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El Semanario Republicano
Número 2. Sábado 14 de Agosto de 1813
Sobre la justicia de la revolución Americana. Materia indicada en el título. Continúa en el Nº 3, 21 de Agosto de 1813.

Era tan natural y tan justa la revolución de América después de las últimas tiranías de la España, que los mismos españoles no han podido dejar de confesar nuestra justicia, al mismo tiempo que pretendían acriminar nuestra conducta. No hablo yo de aquellos españoles, que se criaron entre la miserable chusma de los pueblos de la Península, a quienes les negó la naturaleza la luz de la razón con más rigor que a ningún otro populacho; yo hablo de aquellos hombres más  literatos, y de consiguiente más  despreocupados. Entre estos, D. J. M. Blanco y D. Álvaro Flórez Estrada son los que con mayor empeño y más  ilustración han procurado en sus escritos defender los derechos de su patria sobre las Américas. Ellos eran demasiado sabios para alegar en su favor el derecho de conquista; que es lo mismo que la fuerza; porque en tal caso se hubieran hecho el escarnio de toda la Europa, que tiene los ojos fijos sobre nuestra contienda. Por esto tomaron el único medio que podían para hacer su defensa con más  visos de racionalidad, o menos escandalosa; este medio era recurrir al sofisma, que aunque no sea bastante para hacer buena una mala causa, al menos suele proporcionar los medios de salir del Paso.

El primero de estos escritores, hombre elocuente, astuto y acérrimo defensor de su patria, confesó siempre que los gobiernos de España se habían empeñado en irritar a los americanos, y apurarles la paciencia; lo mismo dijo por la junta Central, que por las Cortes y la Regencia. Esta confesión, aunque en boca de un español sabio, sea un gran documento en favor de la causa americana, no por eso nos era indispensable para asegurarnos de nuestra justicia; pues si un solo hombre justo hubiese sobre la tierra, y ese fuese nuestro mayor enemigo, ese mismo dejaría de ser tal si no dijese que los americanos habían pecado de sufridos. Por este principio el señor Blanco no se atrevió a negar lo que ven hasta los ciegos y sienten los mismos insensibles; pero quiso atarnos para siempre al carro español, que es peor que el carro de la muerte, persuadiéndonos que no podíamos romper nuestras cadenas, y que por tanto sólo debíamos esperar el consuelo por la piedad de nuestros inhumanos enemigos. Ciertamente nos daba un gran consejo, para que viviésemos eternamente sumergidos en la esclavitud. ¿Y por qué no aconsejaba lo mismo a los españoles sus paisanos? ¿Por qué no les decía: es cierto que los franceses os destruyen, pero como ellos son más  fuertes que vosotros, sólo debéis tratar de conciliación? ¿Será creíble que el señor Blanco sea más  amigo de ahorrar la sangre americana que la española? No sé lo que respondería a esta pregunta, pero creo que nada le queda que decir para probar su parcialidad por la España, después de haber confesado en su numero 28 del Español, que ha hecho por su patria más  que lo que el amor a la verdad le permitía. Sobre todo, este enemigo de nuestra causa no pudo sostener por mucho tiempo una defensa, que interiormente le argüía de injusto y de inconsecuente. Cedió como sabio a la fuerza de unos argumentos, hechos por un americano con tanta claridad y solidez, que viéndose en el compromiso de pasar por un loco, si persistía en su manía, o de confesar su delito a la faz del mundo, eligió el partido de acreditarse buen español a costa de la verdad y de la buena fe debida a los pobres americanos, que dice son los únicos que se muestran inclinados a oírle. ¡Pobres americanos! Hasta de vuestros amigos debéis desconfiar si son europeos. No olvidéis jamás  esta lección que os dan esos mismos hombres que sólo trabajan por vosotros, que sólo escriben para que vosotros leáis. Es menester que ellos se comprometan tanto como vosotros, para que podáis creer sin algún siniestro fin sus palabras y sus acciones. Demasiadas pruebas tenéis de que el mayor número de los españoles por ser fieles a su patria, no temen ser criminales para todo el género humano; o mejor diré, ningún derecho respetan para dominar a sus semejantes.

D. Álvaro Flórez Estrada, Procurador general de Asturias, que es el otro escritor contra nuestra revolución, a pesar de haber apurado todo el artificio de una retórica sagaz, no pudo menos de caer en una contradicción continuada desde el principio hasta el fin de su libro intitulado examen imparcial de disensiones de América con la España. Esta causa era de tal naturaleza, que sólo podía hacerse favorable para los españoles, sepultándola en un perpetuo silencio; pero querer que la oratoria trastornase los hechos constantes a todo el Universo, y anulase las razones más  sólidas y más  obvias para toda clase de gentes, fue confiar mucho del propio talento, o creer que el resto de los hombres perdiese el juicio con la lectura de un libro. He aquí el contenido del examen imparcial.

Este autor confiesa, que tenemos los americanos algunos motivos de queja; pero quiere sostener que estamos bien representados en las Cortes con el número de diputados que se nos ha señalado, y lo pretende fundar en que, no teniendo la América sino 3 millones de hombres dignos de ser representados, tampoco debía tener más  representantes de los que correspondían a este número en razón de uno por cada 50.000. Dice, que los indios y los negros se hallan en un estado de incivilización, incapaces por ahora de poder hacer buen uso del derecho que se les concediese de ciudadanos. En esta aserción hay dos cosas muy dignas de un examen imparcial: la primera es el cálculo de los tres millones solos, que segura como si los hubiese contado; la otra es la incapacidad de los doce millones de hombres, que nos desecha con la misma facilidad que si fuesen sacos de arena. Sepa, pues, el señor Flórez Estrada que para convencernos en el cálculo de los tres millones, era necesario que nos dijese de donde había sacado aquellos datos necesarios para formar su padrón general; y sepa también que en Asturias, su cara patria, hay muchísimos hombres, que si fuesen capaces de discernir los talentos, cambiarían de buena gana los suyos por los de nuestros indios, sin escoger mucho, y sin riesgo de equivocarse. Si sólo a la ilustración se debieran dar representantes, España sería desde luego el pueblo menos representado del mundo, según la opinión de todos los sabios de Europa; pero sino se atiende a otra cosa que al conocimiento que tienen los hombres de sus derechos, es preciso convenir, en vista de la revolución de América, en que los indios saben muy bien lo que les aprovecha y lo que les perjudica.

Otro de los mejores argumentos que se deducen de la obra del señor Flórez es el siguiente: La América como cualquier otro pueblo del mundo no debe dudar que tiene la facultad de hacer en sus negocios políticos las variaciones que le convengan: ella no debe esperar, por lo visto hasta hoy, ventaja alguna de su unión con la España: ella debe declararse independiente si en esto estriba su felicidad; pero como esta opinión no es de todos los americanos, sino de algunos pocos, que piensan hacer su fortuna en medio de las revoluciones; y como seria una ingratitud abandonar a la Madre Patria en sus mayores apuros, es injusta su pretensión en estas circunstancias: los americanos debían esperar a que la España saliese de sus angustias para emprender la obra de su independencia. Si este escritor hubiese creído que los americanos éramos más bárbaros que los mismos hotentotes, era preciso confesar que nos hablaba en el lenguaje más  a propósito a su intento.

Se le puede dispensar al señor Procurador de Asturias la siniestra apología que hace de los principios de nuestra revolución: el carácter de español le disculpa de esta imputación ridícula y miserable, principalmente, cuando los hechos acreditan lo contrario. Todo se le puede pasar por celo de su nación; pero la sandez que nos quiere hacer cometer, esperando a que la España se haga más  poderosa para salirle entonces con la bobería de la independencia, sólo estaba buena para los muchachos de Asturias, que son un poco sencillos, o a lo menos, no tan maliciosos como los americanos. El parentesco político tan sagrado que cacarea de la Madre Patria con las hijas Américas, es una cosa que podía haber omitido si quería escribir como un filósofo. Por este parentesco debían los españoles ser esclavos de todas aquellas naciones que dominaron desde el principio del mundo hasta el tiempo de los moros en la Península; y sería cosa muy de verse, un concurso de pretendientes tan inmenso, como el que formasen los que viniesen a alegar la maternidad de mejor derecho. La ingratitud que nos achaca, es también cosa muy original, como si hubiésemos recibido de la España algunos beneficios, por los cuales estuviéramos obligados a sacrificarnos por su felicidad.

El autor del examen imparcial sabe que el único vínculo que une entre sí a los pueblos y a las naciones es la conveniencia, que, como él ha dicho, es una ley de la naturaleza superior a cuantas pueden existir. Esta ley nos mandan abandonar la compañía de un tirano, empeñado en recrecer cada vez más nuestra servidumbre pesada y afrentosa: esta ley nos manda aprovechar los momentos favorables, en que podemos a menos costa, romper nuestras prisiones; esta ley nos enseña a no darle al tirano las armas con que nos oprima; esta ley finalmente, nos dice que el único parentesco que hay entre los españoles europeos y los españoles americanos es el mismo que se reconoce entre el lobo y el cordero, entre el gavilán y la paloma, entre la ballena y la sardina, entre el tirano y el miserable oprimido. Si acaso este nuevo filósofo ha encontrado algún principio en el estudio de la naturaleza, por el cual se le prohíba a aquél atacar a su opresor cuando encuentre una buena proporción para hacerlo, publique un descubrimiento tan útil para los tiranos, y vaya a Francia a recibir un premio que le dará Bonaparte con tanta más  razón, cuanto es muy considerable el ahorro de tropas que le puede proporcionar con su hallazgo. Pero no lo dijo por tanto; su discurso se terminaba a la América; y supuesto que aquí no se ha querido adherir a sus ideas, llevará su querella a los aliados de la gran causa de la Península, para que estos caballeros tomen por su cuenta el desagravio de la Madre Patria. ¡Qué exámenes tan imparciales se hacen en España! Todo lo entienden allí al revés como lo entendemos en América; a una defensa injusta y apasionada llaman examen imparcial, así como llaman gobiernos liberales a aquellos en que se apuraron los rigores del despotismo.

Ya hemos visto que los que nos han querido persuadir que no nos conviene la independencia, no han podido desempeñar su obra, porque les ha faltado la razón, y porque no han podido disimular sus proyectos. Con esta demostración teníamos bastante para despreciar enteramente los esfuerzos de nuestros contrarios; pero como este periódico debe presentar a los ojos de todos los americanos la grandeza de su causa por todos sus aspectos, rebatirá en el número siguiente con documentos incontrastables la proposición del señor Flórez Estrada, en que asegura que nuestra revolución sólo es obra de unos pocos intrigantes, y que no tiene por objeto la felicidad de la Patria.