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Fuentes Bibliográficas
Sociedad y Población Rural en la Formación de Chile Actual: La Ligua 1700-1850
 
Primera parte: El marco físico y social.
 
Capítulo IV. La Ciudad.

2. La segunda fundación de La Ligua.

Del proyecto de fundación de una ciudad en el partido de La Ligua no volvió a hablarse hasta fines del siglo XVIII. El intento de 1754 se diluyó rápidamente ayudado por los propios intereses de los pobladores, no obstante que la autoridad central siguió insistiendo en ello por lo que tocaba a una política global de fundaciones urbanas en todo el Reino.

La autoridad local, que se había esforzado ímprobamente por materializar estas fundaciones informó en 1761 que "la villa de Santo Domingo de Rosas de La Ligua se halla fundándose", en parte proyectada y en parte establecida"(86), pero sabía bien que nada había cambiado en el poblamiento del lugar.

El propio Corregidor de Quillota comprendió que la política de poblaciones de la Corona se enfrentaba con dificultades casi insalvables provenientes tanto de parte de los hacendados como de los pobladores, quienes lejos de favorecerse con las nuevas poblaciones veían sus intereses perjudicados: "Las fundaciones tienen poco adelantamiento porque ha habido que vencer la general repugnancia que tienen los hacendados y las gentes pobres en reducirse a poblaciones, aquellos por no desamparar sus estancias y éstos por no sujetarfe al trabajo y a la vista de las justicias y por las contradicciones de los vecinos dueños de las haciendas en que se han erigido(87).

Los hacendados atendían sus negocios en Santiago ypdistribuían parte del año en visitar sus propiedades no siempre vecinas, pero Ies cierto que a ellos no les interesaba mayormente el concentrar las poblaciones dispersas en las cercanías de sus haciendas. Su oposición demostró ser mucho más efectiva que la propia política diseñada por los representantes de la Corona. Cuando menos lograron detener el proceso de consolidación de las poblaciones dispersas durante más de treinta años(88).

Los hacendados hicieron valer su derecho y en consecuencia se paralizó la fundación de la ciudad. Como lo señalara el Fiscal de la Real Audiencia, y lo reconocieran más tarde otros, la concentración de la propiedad rural de pocos dificultó grandemente no sólo la disponibilidad de terreno para su planta, sino también la posibilidad de generar una "dinámica de población" que animara a vida urbana como sucedía con la minería (89). Y fue justamente esta última actividad la que salvó a las aldeas liguanas de su extinción total, pues aunque lejos del nivel alcanzado entre 1720 y 1740, siguió beneficiando a la gente vinculada con ella y así lo reconocieron la serie de informes locales que se redactaron en la segunda mitad del siglo XVIII(90).

 

Plano de la Villa de Santo Domingo de Rozas (h Ligua). Archivo General de Indias. Mapas y Planos. Perú y Chile, 128.

 

En 1789 el Gobernador don Ambrisio O'Higgins realizó una importante visita a la parte norte de la jurisdicción bajo su mando, que lo llevó hasta el partido de La Ligua, y no sólo porque era este lugar una escala obligada en la ruta del norte, sino también por el interés personal de inspeccionar en el terrreno las actividades mineras que habían recuperado
parte de su antiguo dinamismo(91). Además las aldeas de la región, a pesar de no haber logrado consolidar una sola ciudad, habían ido poblándose de nuevos habitantes, y asentándose más la vida urbana en torno al Asiento Antiguo o Plaza de La Ligua como resultado de estar radicados allí los representantes de la administración civil y religiosa. Junto a una nueva iglesia había también una representación del Estanco de la administración de la Real Renta de Tabacos,un Teniente de Corregidor y Alcalde de Minas y hasta fue considerada como posible sede de otra subdelegación del partido de Quillota(92).La población, reunida en número superior a 600 personas, se beneficiaba de algunos adelantos importantes como la acequia que les aseguraba agua permanente y de una escuela abierta a los niños de menores Ïecursos. Sin embargo, aun cuando el patrimonio global de sus habitantes se había acrecentado, seguía siendo muy inferior al de la Placilla o Asiento Nuevo en que además de la actividad mercantil desarrollada en el lugar volvía a resurgir la benéfica influencia de la actividad minera. El Gobernador eligió la casa de uno de sus principales vecinos para pernoctar en su visita, e impuesto allí de la abortada fundación primitiva decidió acceder a la petición de los vecinos iniciando una nueva. Otra vez emergieron las rivalidades locales y el propio Gobernador no escapó a contradicciones en cuanto a la elección del lugar. La decisión final le fue encargada al ingeniero Pedro Rico, que formaba parte de la comitiva que acompañaba al Gobernador, previo reconocimiento "técnico" de los terrenos. Así se llegó al convencimiento de que era más ventajoso el Asiento Viejo "por tener un plano más capaz, de buen clima, con tierras inmediatas para siembras y abastos y estar allí construida la iglesia matriz más espaciosa y decente"(93). Las razones más importantes, sin embargo, el ingeniero no las señalaba ya que ateniéndose a la topografía de hoy, calzan mejor con la descripción anterior las tierras llanas y abiertas de la Placilla que las áridas serranías de La Ligua. En cuanto al clima ¿qué diferencia podía existir entre un lugar y otro, separados por no más de seis kilómetros? Además, en La Ligua había un fuerte interés en ganar la sede, respaldado en todo el aparato administrativo ya funcionando fuera de la iglesia, en cambio, en la Placilla subsistía la oposición del importante hacendado de Pullally.

El sitio elegido fue pues, el Asiento Viejo y el Gobernador O'Higgins encargó al Administrador de Minería, de visita también en la misma zona, que procediera a formalizar la nueva fundación.

Esta elección representaba para el lugar inmediata valorización de los terrenos consultados en el plano de distribución, el aumento del consumo interno como resultado de la llegada de nuevos pobladores, la obtención de cargos administrativos superiores para sus vecinos más importantes. Y muy especialmente, la sustitución de la Placilla en el comercio que ésta realizaba con los centros de explotación minera de las cercanías y con todo el tráfico sur-norte del reino, ya que la decisión implicaba también la eliminación de la Placilla y la obligación de que sus habitantes pasaran a poblar la nueva villa.

Por supuesto que estos últimos no aceptaron la decisión, y menos aún cuando constataron que repartidos los "solares" en la nueva planta, les fueron asignados sitios pequeños y retirados (94). A pesar de estar el sitio ya elegido y refrendado por la autoridad superior del Reino, estos últimos lo desconocieron e iniciaron con nuevos bríos la oposición de treinta años antes. El expediente a que dio lugar la oposición -que finalmente había de llegar al Rey- contiene crudos testimonios de los intereses en juego, que terminaron por destruir toda alternativa de desarrollo urbano para la región en el siglo XVIII. Los propios informes de las autoridades locales comisionadas para notificar al Gobierno central reconocían que "sólo los que habitan en el Asiento de Placilla de La Ligua estaban aptos para edificar", o sea, que "los sujetos que pueden ser alcaldes. están en la dicha Placilla"(95); pero estos antecedentes se usaron más bien para justificar las necesidades de su traslado y en consecuencia, no son el testimonio de una comprensión exacta de la evolución del problema.

Las objeciones de los habitantes de la Placilla fueron acogidas por el propio Rey quien, a fines de 1796, solicitó al Gobierno de Chile las aclaraciones pertinentes. Éste ya había dispuesto el traslado obligatorio de los pobladores de la Placilla bajo pena de multa y demolición de sus casas, medidas que fueron en consecuencia dilatadas.

Se llegó así a 1800 sin que en 40 años se hubiese logrado realizar la deseada fusión. "Desde el año noventa hasta la fecha, ese lugar de inquilinos congregados no ha hecho la menor seña de obedecimiento", decían los pobladores de La Ligua en carta enviada al Gobierno central el 8 de octubre de 1800, y agregaban: "Sin hacerse cargo del gran perjuicio que con estar allí resulta a esta pobre villa teniéndonos hostilizados hasta lo sumo con mantener allí sus particulares comercios único refugio por donde podemos tener alivio alguno para nuestra subsistencia pues de lo contrario será quedar en un lamentable estado y sin saber qué determinar pues nuestro único fin para haber gastado nuestro calor natural y dinero en edificios y obras públicas, fue que el Exmo. Sr. Pdte. nos hizo ver por las Ordenanzas de nuevas poblaciones que todos los comercios que la jurisdicción debía precisar y es indispensable, se reunirían en esta villa como también todos los vecinos que poseyeran sitios edificarlos"(96).

El control del comercio intermediario en el tráfico Santiago-Copiapó, y en los lugares de explotaciones mineras vecinas, era la única alternativa concreta que se le presentaba a esta población. Los centros de consumo más importantes de la jurisdicción estaban en las haciendas, y éstas tenían sus propias "pulperías" para abastecerlos. Por eso los pobladores decían: "estamos como en un presidio sin seguro de murallas" ya que alrededor de la ciudad había tres haciendas importantes y muy pobladas, pero completamente autoabastecidas a través de su propio mecanismo comercial(97). De estas intenciones eran partícipes también el cura y el alcalde, quienes informaron al Gobierno de la necesidad del pronto traslado(98). La ciudad estaba organizada y dotada de una amplia administración: se habían nominado un juez diputado, dos alcaldes ordinarios y un procurador; funcionaba además, un hospital, una casa de ejercicios espirituales y una cárcel. Sólo faltaba el dinamismo comercial que esperaban controlar sus habitantes. Desgraciadamente para su ciudad, la fusión no se realizó, privando finalmente a ambas aldeas del único camino que les podía ofrecer una prosperidad futura. Los argumentos de los pobladores de la Placilla fueron escuchados llegando éstos incluso a solicitar la autonomía total, a través del reconocimiento de ese lugar como un asiento real de minería, autónomo e independiente de La Ligua. A lo que no se accedió después de verificar en el terreno que la actividad minera, realizada esencialmente por "pirquineros" y pequeños mineros, no lo justificaban(99).

Sus pobladores lograron finalmente que no se trasladara, pero no consiguieron que el tiempo cambiara la fragilidad de sus argumentos. Excepción hecha de su condición de etapa en el camino "real" que unía a Santiago con La Serena y Copiapó el resto de sus recursos provenían de la minería, actividad que si bien favorecía grandemente a unos pocos mercaderes vinculados a ella generaba también, en momentos de recesión, una masa numerosa de gente pobre e inactiva. El administrador de minería hizo una descripción de esta aldea bastante fiel: "su corto vecindario -decía- está compuesto de gente pobre y jornalera y sus habitaciones reducidas a unos ranchos de paja mal construidos a excepción de uno u otro individuo que los tenían de adobe y teja" y eran estos últimos -según el mismo administrador- quienes inducían al resto de la población para hacer de ese sitio la sede de la nueva ciudad: "hacida cuenta de los particulares fines de sus comercios y negociaciones" (100).

Esta masa de asalariados o "jornaleros" en los centros de extracción minera o en las faenas de carguío de la misma pero residentes en la aldea eran los consumidores del comercio placillano, cuyos mercaderes no se resignaron a perder: representaban además, una mano de obra abundante e inmediata en los trabajos de procesamiento del mineral. Los mismos mercaderes-mineros del lugar le hacían ver al Gobernador esta situación con toda claridad: "Los habitantes de este lugar -decían- son gentes muy pobres que no tienen como abastecer sus casas para su diaria mantención y así están reducidos a comprar de día en día el medio real o cuartillo que adquieren de pan, charqui, grasas y otras miniestras donde se las venden a menudeo". Por ello agregaban: "se nos debía prolongar la duración de este único giro que tenemos para nuestra conservación siquiera por lo que respecta a la venta de comestibles con atención a que del corto ingreso que de ello tenemos resulta el logro de que todo este mineral se mantiene en actual laboreo y beneficio"(101).

Esta persistencia en no perder el privilegio del lugar por parte de los placillanos se explica mejor al interior de todos los mecanismos que regulan la vida económica y que la Corona pretendió inconscientemente alterar. Así como los comerciantes de La Ligua vieron claramente que los sectores de consumo, presuntamente más numerosos, se les escapaban por la dependencia de éstos frente al comercio que realizaban los propios hacendados al interior de las haciendas, así también los mineros habían encontrado el mecanismo para ligar sus dependientes a su propio comercio.

Esta relación de dependencia se establecía a través de dos formas: "la habilitación y la pulpería, que en esencia era igual a la de la hacienda. En una petición que dirigieron los vecinos de la Placilla (o sea los mercaderes mineros), al Alcalde Ordinario de La Ligua decían: "todos estos mineros (se refieren a los peones y trabajadores independientes) son pobres y no pudieran trabajar sin ser habilitados por nosotros". De modo que si de acuerdo a las disposiciones administrativas debieran cerrar sus negocios: "quedaríamos descubiertos de lo que hasta ahora les hemos suplido a dichos mineros con atención a la observación que hay entre ellos que sólo se constituyen obligados a pagar la próxima habilitación y no la que antes se les hizo" (102).

Así la habilitación permitía que el comerciante dotara al pequeño minero o al asalariado jornalero de una mina, con las herramientas que necesitaba en su trabajo y con los alimentos y bienes para su subsistencia. La liquidación de las cuentas se hacía al terminar la búsqueda del mineral, al iniciar la explotación del mismo o bien al empezar una nueva búsqueda.

Pagadas generalmente en metal, estas cuentas permitían al comerciante un doble beneficio. No sólo obtenían un margen de utilidad en los precios de los productos con que ellos habilitaban a los mineros (precios muy a menudo arbitrarios), sino también en la comercialización de los metales. Uno de los empresarios mineros firmantes de la petición anterior, Francisco Marín, en carta dirigida al Gobernador, fue mucho más explícito para describirnos estos mecanismos. Decía refiriéndose a los daños que le ocasionaría el cumplir la disposición de cerrar su pulpería y pasar a radicarse en la nueva villa: "y ahora que Vuestra Señoría me mandó quitar el poco comercio que tengo me hallaré obligado a dejar el trabajo de las minas y parado los trapiches pues no tengo con que pasar mis molinos a dicha villa ya que en quitándome el poco comercio que tengo para alivio del pagamento de mis peones siempre me hallaré obligado a dejar mi trabajo que esto de pagar todos mis peones a plata no sufraga el corto interés que saco de las minas" (103).

Este empresario no sólo era minero y comerciante, también era agricultor. Había construido dos molinos, uno para la obtención de metales auríferos y el otro para la molienda de cereales panificables. En las labores mineras de las serranías vecinas había trabajado durante más de 10 años realizando inversiones por un monto superior -si creemos en su propia contabilidad- a los $ 18.000. Junto a él trabajaban, en las diversas actividades señaladas, 22 familiares que vivían en dos casas. Además, 26 "peones" repartidos en las minas, molinos, herrerías, chacras, tiendas y hasta un barco.

Ciertamente las actividades mineras no le reportaban grandes beneficios directamente y hasta es posible que les generaran un fuerte déficit como lo sugieren sus cuentas, pero tanto los empleados como los jornaleros directos u ocasionales, que ocupaba en sus variadas actividades, se abastecían en su pulpería, evaluando los gastos de sus consumos en cantidades que no se pagaban directamente sino que se compensaban con el trabajo que éstos le cumplían. Así, a través de la habilitación y de la disponibilidad de mano de obra, se incorporaba al circuito de beneficios regionales o nacionales donde sin duda obtenía márgenes de utilidad mayores.

Decidido el lugar y autorizada nuevamente la fundación de La Ligua, se procedió a realizar la "matrícula" de la gente interesada en poblarla, a la que se presentaron 190 familias que hacían un total de 928 personas. Se incluían los residentes en el sitio, los de la Placilla y otros. Se levantó un plano del terreno sobre el cual se delinearon las respectivas calles delimitando los solares que se adjudicaron a los matriculados. En total se distribuyeron 190 sitios o "solares": 120 de 21 metros de frente por 42 de fondo, o sea, 800 metros cuadrados; 22 de 1.760 , uno de 3.500 que le fue asignado en propiedad ala Iglesia más otro de 2.500 asignado al cura de la parroquia y 66 otros de diversas dimensiones(104).

A algunos vecinos residentes se les respetó el lugar en que ya tenían edificados sus hogares. A otros les fue otorgada la posesión a medida que la solicitaron los, pero aún así subsistieron grandes espacios vacíos dentro del radio presuntamente urbano que establecía el plano, ya que algunas familias que se interesaron por habitar el lugar al momento de la matrícula, no lo realizaron nunca(105). Por otra parte, la primitiva asignación de solares se trastrocó muy pronto, sea para dar paso a algunos propietarios más importantes, como el hacendado Nicolás de la Cerda a quien le fueron concedidos por expresa orden del Gobernador "dos solares, uno para sí y otro para el primogénito, en un costado de la plaza"(106), o bien, por cambios entre los mismos beneficiarios, "por serles más conveniente a sus propios intereses"(107).

Los terrenos que se distribuyeron como solares habían pertenecido al hacendado Miguel de Baquedano, quien los había cedido con ese fin en 1770, junto con otros inmediatos entregados a la Iglesia para el sostenimiento de una casa de ejercicios espirituales. Al transcurrir un largo tiempo sin que se fundara la ciudad, el hacendado reconsideró su donación, traspasándola a la parroquia en 1782. Por este motivo el cura reclamó una indemnización cuando el Gobierno decidió fundar allí la ciudad; pero amparados en la legislación atingente, tanto los pobladores como el Gobierno pudieron prescindir de ello.

Junto a la distribución de los solares, los pobladores solicitaron también terrenos más amplios en las inmediaciones del presunto radio urbano, para destinarlos a "chacras" donde pudieran cultivar los alimentos más comunes y mantener pastizales donde albergar sus cabalgaduras. Para ello se amparaban en los beneficios que les otorgaba la legislación, aun cuando reconocían que la cortedad del terreno vecino no permitía satisfacer a todos en este derecho. Siguiendo pues la misma petición de los habitantes para hacer una distribución selectiva del espacio disponible, se asignó éste entre los veinte pobladores de mayores recursos, teniendo en cuenta sobre todo que un alto número de los de menores recursos, no disponía ni de siembras ni de medios de cultivos y ni siquiera de cabalgaduras. El sitio elegido para este fin fue el que el hacendado Baquedano había cedido a la casa de ejercicios espirituales, aunque esta vez sí que el cura obtuvo indemnización, ya que los mismos pobladores estuvieron de acuerdo en recibir los terrenos evaluados en $ 70, cuyo monto fue reconocido a censo, con un rédito anual del 5 % en favor de la dicha casa de ejercicios(108).

Los pobladores beneficiados fueron 20, entre los cuales se repartieron 20 1/2 cuadras, a razón de una cuadra a cada uno, incluyendo una que se destinó en propiedad al cura de ese entonces Nicolás de Olivares. Otra cuadra a los curas que le sucedieron y dos quedaron reservadas para el cultivo de una "chacra" por cuenta de la casa de ejercicios, a favor de la cual se reconocían los réditos censuales de las restantes. El valor total de la operación ascendió a $ 68:2.