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La Aurora de Chile
Número 4. Jueves 5 de Marzo de 1812. Tomo I.
Policía. Artículo referido a la salubridad pública.

La policía es del mayor interés para los pueblos, pues uno de sus grandes objetos es la salud pública. Aún considerada sólo bajo este respecto, es manifiesta su importancia pues sin ella la población es presa de las enfermedades y la arrebata la muerte. Sin ella, se convierten en un vasto hospital las ciudades populosas. Parece, decía un filósofo, que las grandes ciudades son contrarias al orden de la naturaleza, pues se nota que hace esfuerzos para destruirlas, y solo pueden conservarse por los cuidados y la vigilancia de la policía. Sin ella, el aire se corrompe, se pudren las aguas y exhalan vapores matadores. Los cadáveres introducen por medio del aire en nuestras venas principios de muerte. De aquí es que en las grandes poblaciones nacen las epidemias.

Parece que entre las principales causas de las enfermedades que padecen las poblaciones deben numerarse las siguientes: desaseo y miseria de la plebe, inmundicia de las calles, detención de las aguas, corrupción de los cadáveres dentro de la misma población, reunión de muchas personas en lugares de poca ventilación, principalmente si hay fuego y luces.

La experiencia está de acuerdo con el raciocinio para probar esta verdad, y se creería que los maravillosos secretos que ha arrancado a la naturaleza en estos últimos tiempos la química en la descomposición y propiedades de las substancias aeriformes, no han tenido otro objeto que hacernos más cautos, condenar nuestro descuido y muchos de nuestros usos, que sólo permanecen o por ser antiguos, o porque aún tenemos pocas luces. Consultemos primero a la experiencia. Consta que la miseria y desaseo de la plebe ha vuelto en algunas partes casi generales las enfermedades cutáneas. Así, la lepra era un mal epidémico en Francia en tiempo de Luis VIII. Aquel monarca dejó un legado de cien sueldos a cada una de las dos mil casas de leprosos que habían en el reino. Supongamos que en cada hospital no hubiesen más que veinte enfermos, resultarán cuarenta mil leprosos en un Estado que no tenía entonces el tercio de la extensión que tuvo después. Esta terrible enfermedad fue desapareciendo en Francia con los progresos de la industria y de la policía. Consta que la corrupción de cada una de las substancias inmundas que afean las calles, comunica al aire tal infección que causa enfermedades, y ha traído la muerte a muchos individuos. Los libros de los médicos están llenos de este género de observaciones. Ellos han observado que las fiebres pútridas y el escorbuto le deben principalmente su origen; que no era otra la causa que había hecho a veces epidémica la disentería. A lo menos no puede asignarse otro principio al dolor de cabeza y a la nausea que se experimenta cuando se respira el aire de los hospitales en que se descuida el aseo.

La detención y corrupción de las aguas se ha mirado en todos tiempos como una causa principal de fiebres. Se sabe que éstas reinan en lugares húmedos y pantanosos, que muchos no han podido recobrar la salud hasta salir de ellos. Esta observación nos viene desde la antigüedad: Empédocles se hizo famoso por haber librado de las fiebres a una población con sólo secar los pantanos que la rodeaban.

La terrible peste no afligió al Egipto mientras se conservaban limpios los cauces que debían dar curso a las aguas que dejaba estancadas el Nilo en sus inundaciones. Pero luego que se introdujo allí el dominio y el desaseo Mahometano, la peste se ha hecho periódica, repitiendo anualmente. Los sabios que acompañaron en aquellas regiones al actual Emperador de los franceses, observaron que luego que las tierras húmedas y charcosas por la inundación del Nilo comienzan a pudrirse, principia la peste durando hasta que, o desecadas por el calor del sol cesan de corromper la atmósfera, o creciendo de nuevo el río cubre de aguas frescas los pantanos y matorrales podridos [14]. Médicos muy apreciables de los Estados Unidos juzgan que la fiebre amarilla debe su principio y violencia al influjo de los miasmas pantanosos. Las situaciones favorables a la acumulación del lodo y estancación de aguas podridas fueron, según Seaman, el focus de la epidemia que padeció Nueva York el año de 95. Por eso, informados los comisionados de la salud del origen de la fiebre padecida en Massachusetts, Virginia y Nueva York, han impedido con la mayor actividad las estancaciones del lodo y de las aguas.

La naturaleza se horroriza al contemplar la corrupción de los cadáveres dentro del recinto de las poblaciones. ¡Lastima! En un siglo tan luminoso dura entre nosotros esta práctica de los tiempos bárbaros. El clamor de tantos sabios, que se han elevado contra ella, no nos ha movido.  El ejemplo de toda la Europa, el de Lima, la pragmática de Carlos III, no nos han hecho impresión. Los escritos que se publicaron en el Mercurio Peruano, tan eruditos como elocuentes, nada han logrado entre nosotros. Aún se nos puede aplicar lo que sobre este mismo asunto dijo de los limeños el docto Unanue: "¡Cosa extraña, que los habitantes de un clima tan benigno hayan tenido un modo de pensar tan áspero!". Lo raro de aquella preciosa obra no nos ha permitido aducir aquí alguna parte de su doctrina y bellezas para hermosear asunto tan triste. Esta práctica, según yo creo, ha de ser en los siglos futuros uno de los misterios de la historia. La hallarán muy repugnante a la naturaleza y a la conservación de nuestra vida, y no les parecerá que conviene mucho con nuestra piedad [15].

No creerán que hubiésemos estado tranquilos sobre pavimentos que ocultaban cadáveres en actual corrupción, respirando un aire cargado de partículas hediondas y podridas; ni que hubiésemos mezclado con ellas el humo de nuestros inciensos; no creerán que hubiésemos olvidado tanto la práctica de la bella edad de la Iglesia. Muchos ejemplos, y muy tristes, han manifestado desde la antigüedad la influencia maligna de los efluvios cadavéricos. Aníbal, para sitiar a Agrigento, meditó edificar una muralla que dominase la ciudad. Para proporcionarse los materiales echó mano de los antiguos sepulcros que rodeaban la ciudad. En el momento [en] que los cadáveres y sus despojos se presentaron sobre la superficie de la tierra, acometió una pestilencia terrible que mató inmenso número de cartagineses.

Una población del Perú se vio precisada a no concurrir a la Iglesia en los días festivos, porque se cercioraron los habitantes que recibían en ella el veneno de la fiebre. Limpia la iglesia de cadáveres, cesó aquel mal y se restableció la concurrencia.

En Quito, fue atacado de una fiebre pestilente un hombre en el momento que respiró el aire de la iglesia de San Agustín al abrirse por la mañana.

Todos los autores médicos que han escrito sobre la higiene, o sobre el modo de preservarse de las enfermedades, han clamado contra el peligro que resulta de reunirse muchas personas en lugares de poca ventilación, principalmente si hay desaseo, fuego o luces. En estos casos, el aire respirable se consume, de modo que si la falta de nuevo aire es completa, se sigue necesariamente la muerte. Pero aunque el mal no llegue a tal extremo, es cierto que siempre padecen los pulmones por la inspiración del ácido carbónico y porque, además, se inspira un aire caliente y cargado de las partículas de la transpiración de todos los concurrentes. ¡En cuantos pulmones, y tal vez enfermos, ha entrado el aire que se respira en una concurrencia numerosa y encerrada en un estrecho recinto!

Los males que resultan del desaseo, inconsideración y abandono público, no siempre se hacen sentir de un modo pronto y notable; pero minan sordamente la salud. Merece insertarse aquí el siguiente rasgo de una disertación publicada en Lima por el Señor Pezet: "Aún cuando parece que gozan de salud los que habitan lugares inmundos, están sin el debido movimiento sus pulmones, y enervados los órganos de la digestión. Así la vida corporal es débil, y por la unión con el  alma, esta se halla también entorpecida. Parece condenada a morar en un retrete melancólico que sólo ofrece ideas lentas y moribundas; y los cuerpos destinados solo a vegetar sobre la tierra, pasando sus días oprimidos del cansancio, y sepultados en el sueño. Mas donde el aire es puro, las habitaciones limpias y alegre el suelo, todo respira aliento, fuerza y salud. El cuerpo se ve estimulado al trabajo, y el alma al pensamiento. Expedito el pulmón en sus funciones, y el estomago en las suyas, el ánimo del hombre está contento, y siempre viendo adonde extender la esfera de su actividad".

La masa de aire que respiramos se considera de dos modos: ya como un océano vasto e invisible en que nadan moléculas de todos los cuerpos terrestres, y con más abundancia de los fluidos convertidos en vapor; [o] ya como un agregado de gases, o substancias aeriformes, cuya existencia y cualidades han enriquecido nuestros conocimientos en estos últimos siglos. Bajo estos dos respectos el aire adquiere a las veces una propiedad matadora. Este es un asunto muy vasto, y digno por su importancia, de una disertación especial. Bastará por ahora indicar brevemente algunos principios.

Entre las substancias cuyas moléculas comunican al aire una propiedad deletérea, se distinguen por sus estragos las que resultan de la corrupción y descomposición de las substancias animales. La experiencia ha mostrado que se pegan a los cuerpos, con especialidad a los lienzos y lanas; son conducidas a regiones distantes y conservan por largo tiempo su actividad y virulencia. Introducidas en los cuerpos vivos, disponen sus humores a la podredumbre. Es sabido de todos aquel triste caso sucedido en París, cuando encargado un hombre de romper el techo de un calabozo hediondo, para darle alguna ventilación, apenas recibió el aire interior cuando fue atacado de una fiebre pestilente que se comunicó a su infeliz familia, y pereció toda con él en muy pocos días.

El aire atmosférico, prescindiendo de los diversos vapores que contiene, jamás es un cuerpo simple; está formado, a más del calórico, de la combinación de dos fluidos aeriformes, o gases, diametralmente opuestos en sus cualidades. La proporción que guardan entre sí los principios constitutivos del aire, para ser saludable, es de 73 a 27, pues está demostrado que cien libras de buen aire atmosférico contienen con poca diferencia 73 partes de gas azooe venenoso y mortífero, y 27 de oxígeno, o aire vital. Los químicos modernos, descomponiendo el aire atmosférico, han encontrado el modo de separar y reservar en botellas cada uno de estos dos gases. También han hallado el modo de obtener y encerrar puros los gases que se elevan de las aguas estancadas, de las tierras charcosas y de la corrupción de las substancias animales. El señor Pineda fue el primero que dio en Lima el admirable espectáculo de la inflamación del gas hidrógeno, y de la propiedad sofocante del gas ácido carbónico, de que apenas teníamos una idea vaga, por la sensible falta de un laboratorio químico. ¡Cuantas cosas nos faltan!  Cuando tengamos aparatos químicos, mediremos con exactitud por medio del Eudiómetro los grados de salubridad del aire con respecto al vital que contiene; notaremos con horror la cantidad de aire maligno que se halla en muchos lugares por el desaseo y la incultura; entonces descompondremos el agua, la reduciremos a dos gases, substancias aeriformes, o sean aires, de que se compone; el uno el eminentemente respirable, que acelera prodigiosamente la combustión de los cuerpos, el otro el hidrógeno, aire inflamable con el cual se componen ya en Europa y Norte América fuegos de artificio maravillosos. ¡Cuanto nos falta que ver y que admirar! Entonces observaremos la gran cantidad de azooe, de gas hidrógeno sulfurado y fosforado, todos igualmente matadores, que se desprende de las substancias animales que están en actual corrupción; veremos como se consume el aire vital en el aire atmosférico por medio del fuego y las luces; y se le substituye el gas ácido carbónico, que mata a los animales que lo respiran libre.

Cuando en el aire que respiramos, falta la indicada proporción de 73 a 27 entre sus principios componentes, es atacada nuestra salud. Si sobrepuja insignemente (dice uno de nuestros médicos) en el aire el gas azooe venenoso, resultan males horribles, acompañados de funestos síntomas que encaminándose a la putrefacción cadaverosa, corrompen nuestros humores, debilitan nuestros sólidos y depravan el jugo espirituoso que anima y vigoriza las funciones vitales.

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[14] The Naval Surgeon.
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[15]

[Cuando se publicó la pragmática de Carlos III sobre la inhumación de los cadáveres en cementerios situados fuera de las poblaciones, salió a luz la siguiente octava, reimpresa tantas veces, como consagrada a la inmortalidad por el gusto y la razón. Octava: "Viva la Providencia saludable, / que a Dios da culto, y a los hombres vida./ Huya la corrupción abominable/ De su sagrada casa esclarecida./ Respírese en el templo el agradable, / Aromático olor, que a orar convida: / Triunfen ya los inciensos primitivos/ Y no maten los muertos a los vivos.
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