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La Aurora de Chile
Número 19. Jueves, 18 de Junio de 1812 Tomo I.
Reflexiones acerca del derecho que tienen a las Américas los españoles europeos y americanos que actualmente las habitan, y acerca de la conducta de la Metrópoli para con ellos.

Fijando los ojos sobre los habitantes de nuestras Américas, los vemos divididos en dos clases de hombres, diferentes en carácter, en temperamento, en vicios, en virtudes, en costumbres. La política, la opinión y la fortuna, siguiendo al parecer la marcha y conducta de la naturaleza, los hicieron tan diferentes en consideración y comodidades, como lo son en la forma, y en los demás accidentes corporales y sensibles.

Una de estas clases consta de españoles, o europeos o americanos, y la otra la componen los indios, antiguos poseedores y habitantes del país. Una gran parte de éstos últimos permanece aún en su antigua barbarie, independiente e indómita, libre, pero sin leyes, sin industria, culto, ni luces.

Algunos escritores, animados de un celo excesivo por los derechos de los pueblos, sin considerar bien las circunstancias y de un amor inmoderado y fogoso de la libertad, desearon que se vengasen en nosotros los horrores que acompañaron la conquista de esta parte del mundo; y por medio de una pluma incendiaria procuraron introducir en el asilo de la paz el tumulto y la devastación.

Descendemos de los conquistadores, pero no somos cómplices de las violencias que seguían sus armas. Tenemos al suelo que pisamos el mismo derecho que sus antiguos habitantes, pues unos y otros nacimos en él. Los españoles europeos, que actualmente están entre nosotros, gozan del mismo derecho que nuestros padres, pues unos y otros pasaron a estas regiones bajo la protección de unas mismas leyes, vinieron con miras pacíficas, y del mismo modo que nosotros nos trasladamos de una a otra de las numerosas provincias que componen la monarquía española.

Es necesario convenir en que el lapso de los tiempos da a los pueblos y [a las] naciones un derecho indisputable al país que habitan. De otro modo, se confundieran y disolvieran los imperios. El mundo ha sido todo revolución. Unos pueblos han sido repelidos y remplazados por otros; y las más veces se han mezclado entre sí, comunicándose sus opiniones, sus leyes y costumbres. Este es el origen de esa especie de eternidad, que se nota en tantos errores, y de esa confusión y extravagancia, que se observa en sus usos, leyes y constituciones. ¿Quién no conoce los nombres de los celtas, alanos, suevos, vándalos, godos? ¿Quién puede asignar una región habitada siempre por indígenas? ¿Quién penetrará la noche de los tiempos, y decidirá con certidumbre cuáles fueron los primeros pobladores de la América; si la hallaron despoblada; sí expelieron, si aniquilaron a sus habitantes primitivos? ¿Quién dará una razón satisfactoria de la diversidad de idiomas de los indios de Chile, del Perú, y de los que viven esparcidos en las orillas del río de las Amazonas, donde cada familia es una nación, y cada nación usa de un idioma diverso y desconocido?

Abandonemos a la conjetura asunto tan recóndito, tratemos de cosas que conocemos mejor.

La metrópoli ha usado de una misma conducta para con los españoles habitantes de América, sin hacer una distinción sensible entre los que nacieron de esta o la otra parte del mar. Así los señores Armendaris, Vega, Sandonas, y en nuestros días los señores Moscoso, Carvajal, Alday, Marán, Cuero, Pérez, Avilés, Reguera, González... se han visto ocupar los empleos más distinguidos de la Iglesia y del Estado. Así pues, españoles europeos y americanos fueron a sus ojos una misma familia, revestida de unos mismos derechos, y sujeta al influjo, a veces benigno, a veces aciago y opresor, de los varios ministros de los reyes. En unos y otros, o gozaron de una misma consideración, o padecieron un mismo olvido los talentos, el mérito y las virtudes. A unos y otros fueron igualmente ventajosas las riquezas.

Es una cuestión curiosa, si fueron más felices, o más infelices los españoles de la Península o los de la América. "Los siglos de los Felipes, y los Carlos, (dice el elocuente Morales en las Cortes) marcados en el seno de la patria por los siglos del despotismo, fueron la época del descubrimiento de la América, de su dominación y tropelías". En verdad, la tenacidad, [el] espíritu sanguinario de dominación, y [las] profusiones de Felipe II; la incapacidad, [la] indolencia, y [el] desgreño de Felipe IV; la inhabilidad, y [el] candor del señor Carlos IV, se hicieron sentir más vivamente cerca del trono. Los males de la guerra se sufrieron allá en todo su horror.  ¡Cuánta sangre inútilmente derramada! ¡Cuántas viudas, cuántos huérfanos! ¡Cuántas lagrimas...! Los reyes erigidos como en deidades, puesta una barrera impenetrable entre la majestad y los vasallos, entregados absolutamente a los consejos de los ministros, confiando el cetro a las manos débiles y a las pasiones insensatas de sus esposas, jamás oyeron las quejas, ni los sollozos de los oprimidos, aunque estuviesen más cercanos. El ministerio de Manuel Godoy fue sin duda más opresor para los Peninsulares. Siempre es más funesta la cercanía de los lagos infectos y la de los volcanes.

Con todo, el centro de la autoridad arbitraria colocado a una distancia inmensa, al paso que decrecía en energía, debió hacer más poderosos, arbitrarios y formidables a los funcionarios públicos. Los juicios de residencia, aunque según la voluntad de los reyes debían ser muy rígidos, se reducían a una vana ceremonia. Los funcionarios tenían favorecedores en la Corte, y quedaban impunes por medio de sus mismas depredaciones. El mundo ha sido siempre el mismo, y unas mismas circunstancias y sistemas gubernativos semejantes, han de producir unos mismos males, o unos mismos bienes. Unas mismas causas producen unos mismos efectos. Todos saben las depredaciones, las concusiones que ejercieron en las provincias de la república y del Imperio Romano, sus procónsules, cuestores, y pretores. La excelencia de las leyes de la Gran Bretaña no siempre ha podido libertar de la codicia y rapacidad de los mandatarios a sus establecimientos ultramarinos en las dos Indias. Un abuso semejante, y que se creyó irremediable por la distancia, arruinó aquel comercio prodigioso en sus principios, y aquellas posesiones tan florecientes de la Holanda.

Distamos mucho de querer calumniar el mérito, y la virtud. La imparcialidad nos anima. Mihi Galba, Otho, Vitelius: nec beneficio nec injuria notus. Pero si hemos conocido gobernadores desinteresados e incorruptibles, todos tienen noticia de las fortunas ingentes y rápidas de otros.

Digamos ya lo que repetiremos muchas veces, y lo que han demostrado hasta la evidencia consumados políticos: una monarquía de inmensa extensión no puede ser bien gobernada. No está en los alcances del hombre abrazar objetos inmensos, ni atender a cuidados multiplicados inmensamente. Vemos estos aún en asuntos de menor consecuencia. El comerciante que entiende a un mismo tiempo en muchos asuntos, no tiene acierto en sus operaciones. El literato pierde en solidez lo que avanza en variedad de conocimientos. Y sin embargo, ¡Oh perfección, oh grandeza de luces adquiridas en la ciencia sublime del gobierno! Los ojos del monarca estaban atentos a todas las necesidades de tantos millones de hombres: sus oídos oían las quejas de tantos millones de infelices. El sol no se ponía jamás para las posesiones del señor Carlos IV. Sus enfermedades, la necesaria distracción de la casa, no le permitían vacar [20] a los penosos afanes de la administración; pero su prudentísima esposa, y el poderoso genio del Serenísimo Príncipe de la Paz, ni cazaban, ni estaban enfermos, y le[s] sobraba[n] alcances y bondad para conducir a sus vasallos, esparcidos en dos mundos, a la mayor prosperidad posible.

No decimos que hubiera sido acertado, ni oportuno desmembrar la monarquía, ni romper unos vínculos sagrados que formaron nuestros padres a costa de tanta sangre; pero podía haber oído el parecer de sus vasallos, y conservando su trono como un centro de unidad, adoptar un sistema y una constitución menos incompatible con la dicha de los pueblos.

¿Qué hombre hay tan insensato que no conozca que la administración y el gobierno se complican a proporción que se multiplican los dominios y se aumentan los vasallos, y que la administración, al paso que se complica, exige un genio más vasto, y nociones más extensas y profundas? ¿El que no podía gobernar bien a Castilla, tendrá más acierto cuando se agregue a Castilla, León, Aragón y las dos Sicilias? ¿El que era el martirio de los pobres españoles cuando dominaba solamente en España, gobernará mejor cuando domine a la Holanda y parte de Italia? ¿Y si a estas posesiones, ya tan grandes, se unen los imperios de México y del Perú, hará la dicha de todos? ¿Se habrá hecho más sabio y más bueno, por ser más rico y poderoso? No nos equivoquemos: ¿qué nos importaba pertenecer a una inmensa monarquía gobernada por unos ministros, ya pérfidos, ya devorados por una codicia insaciable y siempre déspotas, si todos somos infelices? ¿Es posible que nuestros padres alcanzaron tantas victorias expeliendo a los infieles de la Península, navegaron mares desconocidos y conquistaron imperios, para hacer el tormento de su posteridad? ¡Si a lo menos nuestros abuelos, y nuestros hermanos, que quedaban en el seno de la patria, hubiesen sido felices a la sombra del trono! ¡Si a lo menos los tesoros de la América les hubiesen proporcionado comodidades y abundancia! Mas ¡ay! ¿Qué había al pie del trono sino bajeza, miseria, opresión, contribuciones bajo mil nombres y formas? Las riquezas de dos mundos no eran ya bastantes a sostener el lujo del Real Palacio y el esplendor del de Nápoles y de Etruria, y los antojos de la reina, ni podían llenar los  deseos de los favoritos. Los tesoros de las Indias se disiparon en gran parte en guerras enteramente inútiles a la dicha de los pueblos. ¿Qué importaba a los españoles que sus reyes añadiesen a sus coronas las de los Países Bajos y de algunos territorios de Italia? ¿Serían menos infelices por que fuesen tan pobres y tan esclavos como ellos los holandeses e italianos? ¿Y si hubiese logrado el proyecto de la monarquía universal que se atrevió a concebir un Felipe II, cual hubiera sido la suerte de la humanidad? Españoles: ¿Conque era vuestro deseo que no existiese la República de Holanda? ¿Conque era vuestra voluntad se extendiese y agravase sobre la Europa el despotismo del Oriente? ¿Cuál hubiera sido entonces la suerte de las letras? No previsteis estos males, o a lo menos no hubo medio de resistir a la fuerza. Siempre se ha abusado de vuestro valor y constancia heroica. ¡Desgracia!  Nunca habéis tenido quien os dirija, ni quien os ilumine. Mas ¿quien había de iluminaros, si el despotismo os condenaba a las tinieblas y a la estupidez, si jamás gozó entre vosotros de libertad el pensamiento, la palabra, ni la imprenta?  La ignorancia es el patrimonio de los pueblos esclavos. ¿Sabéis por qué hay tanta ignorancia entre los turcos? Porque se decapita al que habla; y donde no se habla, ni se piensa, ni hay filósofos, ni hay escritores. Los papeles públicos que ha producido la libertad de la prensa en la Península, beneficio inestimable de la revolución, dicen que se admiraron los pueblos españoles al oír por la primera vez que tenían derechos. Los derechos no se conocen donde no hay quien los reclame. ¿Y quién los reclamará desde Carlos V? Enriquecidos sobremanera los reyes por el descubrimiento de las Indias, se elevaron sobre el antiguo sistema de las Cortes Generales, y mandaron el silencio y la ciega obediencia. Los Grandes se envilecieron. Esta clase augusta, intermedia entre el pueblo y el príncipe, que velaba sobre las prerrogativas de la nación para conservar las suyas, que decía al rey, "tu eres mayor que cada uno de nosotros en particular, pero mayores somos todos juntos", vino a gloriarse con su propio abatimiento, sirviendo en humillación desde que la opulencia del príncipe lo elevó sobre todos.

Este fue uno de los graves daños que trajo a la España el descubrimiento del Nuevo Mundo y la inundación de sus riquezas. Es un problema de si los males ocasionados por este gran acontecimiento fueron mayores los bienes, con relación no solo a España, sino a todas las potencias de Europa. Merece insertarse aquí el juicio que hace sobre esta materia un político europeo, que escribió a mediados del siglo pasado:

"El descubrimiento de la América procuró a algunos imperios vastos dominios, que aumentaron su poder y esplendor. Pero ¿cuánto no ha costado conservar, gobernar y defender estas posesiones lejanas? Cuando ellas lleguen al grado de cultura, luces y población de que son capaces, ¿no se separarán de una patria, que fundaba su esplendor sobre su prosperidad? ¿Cuál será la época de esta revolución? Se ignora; pero sucederá".

La Europa debe a la América algunas comodidades, pero antes de obtenerlas ¿éramos acaso menos sanos, menos robustos, menos felices? ¿Estas frívolas ventajas, conseguidas con tanta crueldad y disputadas con tanta porfía, valen una gota de la mucha sangre, que se ha derramado? La conquista despobló a las Américas [21], pero ¿cuántos conquistadores murieron?  Si toda la sangre que ha empapado aquellas regiones pudiera reunirse, si pudieran juntarse en un mismo lugar todos los cadáveres, la sangre y los cadáveres de los europeos [22] ocuparan un gran espacio.

El descubrimiento de la América dio nacimiento al más infame, al más atroz de todos los comercios, el de los esclavos. Se habla de los crímenes contra naturaleza, y no se cita este horrible y execrable. Casi todas las naciones europeas se han manchado con él; un vil interés ha sofocado en sus corazones todos los sentimientos de humanidad y natural justicia. Pero, se dice, sin estos brazos las haciendas quedarán incultas en la zona ardiente. ¡Ah! queden incultas, cúbranse de malezas, si para labrarlas se necesita que el hombre sea reducido a la condición de las bestias.

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[20]

Según el Diccionario de la Lengua Española, "Dedicarse o entregarse enteramente a un ejercicio determinado" (N del E).
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[21]

En 1551 se hizo la numeración de los indios del Perú por el Arzobispo el señor Loayza, el oidor Ziancas, y fray Domingo de Santo Tomás; se revistaron ocho millones doscientos cincuenta y cinco mil; pero en el resumen general, que rige la contaduría de tributos, hecho en 1794, sólo se encuentran seiscientos diez y nueve mil ciento noventa. En 1600 la diócesis de México contaba quinientos mil indios tributarios, pero en 1741 solo tenía ciento diez y nueve mil seiscientos once. La Puebla contaba en la primera época doscientas cincuenta y cinco mil, en esta última solo cuenta ochenta y ocho mil doscientos cuarenta. La de Oaxaca subía a ciento cincuenta mil, pero había bajado a cuarenta y cuatro mil doscientos veinte y dos. Morales en la sesión de las Cortes de 11 de Enero de 1811.
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[22]

Sólo en Chile, en los combates con los indios, se computan muertos veinte y cinco mil españoles. Pérez García en la Historia de Chile.
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