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Capítulo IV. La Junta Ejecutiva.
Presentación de la Comisión del 8 de Julio de 1883 al Senado.

Excmo. Señor:

En ejercicio del derecho de petición que garantiza a todos los ciudadanos el inciso 6° del artículo 12 de la Constitución Política del Estado, recurrimos a V. E. entregando a vuestra consideración la solicitud en que diecisiete mil doscientas treinta y seis señoras chilenas, casadas y viudas, piden a V. E. el rechazo del proyecto de matrimonio civil aprobado por la Honorable Cámara de Diputados y que hoy mismo debe empezar a ser objeto de vuestro estudio y resolución.

Por nuestra parte, nos adherimos sinceramente a la solicitud aludida y nos permitimos exponer a continuación las razones en que fundamos nuestra petición.

Pero antes debemos manifestar a V. E. un hecho digno de la más alta consideración: el carácter que investimos en esta solicitud.

En presencia de la era de reformas meramente teológicas que se inicia, los católicos de Santiago se creyeron obligados a organizar la defensa de los fueros de su conciencia y la libertad de su credo religioso. Reunidos para deliberar con ese objeto en una grande Asamblea Popular el 8 de Julio del año en curso, protestaron contra lo que ya se había hecho, nombraron una Comisión encargada de dar unidad a la acción de los católicos en todo el país, representándolos ampliamente en todas las gestiones de interés público y general, e invitaron a las provincias a imitar su ejemplo, consiguiendo la adhesión de la totalidad de ellas.

Aun cuando escasos de méritos, ansiosos de servir lealmente la causa de nuestra fe religiosa, aceptamos los infrascritos la comisión popular, y emprendimos la obra de organización y de protesta que nos encomendaran los excluidos de toda influencia en los manejos de la cosa pública, aquí, precisamente, en un país donde forman ellos la inmensa mayoría y han puesto a disposición de la patria caudales cuantiosos y ofrecido inmensos sacrificios personales y sangre a torrentes.

Frutos de ese encargo son la solicitud de las distinguidas señoras chilenas que ponemos en poder de V. E. y esta solicitud nuestra que reviste a la vez el carácter de una solicitud personal, en ejercicio de un derecho privativo y el de una manifestación a que se adhieren todos los que como nosotros creen en el país, es decir, los dos millones de chilenos que no tienen más ley para sus afectos que Dios y la Patria.

En la forma representativa y democrática de gobierno político que nos rige, estos mandatos populares otorgados y aceptados en la plaza pública, con todo un pueblo como actor y como testigo, imprimen un sello de grandeza al cometido y dan un motivo justificado de orgullo a los mandatarios. Esta satisfacción compensa nuestros sacrificios; el reconocimiento de aquel principio de representación popular es lo que esperamos del Senado de nuestro país.

Entrando, ahora, a la enunciación de las razones que nos mueven a pedir a V. E. el rechazo del proyecto de matrimonio civil, procederemos metódicamente y reduciendo esta exposición a los términos más breves que sea posible conciliando con la natural importancia del asunto.

Considerando atentamente la misión del legislador, no puede desconocerse que, en medio de la amplitud de su acción, hay tres barreras para él insalvables, tres criterios a que debe someter el suyo propio en la solución de los grandes problemas políticos o sociales: el respeto por la Constitución del Estado; el respeto por las costumbres y modo de ser social del país; y el respeto por la libertad de todos los ciudadanos.

Contra estos tres primordiales fundamentos de la obra legislativa peca el proyecto de matrimonio civil: no respeta la Constitución del Estado y la viola abiertamente; no respeta el modo de ser social del país, eminentemente católico; ni respeta tampoco la santa libertad de la conciencia religiosa de aquellos que profesamos con noble satisfacción y con adhesión inquebrantable la fe da nuestros padres.

Y precisamente en nombre de esos primordiales fundamentos, venimos a pedir a V. E. reparación amplia y decidida: en nombre de la Constitución, base de todas las leyes; en nombre de la familia chilena, herida inconsideradamente en lo más íntimo de su origen; y en nombre de los católicos, perseguidos en su dogma y en su moral.

La Constitución del Estado reconoce como única religión la Católica, Apostólica, Romana y excluye el ejercicio público de cualquiera otra. Conformándose a esa disposición terminante y categórica, el Presidente de la República jura, al empuñar el mando supremo, ser católico y proponerse durante su administración respetar y hacer respetar la religión católica; juramento que alcanza hasta sus subalternos del último lugarejo, que comparte con sus secretarios de gobierno, y que repiten los legisladores invocando el nombre de Dios al iniciar cada una de sus sesiones. Conformándose a esa disposición terminante y categórica, las leyes dictadas en el país están impregnadas del espíritu de respeto y de adhesión a las leyes, a los dogmas y a la moral del Catolicismo.

Pues bien, el proyecto de matrimonio civil está en completa oposición con el mandato constitucional: su espíritu contraría abiertamente las leyes, el dogma y la moral del Catolicismo. Las leyes, que someten a lo dispuesto en los cánones la celebración del matrimonio; el dogma, que confunde en un solo e inseparable acto el contrato y el sacramento, y la moral, que sólo consagra la unión íntima, la esencia misma del matrimonio, una vez que la bendición del sacerdote ha derramado sobre el tálamo nupcial las gracias del cielo.

Llevando estas consideraciones hasta donde es posible exigir el cumplimiento de promesas humanas, creemos que si, olvidando los verdaderos intereses del país, el Congreso llegara a oprimir la conciencia de los católicos chilenos aprobando el proyecto a que nos referimos, el juramento solemne que todo el país oyó al Presidente de la República debería armar el brazo del supremo magistrado con el recurso constitucional del veto.

La Iglesia Católica no acepta, ni ha aceptado jamás, el matrimonio civil: encargada de una misión levantada por encima de las pequeñas cosas de la vida temporal, se esfuerza en conducir a la humanidad a sus destinos inmortales, marcando cada uno de los actos principales de la vida con el sello de su propia grandeza. Por eso recibe al hombre entre bendiciones y entre bendiciones lo acompaña al borde de la tumba. Por eso también ennoblece, dándole celeste origen, al matrimonio, que es la perpetuación de la raza humana, y le dicta leyes y le prescribe ceremonias. El hombre, por su parte, ser esencialmente religioso, acata aquéllas y se somete a éstas voluntariamente, en reconocimiento de la sumisión que debe a los dictados de su conciencia.

Así comprendido, el matrimonio es el primer elemento de la moralización de los pueblos. La fuerza de las naciones depende de la cohesión, de la unidad de aspiraciones entre sus hijos, todo lo cual no puede ser sino consecuencia de la legitimidad de las familias. Por eso todo lo que tiende a rebajar el nivel moral de las sociedades, rebajando el sublime origen y el noble carácter del matrimonio, es obra de anarquía y de disolución social.

Los católicos de Chile no queremos que llegue la hora triste en que nuestra sociedad se conmueva sobre sus cimientos; no queremos que el hogar pierda, con el alejamiento de la religión que hoy siembra de flores una senda que puede ser de generosos sacrificios, el más valioso sostén; y por eso venimos a buscar en la justicia y en la rectitud de V. E. reparación y amparo.

En el ejercicio de su misión legislativa, el legislador no debe olvidar que no le es posible imponer ideas, que la fuerza pública no hace creyentes, ni doctrinarios, ni siquiera impone una norma de conducta moral a los ciudadanos; no debe olvidar que no es sabia la ley que contraría las costumbres honestas y se opone abiertamente al modo de ser de la sociedad o del pueblo para que se dicta.

La política es ciencia de aplicación en la cual los principios generales adquieren una elasticidad tal que, manteniéndose los mismos en esencia, revisten formas diversas adaptables a las épocas, a los hombres y a las circunstancias.

¿Cómo confundir dentro de un solo sistema político todos los pueblos del mundo? ¿Cómo dar las mismas leyes para gobernar la Rusia, la Alemania, los Estados Unidos y la Persia, siendo tan distinta la índole de cada pueblo y tan distinta la base de organización de la sociedad en cada uno?

Y eso que es un principio vulgar de la ciencia del gobierno de los pueblos, es lo que olvida y contraría el proyecto de matrimonio civil, planta ajena a nuestro clima moral y religioso, que no calienta con los rayos de nuestro sol ni germina en nuestro suelo por falta absoluta de elementos de vida.

Nuestras costumbres, la índole general de nuestra sociedad, son de todo punto contrarios al matrimonio civil; los chilenos no conocemos otra fe religiosa que la católica; nacimos a la vida de la unión bendecida de nuestros padres; hemos entregado a la patria nuestros hijos nacidos en hogar bendecido también; y sintiéndonos felices en esa atmósfera social, no necesitamos, ni queremos otra.

Bajo este punto de vista, el matrimonio civil no solamente viene a contrariar las costumbres, y las inclinaciones sociales de Chile, sino, lo que es peor, las contraría inútilmente.

Ahora, por lo que hace al derecho individual, por lo que hace al fuero de la conciencia del hombre, el matrimonio civil obligatorio es una tiranía sin nombre, es algo como una blasfemia, es una horrible iniquidad.

¿Cómo se podría obligar en nombre de la ley dictada por legisladores cristianos, por legisladores liberales, a la apostasía, al olvido de la moral religiosa que profesan los ciudadanos?

¿Qué clase de libertad es la que obliga a los católicos a negar que el contrato y el sacramento se confunden en un mismo solo acto de voluntad?

¿Qué libertad individual es la que, contrariando  la creencia universal del país, concede al Estado el derecho de legitimar las uniones y niega toda fuerza al único matrimonio que los individuos en lo íntimo de su conciencia conceptúan verdadero? ¿Qué libertad individual es esa en que la ley prescribe la unión íntima de dos seres, contra los dictados del sentimiento moral y religioso que reprueba en el nombre de Dios?

Estamos seguros de que ese ideal de libertad niveladora, que es una horrenda tiranía, no es la libertad a que V. E. rinde homenaje debido; y por eso, de nuevo, recurrimos a la rectitud y a la justicia de V. E.

Pero, aún a riesgo de fatigar la atención de V. E. por pocos momentos más, vamos a permitirnos tomar en consideración algunos fundamentos del proyecto cuyo rechazo solicitamos, ya que, con lo que dejamos expuesto, creemos haber justificado que el proyecto referido es inconstitucional, no viene a satisfacer una necesidad social sentida y, por el contrario, pugna con las condiciones de nuestra sociedad y la conciencia religiosa de los ciudadanos.

Desde luego, notamos, Exmo. Señor, que sólo una exagerada idea de la misión del Estado ha podido dar origen a que, aun aquellos más avanzados en el doctrinarismo liberal, sostengan la solución del matrimonio civil, único y obligatorio, como obra de libertad.

Dentro de los principios de la sana filosofía del derecho, los desfalcos de la libertad individual que son propios del estado de sociedad civil, deben limitarse a lo que es estrictamente necesario para la fácil y expedita administración de justicia, para el manejo de los intereses comunes y generales, y para la representación del país entre los demás países. Todo lo que salga de esa esfera limitada de acción es innecesario y es atentatorio. En la constitución dE las sociedades civiles, no pudo el hombre haber querido que su personalidad desapareciera, no pudo haber entregado a nadie lo que constituye la nobleza de su ser: la independencia de su conciencia y de los sentimientos de su corazón.

Por tanto, carece absolutamente de fundamento la doctrina de someter a los ciudadanos al tutelaje del Estado en lo que atañe a la constitución de la familia, que fue y es su base. Pudieron las familias reunirse para constituir un representante y administrador de todos los intereses generales; pero, no quisieron indudablemente prescindir de los mandatos de su ley moral para encargar al representante o administrador que, respetando o contrariando esa ley, les ordenara lo que debieran hacer para constituirse.

De estos antecedentes deducimos que aun cuando el matrimonio, por la clase de relaciones a que da origen en la sociedad, puede considerarse por la ley civil bajo el punto de vista de los efectos civiles que está llamado a producir, es completamente independiente de la ley civil en lo que se refiere a su constitución y a su esencia misma. El matrimonio es un contrato natural que se perfecciona con la voluntad de los contrayentes; pero al cual la Iglesia Católica agrega sus bendiciones confundiendo en el momento de la perfección del contrato y de una manera que los hace indivisibles a éste y al sacramento con sus gracias espirituales.

En cambio, el proyecto de la Honorable Cámara de Diputados no ve en el matrimonio otra cosa que un contrato civil; no una necesidad propia de la especie humana sino una autorización del Estado a los ciudadanos para contratar en nombre de la ley civil, vivir juntos y procrear; no la ley natural de la perpetuación del linaje humano sino el derecho de convenir entre partes en ayudarse a sobrellevar las molestias de la vida, de la misma manera que se arrienda una casa o se entrega en usufructo un predio.

He aquí a lo que reduce el origen del hombre el matrimonio civil; es un simple contrato que no va más allá, ni puede tener más alcance, ni más fuerza que los que le da la ley, la voluntad de los hombres variable e insegura, como es.

A ser cierto lo que dice ese proyecto no tendríamos mucho de que envanecernos por la nobleza de nuestro origen; y ese ideal de virtudes y de heroicas cualidades que constituye el más preciado encanto de la sociedad y del hogar, seria algo menos que un fantasma que habría logrado engañar por tantos siglos y continúa, engañando a la humanidad.

No, Exmo. Señor; la sana filosofía, los sentimientos generosos del corazón se sublevan contra esa manera de concebir el sublime misterio de la perpetuación de la raza humana y contra ese rebajamiento sin nombre de la misión que el hombre tiene que desempeñar en el mundo.

Y si no, siendo el matrimonio nada más que un contrato civil, ¿por qué ha de ser indisoluble? ¿Por qué al constituirlo, así se estipuló? Pero, habiendo consentimiento mutuo ¿por qué no se rescinde? Y aún no habiendo ese común consentimiento ¿por qué no se rescinde con indemnización de perjuicios al perjudicado?

¿Por qué ha de ser uno solo el matrimonio y no cuatro, o diez, o ciento, como se puede arrendar diez casas, o diez fundos, con la sola limitación de no perjudicar a terceros por escasez de fuerzas para atender a los gastos que exija el cumplimiento de todas las obligaciones contraídas? ¿Por qué no contratar el matrimonio por tantos meses o tantos años, o alternativamente, o en sociedad?

Esta es la lógica rigurosa del matrimonio como simple contrato civil; este es, reducido a su último análisis filosófico-legal, el matrimonio que nos da la Honorable Cámara de Diputados.

Es cierto que, aun aceptando la exactitud del raciocinio, se han espantado algunos de sus autores de las consecuencias y las han contenido por ahora; pero, desquiciado ya el edificio, lo demás, hasta la cúpula dorada que refleja los rayos del sol, caerá  con el tiempo: es cuestión de días, no será cuestión de muchos años.

Este abismo es el que queremos alejar de nosotros los católicos chilenos, tan ansiosos de la paz y de la grandeza de nuestro país. Hay en el mismo proyecto una disposición que pone de manifiesto que está en el ánimo de sus propios autores el convencimiento de que el matrimonio civil contraría la conciencia de los católicos: la disposición que consagra la libertad de los cónyuges para contraer antes o después del matrimonio civil, el religioso. Si en realidad, no hubiera contradicción entre uno y otro matrimonio, esa autorización no tendría razón de existir y habría sido perfectamente inútil. 

Y aquí es el caso de que nos hagamos cargo de otro principio fundamental del matrimonio civil: está en el interés público que se lleve un registro del estado civil de los ciudadanos y de aquí la necesidad de que todos se casen por mandato legal y en presencia de funcionarios civiles de fe pública.

Pero ¿en qué pueden oponerse al registro de matrimonios, el matrimonio religioso y la bendición sacerdotal? Tan ajenos están de oponerse, que el único registro civil de matrimonios que ha habido en el país hasta ahora, ha estado a cargo de los párrocos.

No reconociendo, como no reconocemos, al Estado más funciones en este importante negocio que las relativas a los efectos civiles del matrimonio, con la inscripción de los que se celebren en conformidad a las leyes vigentes, bastaría, como basta la inscripción en las oficinas conservadoras de todos los demás contratos civiles, los cuales tienen su origen en la sola voluntad de los contratantes y no en las disposiciones de la ley.

De propósito hemos reservado hasta aquí el más aparatoso fundamento del proyecto de la Honorable Cámara de Diputados: la constitución regular y decorosa de la familia de los no católicos que profesan o no alguna religión positiva.

No necesitamos recordar que bajo este punto de vista, el matrimonio civil existe terminantemente establecido por el artículo 118 del Código Civil y por la aclaración que un ministro conservador, el señor don Abdón Cifuentes, negoció con el insigne Prelado que hasta ahora ha dejado vacante la sede arquiepiscopal de Santiago.

Y en realidad, para los cuarenta o cincuenta matrimonios de esta clase que la estadística asegura, se verifican al año en Chile, y no hay nada de mortificante ni de indecoroso en lo estatuido. No hay tampoco nada que autorice el cargo hecho a los católicos de sindicar esos matrimonios como malditos; y hay mucho menos para acusar a los que los realizan de cobardes en sus convicciones e indignos de su fe, sosteniendo que temen los improperios o los desprecios de la sociedad.

Eso no sucede; y en el caso de que llegara a suceder, no sería bastante para impedirlo someter a la ley humillante del matrimonio civil a cuarenta mil chilenos que se casan cada año, en obsequio de ochenta o ciento que lo aceptan de buen grado.

No es, pues, ni puede ser el interés de dar garantías a unos pocos, cuyos derechos respetamos, lo que puede obligar a violar los derechos de la inmensa mayoría de los habitantes de este país.

Sostenido en el terreno de la política de principios, como ha visto V.E., el proyecto de la Honorable Cámara de Diputados carece de fundamentos: en la práctica es de todo punto insostenible. No producirá efecto alguno saludable, porque nuestro pueblo no tiene otro freno moral que el mandato de la ley de Dios y la palabra del misionero; de suerte que las funciones, en materia de matrimonio, del empleado civil serán meramente pasivas y acaso llegarán hasta dificultar la acción del sacerdote y de la doctrina cristiana.

El pueblo no podrá aceptar jamás la doctrina de que a ley y no Dios une a los esposos, ni se prestará a tramitar con recargo de tiempo y de trabajo ante un funcionario cuya misión no reviste el carácter augusto y solemne del sacerdocio, las informaciones y demás diligencias que preceden al matrimonio.

Así es como el proyecto, sin contar las cargas que va a imponer al Estado en una situación crítica del erario nacional y en presencia de un porvenir económico oscuro, va a producir efectos desmoralizadores en la masa del pueblo, donde no hay otra luz que la de la fe, ni otros principios sociales que las enseñanzas del párroco.

Hemos expuesto ya, aunque sumariamente, Excelentísimo Señor, las razones que nos han movido a pedir a V. E., en unión con las distinguidas señoras que firman la solicitud que acompañamos, el rechazo del proyecto de matrimonio civil aprobado por la Honorable Cámara de Diputados; sólo nos resta pediros que para resolver este negocio, os inspiréis en los sentimientos de padres y de esposos que se anidan en vuestra alma y que ya que la suerte de la sociedad chilena pende de vuestra resolución, no olvidéis que el más débil, es el más ofendido y que nuestras madres, nuestras esposas y nuestras hijas confían, para la seguridad de su porvenir y para la dulce paz de sus corazones, en el juramento que habéis prestado de respetar la religión católica.

Santiago, 24 de diciembre de 1883. Miguel Barros Morán.- Matías Ovalle.- Ladislao Larraín.- Miguel Cruchaga.- Carlos Walker Martínez.- Antonio Subercaseaux.- José Antonio Lira.- Bonifacio Correa.- Carlos Irarrázaval.- José Clemente Fabres.- Macario Ossa.- Eduardo Edwards.- Cosme Campillo.- Ramón Ricardo Rozas.- Enrique de la Cuadra.- José Tocornal.

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