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Capítulo IV. La Junta Ejecutiva.
Adhesión de Evaristo del Campo.

San Luis, diciembre 26 de 1880.

Señores de la Junta nombrada en la Asamblea Popular del 8 de Julio último.

Apreciados señores y amigos:

He recibido ayer una carta en que nuestro compañero, el señor don Ramón Ricardo Rozas, me pide a nombre de la Junta que adhiera a la solicitud con que ha elevado al Honorable Senado de la República, la de diecisiete mil y tantas matronas chilenas que piden a ese alto Cuerpo de Estado el rechazo del proyecto de ley del matrimonio civil.

Si la solicitud de la Junta no fuera, como es, un hecho consumado, yo la discutiría, no en sus fundamentos, que no pueden ser más obvios ni más incontestables; sino en cuanto a la conveniencia de su presentación. Pero no cabe discutir lo que ya no puede revocarse; y supuesto que la Junta ha juzgado conveniente obrar, como lo ha hecho, me adhiero sinceramente a la solicitud aludida y muy principalmente a las incontestables razones que le sirven de base.          

Cumplo de este modo un deber de respeto y deferencia hacia las señoras cuya solicitud ha tomado la Junta bajo su patrocinio, y cumplo también un deber de condescendencia y amistad para con los abnegados miembros de la comisión popular de que tengo la honra de formar parte.

Y ya que he accedido sin reserva a los deseos de la Junta, dándole con ello un testimonio de consecuencia y lealtad, permitidme, mis buenos amigos, que os manifieste con entera franqueza las razones que tengo para pensar que la solicitud que habéis firmado y la que pretendéis apoyar, son inútiles, y más que inútiles, contraproducentes. Os prometo ser breve para no molestaros demasiado.

Al dirigiros al Senado os proponéis influir en sus deliberaciones; suponéis que la opinión pública de que sois órgano, será bastante poderosa para hacerse oír de ese alto cuerpo.

Creo que en todo esto no hay más que un error, de que no es posible ni conviene desentenderse.

En Chile, señores, (triste es decirlo) la opinión pública no existe, ni pasa de ser una palabra vana, que nadie puede emplear en su sentido natural y propio.

La opinión pública no es una entidad real y positiva, sino en aquellos países en que el pueblo elige sus mandatarios y éstos le deben cuenta del ejercicio de sus funciones.

Mas, en Chile, donde los poderes públicos, sea cual fuere su índole y su esfera de acción, son la obra exclusiva del Presidente de la República, éste y no el pueblo es quien influye en las resoluciones de los cuerpos deliberantes. La opinión del pueblo se desprecia y tan sólo se acata la del Poder Ejecutivo. Nada más lógico. Senadores y diputados, salvo honrosas pero muy raras excepciones, sólo difieren a la opinión del Presidente de la República que los nombra; no a la del pueblo que, o no interviene en su elección, o sólo interviene como un elemento inconsciente, llevado por los agentes electorales para el solo efecto de aparentar que se cumplen las fórmulas que la ley prescribe.

Al hablar así, no hago sino recordar hechos evidentes, tangibles, que están en la conciencia de todos y que por lo tanto no necesito probarlas. Espero que vosotros y yo estemos de acuerdo en esta parte. Y si es así, ¿qué interés ha podido induciros a elevar al Senado la solicitud de las señoras? No negaré que vuestro propósito es advertir al Senado que cuando diecisiete mil y tantas matronas chilenas se unen para dirigirle una súplica, esta súplica cuenta con el apoyo de lo que en otras partes se llama opinión pública. Pero esa advertencia se hará en vano, nada obtendréis con ella, estad seguros; porque he dicho y repito que la opinión pública no existe en este país, y vosotros no podéis haceros la ilusión de creer lo contrario.

¿Abrigáis a este respecto alguna duda? Recordad la solicitud que lo más respetable de Santiago presentó al Senado cuando se discutía la ley de cementerios. Recordad la visita que las más distinguidas matronas de la capital hicieron al Presidente de la República para obtener que la ley no fuese promulgada. Bien fresco está en la memoria de todos lo que entonces sucedió. El Senado, mirando con soberano desdén la solicitud, aprobó la ley de cementerios; y el Presidente de la República, tratando con poco o ningún miramiento a las señoras que lo honraron con su vista, y usando para con ellas, según se supo entonces, cierto buen humor impropio y de mal tono, pasó sencillamente a promulgar la ley. ¿Seria porque la solicitud y la visita no eran una elocuente manifestación del sentimiento público? No, mil veces no. Fue simplemente porque para el Senado y para el Presidente, la opinión pública no existe en Chile.

Esta es la verdad, amigos míos. El Senado y el Presidente de la República estuvieron en la verdad de los hechos, fueron lógicos en su conducta. Pero nosotros deberíamos también ser lógicos, y no elevar a los poderes constitucionales peticiones que sólo se apoyen en la opinión pública, tristísima quimera en esta tierra digna de más próspera suerte.

La solicitud suscrita por más de diecisiete mil señoras, sobra sin duda para probar que la mujer chilena no acepta el matrimonio civil. Mas, para que el Senado se convenza de esto y obre de acuerdo con tal convicción, no era menester presentarle aquella solicitud. Los senadores no son anacoretas que viven en los desiertos, aislados del comercio humano; son, por el contrario, padres de familia; tienen esposas e hijas que, con relación al matrimonio civil, piensan exactamente como las diecisiete mil y tantas señoras firmantes de la solicitud de que vengo hablando.

Saben, pues, los, senadores cómo piensa la mujer chilena en general acerca del matrimonio civil; y lo saben por datos recogidos en su propio hogar, por revelaciones sinceras de sus esposas y sus hijas, lo saben, en fin, por un medio inequívoco, al abrigo de todo peligro de error. El Senado, aprobando la ley, obraría a sabiendas de que hería las creencias y sentimientos religiosos de la casi unanimidad de las mujeres chilenas. Este conocimiento adquirido en el seno de la familia, trasmitido por la esposa y las hijas, no necesita ser confirmado. ¿A qué pretender entonces ilustrarlo más, cuando hay plena seguridad de que la solicitud de las señoras y la nuestra obtendrán a lo sumo la gracia de ser leídas?

Vais a replicarme tal vez que ambas solicitudes recuerdan a los senadores que el matrimonio civil es contrario a las enseñanzas de la Iglesia y que no deben decretarlo siendo cristianos. Justa observación, pero, a pesar de ella, persisto en creer que la presentación de las solicitudes es inútil; porque aun los senadores que se confiesan católicos, aprobarán el proyecto de matrimonio civil, como aprobaron antes el de expropiación de cementerios.

No abriguéis sobre esto la más leve duda. Hay ciertamente un criterio extraviado que lleva a algunos católicos adonde no debieran llegar; pero el hecho es que los arrastra y que llegan a extremos inconcebibles.

La inmensa mayoría de los hombres en Chile se apellida católica; ninguno de ellos consiente que ni siquiera se dude de su fe religiosa. Pero al propio tiempo que católicos, se proclaman liberales; y como el liberalismo, según la jerga política del día, no es otra cosa que aquel que está reñido con Cristo y con su Iglesia, los católicos liberales aceptan y defienden como senadores y diputados, lo mismo que rechazan y condenan como hombres privados, guiados por el testimonio de su conciencia cristiana. Con este criterio juzgarán muchos senadores el proyecto de ley de matrimonio civil. ¿Y qué esperanza puede racionalmente abrigarse de que la solicitud de las señoras y la que la acompaña, hagan cambiar el desenlace de esta cuestión, que el liberalismo sostiene con todas sus fuerzas, como el mayor progreso, como la más valiosa conquista que el país ha podido alcanzar?

Elevar peticiones al Poder Legislativo para que niegue su voto a tal o cual proyecto anticatólico, es olvidar que se compone de liberales. Cierto es que la omnipotencia del Congreso en esta parte no sería tan completa, si los senadores y diputados católicos estuvieran a la altura de sus convicciones religiosas y las sostuvieran con energía y franqueza. ¿Pero cómo exigir tanto de hombres que transigen con su conciencia, que se proclaman católicos y obran contra el catolicismo, que se dicen hijos de la Iglesia y se sublevan contra su doctrina?

¡Ah! No esperéis nada, mis queridos compañeros, de legisladores de doble conciencia, de católicos vergonzantes que confiesan a Cristo en el interior de su casa y delante de los suyos, al paso que en el Palacio Legislativo se unen a los liberales para desconocerlo y atacarlo.

Nada, absolutamente nada es razonable prometerse del Senado en el caso a que me estoy refiriendo.

Ese cuerpo se compone en su gran mayoría de liberales y de católicos liberalizados; y es una ilusión figurarse que rechace el proyecto de ley de matrimonio civil, en homenaje a las diecisiete mil señoras que así lo solicitan. Al contrario, esa petición prevendrá a los senadores y se sentirán predispuestos a aprobar el proyecto de ley, precisamente porque las señoras piden su rechazo.

No juzgo con temeridad. Para pensar como pienso, basta advertir que liberales que tienen por divisa combatir a la Iglesia, creeríanse deshonrados rechazando eh matrimonio civil a solicitud de las señoras católicas. He aquí porque creo que la representación de esa solicitud es no sólo inútil, sino contraproducente.

Las consideraciones precedentes habrían sido mis argumentos contra la idea de presentarse al Senado, si hubiera concurrido a su discusión. hoy sólo me cabe aprobar plenamente lo que mis compañeros han hecho, y apoyarlos con todas mis fuerzas, porque mi deber es correr con ellos la misma suerte.

Sin embargo, he creído necesario indicar las razones que habría hecho valer contra la presentación al Senado, para que no se juzgue que me hago ilusiones sobre la situación que atravesamos. Estamos gobernados por liberales; mas no por liberales amantes de la libertad, sino enemigos de ella. Si así no fuera, no se nos negaría el derecho de abrir nuestra tumba en tierra bendita, ni se pretendería obligarnos a contraer matrimonio ante un oficial civil. Nuestros pretendidos liberales no tienen de tales sino el nombre; en el fondo son verdaderos sectarios: miran como enemigo al que no piensa como ellos, y quieren amoldar la conciencia católica a la suya propia. ¿Puede esperarse algo equitativo de hombres que piensan y obran como los que hoy día nos gobiernan?

Perdonadme, apreciados amigos; he faltado a la promesa que os hice de ser breve. Cuento con vuestra indulgencia, y os ruego me creáis siempre vuestro compañero leal y respetuoso.

Evaristo del Campo.

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