el arriendo del sitio y de las aguas, las construcciones, etc., hacían subir su costo a $ 1.000 o más(17), si bien la escasez de ellos aseguraba una demanda permanente de trabajo de los particulares que no los poseían y a quienes se les cobraba un porcentaje de metal por cada "molienda", llamada "maquila".

A mediados del siglo XVIII se habían levantado en las cercanías de los minerales liguanos 6 trapiches, mientras que en 1790 subsistían de éstos sólo tres. Algunos trapiches estaban ubicados al interior de las haciendas y eran propiedad de los propios hacendados, generalmente también con intereses en la minería. Éstos eran los más usados por los particulares ya que si bien existían otros, por lo general estaban ocupados en faenar los metales de sus propios dueños(18).

Finalmente también estos trapiches siguieron la vida precaria de la minería aurífera y a comienzos del siglo XIX estaban abandonados, destruidos o en desuso(19).

Por los mecanismos generales en que se desenvolvía la vida económica chilena de ese tiempo, los trapiches representaron una inversión altamente rentable para sus propietarios. No es extraño que los hacendados hayan sido sus principales constructores, ya que además de poseer minas propias que les obligaban a trabajar sus metales, disponían también de los recursos necesarios para su habilitación, de los terrenos y del personal que los atendiera. Por otra parte, la percepción de metales en pago de su uso les ofrecía una fuente de alta rentabilidad, en la medida que ellos estaban conectados al circuito comercial del oro fuera de los márgenes locales de los centros de producción. En 1808 se representaba al Tribunal de Minería como abuso "el consentir algunos dueños los trapiches moler y beneficiar en ellos metales de oro y plata a cualesquier sujeto que no conocen ni saben que es dueño de mina ni averiguan de dónde los ha sacado"(20). Pero para el trapichero sólo contaba la "maquila", que representaba el 50% del valor de un cajón según una estimación de mediados del siglo XVIII(21).

Para la habilitación de estos trapiches era de vital importancia la existencia de agua que permitía su funcionamiento, y en una región donde ésta escaseaba, no fue fácil equilibrar su disfrute entre los usuarios de labores agrícolas y los que la destinaban al laboreo minero(22).

El trapiche se construía en las inmediaciones del Asiento de minas. No obstante uno de los rubros más costosos de la faena minera lo representaba el transporte de las cargas no purificadas hasta el lugar de molienda. Allí era retirado por peones asalariados del dueño del molino hasta obtener el oro puro. Había beneficiadores y moledores que recibían un salario de ocho a trece pesos mensuales, más especies de consumo como yerba, azúcar y tabaco. Los peones de las actividades extractivas percibían una cantidad inferior -seis pesos-;los salarios más altos se pagaban a los capataces y mayordomos. Según una cuenta de 1818, las faenas de molienda y de explotación minera representaban en un año un gasto total de $ 3.327:2, pero las entradas de metal, avaluadas, podían ascender a más de $ 5.000. Por desgracia la documentación no es muy precisa para realizar un cálculo exacto, sin olvidar que al interior del sistema económico global de esta economía colonial, muchas de las comparaciones que podamos establecer sólo tienen un alcance limitado(23).

Las instalaciones mínimas de un trapiche suponía, en primer lugar, las habitaciones donde se ubicaban las piedras que trituraban el metal y otro "rancho" para servir de vivienda. Las instalaciones eran de madera y el instrumental disponible, mínimo, al consistir sólo en un codo de fierro, tenazas y algunas pinzas menores y bateas para el lavado(24).

También había trapiches más grandes, aunque nunca alcanzaron a introducir innovaciones técnicas significativas(25), como aconteció con toda la minería del Reino.

Fueron vanos los intentos de los gobernadores "ilustrados" de fines del siglo XVIII por hacer renacer esta actividad. A pesar de que se declaró que "todos aquellos mineros que intenten emprender y verifiquen el restablecimiento de los referidos minerales serán atendidos, protegidos y mirados con el aprecio que los recomienda y distingue Su Magestad..."(26), no se pudo lograr lo deseado. La reexplotación de las minas de oro abandonadas exigía algo más que el "combo y cuña", que se usó a comienzos del siglo XVIII, para extraer metales de roca dura. Sólo la pólvora podía solucionar en parte la dureza de las vetas, pero el alto precio de ésta la alejaba de los pocos recursos de los mineros(27). Por otra parte, cien años de explotación, aunque de manera superficial y discontinua, habían agotado los filones(28).

Pero sobre todo fueron la escasez de recursos técnicos y económicos los que explican la imposibilidad de recuperar esta actividad. Aún reconociendo las autoridades las posibilidades teóricas de una nueva explotación, éstas se enfrentaban a la dura realidad. En 1788 se informó al Tribunal de Minería "Sobre el estado en que se hallan estas minas de la doctrina de La Ligua", señalándose que: "el motivo de estar el dicho mineral arruinado es la causa de ser los mineros de dicha jurisdicción muy pobres que no tienen cómo trabajar; no haber en él ningún aviador que los pueda fomentar con cuatro pesos y no haber en toda esta jurisdicción un hombre inteligente que pueda dirigir una lumbrera y en caso necesario un socavón ni quien mida una mina"(29).

La ausencia de un mínimo personal técnico contrasta con la proliferación de ellos cuarenta años antes, cuando atraídos por el éxito de algunos descubrimientos llegaron hasta La Ligua en gran cantidad.

En cuanto a la falta de aviadores, el Informe tocaba a uno de los mayores problemas que siempre tuvo la minería de Chile colonial. Ya hemos visto cómo operaba este sistema en un momento de "expansión minera", pero cuando sobrevenía la contracción, la eventual ausencia de beneficios inmediatos o con poco riesgo desalentaban al "empresario" privado(30). El propio Tribunal de Minería lo reconoció así cuando trató de reanimar el interés por adjudicar el remate de las "estacas reales" en los diferentes Asientos mineros del Reino(31). Intentó mejorar la situación creando un Banco de Avíos que reemplazara la ausencia del interés particular con la participación estatal. Con ello se pretendió impulsar la actividad minera solucionando uno de los aspectos que más la limitaba, pero los resultados no estuvieron a la altura del proyecto propuesto(32) y cinco años más tarde todavía se informaba que, "aunque La Ligua tiene algunas minas interesantes, se halla en decadencia por escasez de auxilio"(33).