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Capítulo I. Santiago.
Circular de la Comisión Popular a los Católicos del País.

Número 2.

Santiago, 15 de Agosto de 1883.

Señor:

La promulgación de la ley que tiende a privar a los cementerios administrados por el Estado o por las municipalidades, del carácter confesional que de antiguo les corresponde ya se atienda al espíritu religioso de sus fundadores, ya a la legislación bajo cuyo imperio se fundaron, ya a todas las circunstancias que determinan la esencia de los establecimientos que la ley organiza dentro del espíritu, de la civilización general del pueblo, ha obligado a la autoridad eclesiástica de la arquidiócesis a dictar, el 7 de los corrientes, una grave medida, la más grave tal vez de cuantas hasta hoy dictara la Iglesia chilena, a virtud de la cual se execran esos cementerios; se regla el registro de defunciones dentro del régimen estrictamente confesional, sin causar, por ello, daño alguno a la comprobación del estado civil; se determina el régimen de preces religiosas y se exhorta a los católicos a procurar la conservación y el establecimiento de cementerios parroquiales.

Los caracteres principales que, a primera vista, se observan en esa grave medida, son el respeto mas profundo por la autoridad civil, cuyos procedimientos no son siquiera observados en el orden de la justicia, y el espíritu de sacrificio que se nos exige y se nos impone a los católicos para que, procurando siempre la inhumación religiosa, la procuremos tan solo dentro del campo de las leyes y apoyándonos en ellas para ejercitar nuestros derechos.

Éramos, por esto, únicamente nosotros quienes podíamos, si no quejarnos, que queja no cabe contra disposiciones justas, deplorar a lo menos los efectos de aquella trascendental medida.

Nos veíamos ya privados del uso confesional de aquellos antiguos y respetados asilos, que fueron formados con el aliento de nuestra antigua inspiración religiosa, ordenados con el concurso de las generaciones que antes y ahora viven en la comunión de nuestra Iglesia, visitados a menudo con la visita del alma y sobre todo enriquecidos con los despojos de todos aquellos a quienes en el curso de nuestra historia, hizo grandes la unión de estas hermosísimas ideas, Religión y Patria, de los que, en escala más modesta pero más íntima, formaron y cultivaron nuestro espíritu y son para nosotros toda la historia de nuestro hogar. No podía ya tañer la vieja campana para llamar a los vivos al sacrificio por los muertos.

Nosotros debíamos abandonar aquellos lugares, y, lejos de nuestros deudos de patria y de hogar, formar otros establecimientos de respetado asilo para nuestros cadáveres, asilos a los cuales esperábamos poder, en mejores tiempos, conducir a nuestros queridos muertos, aunque fuese a costa de gabelas y de sacrificios que, odiosos considerados por quienes se imponen, acrecientan y avaloran las convicciones de quien, resignado, los soporta en aras de su creencia.

Nosotros, los que profesamos el único culto público que la Constitución protege, los que hemos dado el ca1or de la vida inmortal a aquellos lugares de intenso hielo y de desesperación profunda para los que en nada creen, debíamos abandonarlos para mantenernos fieles, aun a costa de carísimos afectos, a la religión que los levanta y exalta y hasta en cierto modo los diviniza.

Y, sin embargo, nosotros, conocedores de que esa execración era necesaria y debía forzosamente venir, no nos quejábamos ni deplorábamos siquiera los efectos dolorosos que debía producir. Estaba ordenada, estaba impuesta por el deber.

Jamás se han roto por una Iglesia particular la disciplina y la liturgia de nuestra Iglesia universal. Sobre las comunidades y sobre los afectos transitorios de una o de muchas generaciones, están el espíritu de sacrificio y el deber que han fundado y mantienen la grande idea religiosa y con ella la civilización del mundo, obrando aun contra los que, elevados hasta la cúspide por el pueblo y constituidos en protectores naturales de ella, sólo comprenden la igualdad que abate y no la igualdad que levanta.

Más aún. Sabíamos que la autoridad eclesiástica había dictado aquella resolución, no como obra suya sino como consecuencia forzosa de un despojo que creíamos inconstitucional; y no sólo no nos quejábamos de aquella autoridad que obraba como víctima, sino que ni expresábamos siquiera toda la amargura de nuestra queja contra el mismo poder que había cometido el abuso.

La patria está en guerra exterior; nuestros soldados, alentado su natural valor por la fe religiosa, la cubren de gloria, y sin embargo, los que formamos las nueve décimas partes, cuando menos, de la población, nos resignamos al sacrificio de las propiedades más valiosas para nosotros, de esas que contienen los despojos venerados de nuestras familias, para buscarles con nuestro esfuerzo nuevos lugares de descanso que con nosotros les fueran comunes.

Sabemos que la patria se engrandece con la paz y queríamos buscar aquellos asilos dentro del derecho que han consagrado nuestras leyes seculares y dentro del respeto que el Código Civil fundamental, en resguardo de aquellas antiguas leyes, mandó de nuevo que se rindiese al derecho de propiedad, nunca más noble que cuando sirve para amparar la religión de los recuerdos.

Y mientras ésta era la noble y resignada conducta de los católicos, iniciada antes del decreto eclesiástico y mantenida después de él, el poder civil, que reconoció en el Senado que el decreto de 1871 sería mantenido en vigor, que dijo que la agregación de artículos de ley para reconocer la libertad eran disposiciones de embeleco para un Gobierno que nunca violaría aquella libertad, y que sostuvo, por fin, que después de promulgada la ley, reinaría como antes la paz en la ciudad de los vivos y en la de los muertos, al ver tan sólo que la piedad religiosa acudía en auxilio de los deudos para abrazarles de nuevo con sus plegarias, inmediatamente impidió toda traslación con esa porfiada tiranía que quiere atraer a los vivos con el lazo de la muerte; ya que vio no ser bastante la tentación de la piedra o del mármol labrados con el sacrificio de las familias a quienes se ofrecía la conservación de sus derechos como estímulo de una fácil apostasía.

La separación y el despojo quedaban consumados. Y apenas se ha publicado el decreto de la autoridad eclesiástica cuyos caracteres hemos descrito, el mismo poder civil, obrando en un sentido contrario al otro poder, con antecedentes que son falsos ante la historia, ante la ley y ante el alma honrada, se ha apresurado a derogar: ese mismo decreto que aseguró seria conservado y a dar efecto retroactivo a la derogación, prohibiendo en los cementerios que se puedan haber creado a su amparo que adquieran sepultura eclesiástica los que en lo sucesivo ocurran a pedir el sufragio de la piedad católica; como para lanzar a las generaciones actuales y futuras en la senda de la indiferencia y del desprecio por la religión que vive, a la vez con la vida íntima del alma y con la práctica exterior que une y fortalece.

Aún más, amenazados estamos de que se prohíban las exequias en las iglesias, para completar esa ancha red que principia con el lazo de los muertos, continúa con la derogación del decreto que reconocía la libertad de fundar cementerios, se ensancha con el efecto ilegal de retroactividad que se pretende dar a esa derogación violatoria de la palabra empeñada, y terminará tal vez con la prohibición de hacer preces públicas en los templos por los que las busquen y las crean útiles para el cultivo del sentimiento religioso y moral.

Es de notar, además, que estas medidas van especialmente encaminadas contra los grandes centros de población, como Santiago y Valparaíso, que, por el hecho mismo de ser grandes ciudades, han formado de preferencia extensos y costosos cementerios centrales, sin haberse cuidado por ello de crear en vasta escala los cementerios parroquiales que existen en nuestros campos y a los alrededores de las pequeñas poblaciones.

En todos éstos, que son muchos, están y quedarán por largo tiempo vacíos los lugares que la Iglesia, con una sencilla insinuación del, poder civil en su decreto de 1871, dedicó, sin reembolso alguno, a los que por su régimen de ideas no querían el cementerio bendito.

En todos ellos la Iglesia continuará dando sus bendiciones y su sagrado asilo a los que mueren en su comunión y también asilo respetado a los que así, por sus obras e ideas, lo deseen. El decreto de 1871 seguirá en vigencia en cuanto impone cargas a la Iglesia.

Entretanto, en los grandes centros de población, los católicos quedaremos privados de los cementerios de nuestra historia e imposibilitados, según lo quiere el decreto derogatorio del 11 de los corrientes, para fundar nuevos cementerios, y aun en gran parte para usar del que antes se formó.

¿Romperemos por esto la disciplina de nuestra Iglesia? ¿Contribuiremos con la bajeza del alma a allanar los caminos para que se llegue por nuestro abandono a la promiscuidad de tumbas? ¿Dejaremos sin la protesta del sacrificio, muda a las veces, pero siempre fecunda, que se aumenten sin tasa las atribuciones del Estado y se perturbe más todavía la recta noción de libertad religiosa y política?

No, no seremos, no podemos ser reos de tan villana falta contra la religión y contra la libertad.

Las leyes antiguas, en perfecta vigencia, y el Código Civil amparan el derecho y el deber de mantener cementerios parroquiales, uno de los cuales es el que hace tiempo se construyó en Santiago a inmediaciones del central, como amparan el derecho de fundar cementerios exclusivos de la comunión católica o de particulares.

Pongámonos, pues, todos a la obra, a esta obra que, como lo decíamos en circular anterior, es de sacrificio y de levantado patriotismo. Trabajando con calor en ella, si puede consumarse el despojo de los más de los cementerios que administran el Estado o las municipalidades, y si éstos han de quedar para la honrosa inhumación de quienes a tan poca costa se labran monumentos para su indiferencia, podremos siempre, los que vivimos y los que viviremos conforme a la idea fundamental de la religión y de la libertad, encontrar asilos que, aunque apartados, queden siempre bajo la cruz y lleguen a valer en los recuerdos de nuestra historia.

Rogamos, pues, a los señores miembros de esa Junta se dignen organizar una vasta asociación local que sostenga las acciones judiciales que las circunstancias hagan necesarias y fomentar la inhumación religiosa dentro de nuestra secular doctrina.

Miguel Barros Morán, Matías Ovalle, Evaristo del Campo, Miguel Cruchaga, José Clemente Fabres, Ramón Ricardo Rozas, Cosme Campillo, Eduardo Edwards, Antonio Subercaseaux, Carlos Walker Martínez, José Antonio Lira, Carlos Irarrázaval, Enrique de la Cuadra, Macario Ossa, Ladislao Larraín, José Tocornal, Enrique De-Putrón, Bonifacio Correa.

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