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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Lord Thomas A. Cochrane: Memorias.
Capítulo X. Mi llegada a Valparaíso; Agradecimiento del gobierno; Motivos de satisfacción; Tráfico ilegal; Sácase ventaja de él; Denuncio de oficiales...

Mi llegada a Valparaíso; Agradecimiento del gobierno; Motivos de satisfacción; Tráfico ilegal; Sácase ventaja de él; Denuncio de oficiales desertores; Investigación de cuentas; Acusaciones de San Martín contra mí; Mi refutación; No permite el gobierno publicarla; Crueldad para con prisioneros españoles; Retírome a Quintero; Ventajas políticas de nuestros triunfos; Estado mísero de la escuadra; Infames tentativas para promover descontento en ella; Objeto de esta conducta; Medios adoptados para frustrarlos; Desapruébalo el Ministro; Simpatía de los oficiales; Se trata de deshacerse del general Freire; Resultado eventual de esto; Carta de los capitanes.


A mi llegada a Valparaíso encontré que los agentes de San Martín, Paroissien y García del Río, habían presentado sus acusaciones contra mí al Gobierno de Santiago, aunque sin efecto, pues había tenido yo la cautela de poner a aquél al corriente de todo lo que se traslucía, practicando con el más escrupuloso cuidado la rendición de cuentas del dinero y provisiones cogidos a los españoles, especialmente del cau­dal público apresado al Gobierno peruano en Ancón.

Anuncié al Gobierno la vuelta de la Escuadra en la carta siguiente:

Los vehementes deseos de su excelencia el supremo di­rector ya están realizados, y los sacrificios del pueblo chileno se hallan recompensados. El poder naval español en el Pací­fico ha sucumbido, habiéndose sometido los siguientes buques a los incesantes esfuerzos de la Escuadra de este Estado libre: Prueba, de 50 cañones; Esmeralda, 44; Venganza, 44; Resolución, 34; Sebastiana, 34; Pezuela, 18; Potrillo, 16; Pros­perina, 14; además, el Aranzasú, diez y siete lanchas cañone­ras, los buques armados Águila y Vigonia, las embarcaciones que cerraban la entrada del Callao y muchos buques mer­cantes.
Después de haber luchado contra dificultades como nunca se vieron a bordo de ningún buque de guerra, tengo la mayor satisfacción en anunciar el regreso de la Escuadra chilena a Valparaíso, su cuna, la cual, por efecto de sus con­tinuados servicios en favor de la causa de la libertad e inde­pendencia de Chile, Perú, Colombia y Méjico, es un objeto de admiración y gratitud para los habitantes del Nuevo Mundo.

Cochrane.

Nuestro regreso fue saludado por los habitantes de Val­paraíso con grandes demostraciones de placer, hallándose casi todas las casas decoradas con la bandera patriota, mientras que otras manifestaciones de júbilo nacional patentizaban la importancia que daba el pueblo chileno a nuestros servicios.

El 4 de Junio se me dieron las gracias por medio de la carta que sigue:

MINISTERIO DE MARINA
Santiago de Chile, Junio 4 de 1822.

Excmo. señor:

Ha causado el mayor placer al Excmo. señor Director Supremo la llegada de V. E. a ese puerto con la Escuadra de su mando, y en los sentimientos de gratitud que le imponen las glorias adquiridas por V. E. durante una campaña tan dilatada, hallará el timbre de las relevantes consideraciones que sus heroicos servicios tan dignamente merecen.
Entre aquéllas ocupan un lugar distinguido los señores jefes y oficiales que permanecieron fieles a sus deberes en los buques de guerra de este Estado, y cuya relación se sirve V. E. incluirme. Ellos obtendrán, ciertamente, las recompensas a que su loable constancia los ha hecho acreedores.
Sírvase V. E. admitir las seguridades de mi más alto aprecio.

Joaquín de Echeverría.

Excmo. señor Vicealmirante y Comandante en Jefe de la Escuadra, muy honorable lord Cochrane.

Por la precedente carta se observará que mi antiguo ad­versario Zenteno, ya no estaba al frente del ramo de Marina; pero le habían nombrado gobernador de Valparaíso, en don­de desempeñaba las funciones de almirante de puerto, posi­ción en la que, con toda su antigua enemistad, consiguió cau­sarme grandes disgustos, a pesar de lo muy satisfecho que el Gobierno estaba de mis servicios.

Además del susodicho reconocimiento de nuestros servicios se expidió un decreto mandando acuñar una medalla en conmemoración de ellos.

MINISTERIO DE MARINA
Santiago de Chile, Junio 19 de 1822

Excmo. señor:

Deseando S. E. el supremo director hacer una pública demostración de los altos servicios que ha rendido la Escuadra a la Nación, ha resuelto se acuñe una medalla para los ofi­ciales y tripulaciones de dicha Escuadra, con una inscripción conmemorativa del reconocimiento nacional hacia los dignos sostenedores de su poder marítimo.
Lo que tengo el honor de comunicar a V. E. de orden superior, y de ofrecerle mi mayor consideración.

Joaquín de Echeverría.

A S. E. el muy honorable lord Cochrane, vicealmirante y comandante en jefe, etc.

Es de observar aquí que mientras San Martín, al ocupar a Lima, mandó sellar una medalla atribuyendo el buen suce­so de la expedición enteramente al Ejército, que había hecho poco o nada para ello, no mencionando siquiera los servicios de la Escuadra, el Gobierno chileno atribuyó, como era debi­do, el mérito a ésta, omitiendo hacer mención del Ejército que permaneció bajo la bandera del Protector. Nada es más concluyente para ver cómo opinaba el Gobierno chileno so­bre esta materia.

Chile tenía seguramente motivos de estar agradecido, tanto por el modo como se condujo la Escuadra cuanto por los triunfos que obtuvo. Había estado yo a su cabeza como cosa de dos años y medio, durante cuyo tiempo ya cogimos, ya destruimos, o bien obligamos a rendirse a todos los buques de guerra españoles que había en el Pacífico; toda la costa occidental, que antes estaba infestada de piratas, quedó libre de ellos; sin ayuda alguna obligamos a las más importantes fortalezas del enemigo a entregarse, ya por medio de asaltos o por bloqueos; se protegió el comercio de Chile y el de las po­tencias neutrales, y se estableció la causa de la independencia sobre bases tan firmes, que nada, sino locura o corrupción, podrían ya hacerla vacilar.

Para tan importantísimos resultados Chile no tuvo que hacer otros gastos que los que había desembolsado para el in­eficaz equipo de los buques. A excepción de tres o cuatro cargamentos de provisiones enviados al Callao, durante todo aquel tiempo tuve que proveer con mis propios esfuerzos al mantenimiento y sostén de la Escuadra, a sus reparaciones, equipos, abastos, provisiones y paga, hasta donde pudo satis­facerse a la gente; sin que para estos objetos un solo peso haya salido del Erario del Gobierno chileno, que confiaba, aunque en vano, en el Perú. El ser desagradecidos respecto a la ex­presión pública de gratitud --pues no tuvimos otra recompen­sa-- habría sido un crimen nacional.

Como aún no he mencionado uno de los medios a que recurría para proveer a las necesidades de la Escuadra, es preciso que lo refiera aquí.

Bajo la administración española no se permitía a ningún buque extranjero traficar con los puertos del Pacífico. Pero, a fin de sacar rentas y obtener asistencias, acostumbraban los virreyes a vender licencias para que los negociantes ingleses pudiesen emplear buques de su nación en el comercio con las colonias españolas. Estos tenían que cargar en un puerto de España, en donde se les surtía de papeles españoles lega­lizados.

Bajo el nuevo estado de cosas de Chile, a fin de que los buques de guerra chilenos no capturasen tales buques por tener propiedad española a bordo, se recurrió a igual clase de papeles fingidos, representando los cargamentos como pro­piedad inglesa, procedente del puerto de Gibraltar; por consiguiente, usaban de una clase de papeles en tierra, y de otra en el mar, o según lo requiriera la ocasión. Varios buques británicos fueron detenidos por la Escuadra chilena, cuyos papeles españoles se encontraron en las aduanas peruanas cuando nos apoderamos de ellas; por consiguiente, estaban sujetos a ser considerados como propiedad española.

Sin embargo, a fin de poder desembarcar sus cargamentos con seguridad, los capitanes y sobrecargos de los buques ingleses habían voluntariamente ofrecido algunas condiciones para dar a su comercio un carácter de legalidad; a saber: pagar cierto impuesto como equivalente de derechos de adua­na. Acepté estas proposiciones, puesto que me suministraban los medios de acudir a las necesidades y otros gastos de la Escuadra, cuyas privaciones podía con gran trabajo aliviar, por motivo de que el Gobierno protectorio nos rehusaba toda ayuda, aunque él debía su existencia a nuestros esfuerzos.

De los derechos así percibidos, la mayor parte de contra­bandos de guerra, rendía yo debida cuenta al Gobierno chi­leno, en tanto que los negociantes ingleses consideraban seme­jante convenio como un beneficio, y las autoridades navales británicas lo aprobaban altamente, con particularidad, sir Thomas Hardy.

Con todo, el general San Martín y otros interesados en seguir una línea de gobierno opuesta a los verdaderos intere­ses de Chile me imputaron después estos procedimientos como actos de piratería.

Que el Gobierno chileno estaba, sin embargo, muy satisfecho de todas las medidas tomadas para proveer a la Escua­dra, así como del embargo y empleo que hice del dinero pú­blico apresado en Ancón, se deja evidentemente ver por la declaración siguiente:

Su Excelencia aprueba todo lo obrado a este respecto, y me ordena que así lo prevenga a V. E., como tengo el honor de hacerlo, en contestación.
Acepte V, E. las seguridades de mi más alta conside­ración.

Joaquín de Echeverría.

Excmo. señor Vicealmirante y Comandante en Jefe de la Escuadra, muy honorable Lord Cochrane.

Con la misma fecha recibí la siguiente, relativa a los ofi­ciales que habían desertado de la Escuadra con el objeto de entrar al servicio del Protector:

MINISTERIO DE MARINA
Santiago de Chile, Noviembre 13 de 1821.

Excmo. señor:

Con el mayor desagrado ha visto el excelentísimo señor director supremo la lista de los oficiales dependientes de esta República que han desertado de los buques de guerra de su Escuadra, y que acompaña V. E. a su recomendable nota de 7 de Octubre último. A todos ellos se les tendrá muy presen­tes para ser juzgados conforme a las leyes marítimas en el caso de que por cualquier accidente pisasen este territorio; y está bien que haya mudado V. E. el plan de señales, en razón de haber sustraído el capitán Esmond las que anteriormente existían.

 

MINISTERIO DE MARINA
Santiago de Chile, Noviembre 13 de 1821.

Excmo. señor:

He dado cuenta al excelentísimo señor director supremo de la nota que ha tenido V. E. a bien dirigirme con fecha 7 de Octubre último acompañando una razón de los caudales invertidos en pagos de sueldos de oficiales y tripulaciones de esa Escuadra y otros objetos del mismo servicio, como igual­mente del dinero y plata devueltos a sus respectivos dueños.
Reciba V. E. las protestas de mi consideración muy dis­tinguida.
Dios guarde a V. E. muchos años.

Joaquín de Echeverría.

Excmo. señor Vicealmirante y Comandante en Jefe de la Escuadra, muy honorable lord Cochrane.

Inmediatamente después de mi llegada, el supremo direc­tor me escribió que deseaba conversar conmigo privadamente acerca del contenido de mi carta, fecha 2 de Mayo, en la que señalaba el peligro que estaba amenazando al Perú con mo­tivo de la tiranía ejercida por el Gobierno protectorio:

Santiago, Junio 4 de 1822.

Mi distinguido amigo Lord Cochrane:

No quiero demorar ni un solo momento el demostrarle el placer que he tenido de su feliz arribo a ese puerto, que me indica su apreciable de 2 del corriente, y como en ella me avisa su pronta venida a esta capital, a fin de comunicar asuntos que demandan más bien una conferencia verbal, aguardo ansioso el día, como también para significarle toda mi consideración con que soy su verdadero amigo, etc.

Bernardo O’Higgins.

No habiendo recibido otro reconocimiento oficial acerca de las cuentas de la Escuadra que la ya citada expresión ge­neral de entera satisfacción por parte del Gobierno, recurrí al ministro de Marina para que se hiciera una investigación más minuciosa de estas cuentas, pues deseaba, en vista de los car­gos con que me acusaba San Martín, se hiciesen sin demora las más rígidas averiguaciones Y aun manifesté mi sorpresa de que esto ya no estuviese verificado, después del tiempo que había transcurrido desde que las había presentado. El 4 de Junio me replicó el ministro lo que sigue:

MINISTERIO DE MARINA
Santiago, Junio 4 de 1822.

Excmo. señor:

Las cuentas de los, fondos invertidos por V. E. en varios ramos de habilitación de los buques de guerra de su mando, y que se sirvió acompañarme a sus dos notas de 25 de Mayo último, han pasado al Tribunal Mayor de Cuentas para los fines que indica V. E. en una de sus predichas notas.
Tengo el honor de avisarlo a V. E. de suprema orden, para su inteligencia y en contestación.
Dios guarde a V. E. muchos años.

Joaquín de Echeverría.

Excmo. señor Vicealmirante, Comandante en Jefe de la Escuadra, muy honorable lord Cochrane.

Conociendo la lentitud acostumbrada de las oficinas del Estado, no creí que esto era satisfactorio, y como estuviese preparando una refutación a las acusaciones de San Martín, volví a instar al ministro examinase las cuentas sin mayor dilación, cuando el 19 de Junio me reconoció, en una carta demasiado extensa para ser insertada, los diferentes artículos, manifestando al propio tiempo su “alta consideración por la manera con que hice respetar en el Pacífico la bandera de Chile”.

Esto era satisfactorio; pero tal vez se hace necesario diga la razón por qué yo daba tanta importancia a una mera cuestión de práctica, sobre todo después que el Gobierno había declarado estar satisfecho de todos mis procedimientos. La razón es que, a pesar de los servicios que elogiaba tanto el Gobierno chileno, se abstenía de conceder, fuese a mí o a la Escuadra, la más leve recompensa pecuniaria, rehusando hasta el premio de presas debido a los oficiales y marineros, y del que se había apropiado una parte del Ministerio. Al hacer después estas reclamaciones, es decir, al año subsiguiente a mi partida de Chile, diez y seis años más tarde se me informó que mis cuentas requerían explanación, siendo la razón de un procedimiento indigno el que, como la reclamación era in­dispensable, podía de este modo evadirse.

Mi refutación a las acusaciones de San Martín estaba extendida del modo más minucioso, respondiendo a cada cargo seriatim y poniendo a descubierto una multitud de prácticas nefandas por parte de su Gobierno que antes estaban ocultas. A fin de no representar el odioso papel de acusador me disua­dieron fuertemente a no publicarla, por ser inútil, no pres­tando el Gobierno chileno la menor atención a los cargos que aquél me hacía, pero sí temiendo malquistarse con el Perú cuya debilidad no supieron debidamente apreciar.

Teniendo, sin embargo, que defender mi conducta, no creí deber acceder, y, por lo tanto, envié mi refutación al Gobierno, acusándome recibo el ministro de Marina, con la advertencia de que se había depositado en los archivos de la República.

Como por la respuesta de dicho ministro se hacía eviden­te que este documento iba a quedarse allí sin que se hiciese más caso de él, dirigí la carta siguiente al Supremo Director:

Excmo. señor:

Puesto que la farsa que intentaba jugar el Gobierno del Perú para aniquilar la Marina chilena se está poniendo ahora en práctica bajo otra forma, con nuevos ataques contra mi conducta, suplico a la autoridad suprema me permita publi­car mi correspondencia con San Martín y sus agentes sobre estos asuntos, así como una copia de sus acusaciones contra mí y la respuesta que a ellas di, a fin de que el público no sea por más tiempo engañado y se impida que la falsedad pase por verdad.
Tengo el honor, etc.

Cochrane.

A esto me respondió lo que sigue:

MINISTERIO DE MARINA
Santiago de Chile, Octubre 1º  de 1822.

Excmo. señor:

V. E., que conoce demasiado las conveniencias de la política, se penetrará fácilmente de las razones que se oponen a la publicación de la correspondencia que siguió con el ex­celentísimo señor Protector en las desagradables ocurrencias que se suscitaron en la campaña del Perú. De otro modo sería abrir un vasto campo a la censura de los enemigos del sistema, no menos que debilitar el crédito de los Gobiernos independientes, pintándolos como disidentes entre sí.
Ya hemos tocado los inconvenientes de la siniestra im­presión que causaron en el Gabinete británico las disensiones entre V. E. y el general San Martín, pues luego que fueron puestas en su noticia, resultó el entorpecimiento de las nego­ciaciones diplomáticas que tenía entabladas nuestro enviado Irisarri en aquella corte, y si no se hubiese obrado de modo a desvanecer unos rumores que a la distancia se abultan siem­pre desfavorablemente, no hay duda que su influjo habría perjudicado a los intereses de la causa de Sud América.
S. E. cree que estas reflexiones tendrán en el ánimo de V. E. todo el valor que merecen; pero, si no obstante, insiste en la publicación preindicada, podrá V. E. usar de la libertad de imprenta que existe en Chile.
Tengo el honor de reiterar a V. E. las expresiones de mi alta consideración.
El ministro de Marina,

Joaquín de Echeverría.

Excmo. señor Vicealmirante en Jefe de la Escuadra muy honorable lord Cochrane.

Las impresiones perjudiciales causadas en el Gabinete británico fueron las que principalmente me indujeron a res­ponder a los cargos del Protector; pero habiéndoseme pedido con tanto empeño no sacrificase los intereses de la América del Sur, rogándoseme además del modo más encarecido Olvi­dase el asunto, por no ser de importancia para mí en Chile, accedí a mi pesar, contentándome con enviar una copia de mi respuesta al Gobierno peruano. Para que me convenciese más y más de que el Gobierno chileno no daba asenso a las acusaciones hechas contra mí, me pasó el Senado un voto adi­cional de gracias, el que se insertó en la Gaceta.

A mi regreso a Valparaíso encontré un lamentable ejem­plo de crueldad por parte de los tiranos militares del Perú. Ya se ha dicho que era ostensiblemente permitido a los anti­guos españoles dejar a Lima con tal que cediesen la mitad de sus haberes, arreglo de que muchos se aprovecharon antes que someterse a los caprichos del Gobierno protectorio. En lugar de la seguridad que habían comprado para conservar el resto de su propiedad, se les prendió, y despojándoles de cuanto les quedaba, los condujeron al Callao, los metieron a bordo de un pontón y los enviaron, por último, en un estado de completa ruina, a aumentar el número de los prisioneros españoles en Chile. El buque Milagro había llegado a Valpa­raíso cargado de aquellos infelices, muchos de entre ellos pertenecientes poco antes a la clase de los más respetables habi­tantes de Lima, y para aumentar la dureza del trato que se les daba los acompañaron a Chile los agentes del Protector, Paroissien y García del Río, con sus acusaciones contra mí, con el objeto, sin duda, de tratar de corromper otra vez a los oficiales de la Escuadra. Hice cuanto estuvo a mis alcances para interponer mi valimiento en favor de los desgraciados prisioneros, pero en vano. Se les condujo al hospital de San Juan de Dios, en donde los mezclaron con los criminales, y se habrían muerto de hambre si no hubiese sido por los ha­bitantes ingleses de Valparaíso, quienes hicieron una suscripción en su favor, nombrando a uno de su gremio para que presenciase cada día la distribución de alimento. En seguida los trasladaron a Santiago. La crueldad practicada con estos prisioneros en el Perú es por sí sola una razón por qué sus tiranos no se atrevieron a hacer frente al general español Can­terac. Los hombres sanguinarios son infaliblemente cobardes.

A mi arribo a Santiago hallé que el supremo director iba a hacer dimisión de su alto empleo, por motivo de la oposición a que tenía que hacer frente por adherirse a un ministerio que de un modo o de otro acarreaba constante­mente descrédito a su Gobierno y por suponérsele que favo­recía las miras del general San Martín, aunque a esto no daba yo asenso, estando persuadido de que era el sentimiento ele­vado de sus principios el que le inducía a tomar sobre sí los actos culpables de sus ministros, quienes eran partidarios del Protector. Como se aumentase el descontento, el supremo director presentó por último su dimisión a la Convención, la cual, no estando preparada para este paso, insistió en resta­blecerle en la suprema autoridad ejecutiva.

No queriendo mezclarme en los conflictos de partido que perturbaban a Chile a mi regreso, y teniendo necesidad de descanso después de la ansiedad fatigosa que me había abru­mado durante dos años y medio, pedí licencia al Gobierno para retirarme a mi posesión de Quintero, proponiéndome también visitar la hacienda que me habían dado en Río Cla­ro, en reconocimiento de los servicios prestados en Valdivia, siendo mi objeto ponerla en un estado de cultivo que pudiese dar un impulso a la pobre condición de la agricultura de Chile.

En esta coyuntura el Rising Star, buque de vapor que, según se ha dicho, había quedado componiéndose en Londres, llegó a Valparaíso, demasiado tarde para tomar parte en las operaciones que a la sazón ya estaban terminadas, por haberse rendido la marina española. Había causado esta tar­danza la falta de fondos para completar su equipo, el cual tampoco hubiera estado después concluido a no ser por las cuantiosas sumas que había suministrado al agente chileno en Londres mi hermano el mayor Cochrane, quien hasta el día no ha recibido un real de los fondos que avanzó bajo la fe del enviado acreditado de Chile. Aunque el Rising Star fuese al presente de poca utilidad, por lo que toca a operaciones na­vales, era el primer vapor que había surcado el Pacífico, y hubiera podido formar, si el Gobierno no lo desechara, el núcleo de la fuerza que habría impedido una infinidad de desastres que poco después de mi partida de Chile sobrevinieron a la causa de la independencia, como luego se verá.

Los frutos políticos de nuestras ventajas en Chile y en el Perú empezaron pronto a hacerse manifiestos, habiendo los Estados Unidos reconocido a las Repúblicas de la Amé­rica del Sur, de modo que Chile había subido al rango de un miembro reconocido de la familia de las naciones.

Me llevé conmigo a Quintero, en calidad de convidado, a mi antiguo prisionero el coronel don Fausto del Hoyo, que mandaba en Valdivia cuando nos apoderamos de esa forta­leza. Antes de mi partida para el Perú había obtenido del Gobierno la promesa de que se le trataría con generosidad; pero apenas se había hecho la Escuadra a la vela le metieron preso, sin suministrarle fuego, luz, ni libros, permaneciendo en tan desdichada condición hasta mi vuelta habiéndole yo prometido que sería tratado con generosidad, persistí en que se le diese libertad, lo que obtuve, hallándose ahora libre bajo palabra de honor. Al tener con él todas las atenciones posi­bles era mi ánimo demostrar que la grandeza nacional no exige crueldad hacia los prisioneros de guerra.

Apenas me había instalado en Quintero, principié a ocu­parme con empeño de mis mejoras, habiendo a la sazón reci­bido de Inglaterra variedad de instrumentos de agricultura, como arados, gradas, azadones, etc., los cuales eran cosa nueva en Chile; y también simientes de agricultura europea, co­mo zanahorias, nabos, etc., que antes que yo los hubiese in­troducido eran desconocidos en el país.

Pero no me dejaron gozar por largo tiempo del otium a que me había propuesto entregarme. Cartas y más cartas me llegaban de la Escuadra, quejándose de que, semejante a los prisioneros españoles, ella también estaba en un estado de abandono, sin paga, vestuarios ni provisiones. Partiendo otra vez para Valparaíso, encontré que sus quejas eran de­masiado bien fundadas, en vista de lo cual escribí al ministro de Marina la siguiente carta:

Excmo. señor:

Habiendo transcurrido tres meses desde que la Escua­dra fondeó en este puerto, y otro tanto tiempo desde que comuniqué al Supremo Gobierno la triste situación de aqué­lla; hallándose las tripulaciones desnudas y destituidas de to­do, y continuando en el mismo estado en que pasaron el in­vierno, sin camas ni ropa; estando el centinela de mi cámara vestido de andrajos, sin que un solo pedazo forme parte de su primitivo uniforme, siendo imposible que semejante estado de cosas pueda continuar sin excitar peligroso descontento y tumulto, suplico a usted se sirva mandar que cualquier ves­tuario que pueda encontrarse en Valparaíso se entregue al comisario de la Escuadra, para que se distribuya inmediata­mente entre las tripulaciones desnudas.

Cochrane.

La determinación con que me había empeñado se soco­rriese a los marineros causó tan grande ofensa a aquéllos que, en el concepto popular, eran dignos de censura, que circula­ron el rumor de haber yo embarcado clandestinamente a bordo de la fragata inglesa Doris, a la sazón surta en el puer­to de Valparaíso, 9.000 onzas de oro acuñado, e igual valor en barras de oro y plata, teniendo esto, sin duda, por objeto infundir en el ánimo del pueblo la creencia de que se había destinado dinero para el uso de la Escuadra, pero que yo me lo había apropiado fraudulentamente.

Como me había vuelto a Quintero, no llegó a mis oídos este rumor sino cuando ya estaba muy difundido entre el pueblo chileno. La primera noticia que de él tuve me la comunicó el capitán Cobbett, del Valdivia, en la carta que sigue:

Querido mi lord:

Cuando le informé a mi llegada a Quintero que algo de desagradable tendría lugar, no ignoraba enteramente corría una voz que ahora se ha hecho general. Se dijo el día de su partida que su señoría había colocado una gran suma de dinero a bordo de uno de los buques de guerra ingleses surtos en el puerto --9.000 onzas de oro en un fardo dirigido a la condesa Cochrane, e igual cantidad en barras de oro y plata--, esperando que su señoría le diese destino. Una per­sona que tiene interés en hacerle daño puso todos sus esfuer­zos para convencerme del hecho, siendo mi respuesta que ha­cía mucho tiempo que yo estaba acostumbrado a confiar en la probidad de su señoría, para que pudiese creer en tal ru­mor sin pruebas.
La misma persona volvió ayer a mi casa para decirme que el asunto se había aclarado hasta no quedar dudas, pues que el maestre de la fragata Doris le había asegurado que los dos cajones de oro y plata estaban a bordo, dirigidos como ya se ha dicho. Esta noticia ha hecho aquí gran sensación y se están practicando las mayores diligencias para esparcirla por todas partes. Habiendo ido el capitán Wilkinson y yo a in­formarnos a bordo de la Doris, hallamos que no había semejantes fardos a bordo, y al comunicar el resultado de nuestras averiguaciones a los individuos interesados en esparcir tal rumor, parecieron muy boquihundidos, pero sin querer re­tractar su acusación, que estoy seguro piensan llevar al su­premo director, siendo las consecuencias de esto el que, sea o no verdadero el rumor, el Gobierno habrá de censurar a su señoría y acusarnos a nosotros de ser cómplices, en tanto que, como la falta de paga y de premios de presas tiene a los oficiales en un estado continuo de irritación, éstos están dis­puestos a adoptar todo cuanto pueda ofrecerles un arbitrio de aliviar sus necesidades.

He dicho a su señoría todo cuanto ha llegado a mi noti­cia, y como he considerado este rumor de tanta importancia, creí deber enviar en uno de mis caballos al doctorcillo para informarle sin pérdida de tiempo de cuanto ocurre, pues no se deben tratar semejantes cosas a la ligera.
Con el mayor respeto queda de su señoría agradecido servidor,

Enrique Cobbett.

Esta otra carta del capitán Wilkinson es sobre el mismo asunto

Querido mi lord:

Corre la voz de que su señoría ha embarcado a bordo de la fragata británica Doris, 9.000 onzas de oro. Creo de mi deber informarle de esto, pues no hay nadie que se interese más que yo en la reputación de su señoría. Dos o tres per­sonas me han dicho esto, después de que V. S. se marchó a Quintero, y por la tarde me lo dijo Moyell, quien debía saber que era falso, como así se lo he manifestado. Espero que su señoría llegará a descubrir al desvergonzado impostor.
De V. S. mi lord, etc., etc.

W. Wilkinson.

Tan pronto como recibí estas cartas no perdí tiempo en encaminarme a Valparaíso, no dudando que Zenteno y los agentes peruanos estaban otra vez trabajando para desorgani­zar a la Escuadra, y en caso de la caída del supremo director, que estaba aún amenazado, ponerla en las manos de San Mar­tín. Su objeto era sembrar la discordia entre los marineros, haciéndoles creer que, en medio de su indigencia y padeci­mientos, había yo tenido buen cuidado de mí mismo, espe­rando de aquí destruir aquella confianza que oficiales y tropa habían siempre tenido en mí, a pesar de sus privaciones Como nunca habían estado antes tan infelizmente abandonados, se consideraba esta circunstancia muy propicia para ha­cer medrar la impresión de que, habiendo guardado para mí todo lo que pude, estaba a punto de abandonarlos.

Aunque no había una palabra de verdad en el rumor que habían de este modo diligentemente diseminado, era demasiado grave para no darle importancia; en consecuencia, al recibo de la carta del capitán Cobbett me apresuré a ir a Valparaíso, y con gran pesar de Zenteno volví a enarbolar mi pabellón a bordo del O’Higgins.

Mi primer paso fue pedir al Gobierno nombrase una comisión que fuese a bordo de la Doris y averiguase si yo había embarcado en la fragata algún fardo con dirección a Inglaterra o cualquier otro punto. Se me respondió que no había necesidad de semejante comisión, pues nadie prestaba asenso a la aserción de que yo hubiese hecho semejante cosa, y menos se me creía a capaz de obrar del modo que falsamente se había divulgado.

El enarbolar de nuevo mi bandera era un suceso que no se había previsto, y como lo hiciera de propia autoridad, me pidieron explicaciones por haber dado semejante paso sin autorización del Gobierno. Respondí que había tomado esta determinación bajo mi propia responsabilidad, y puesto que se divulgó contra mí una tan infame acusación con la mira de excitar rebelión entre las tripulaciones, era mi intención tener mi bandera desplegada hasta que se las pagase. Al pro­pio tiempo dirigí la carta siguiente al ministro de Marina:

Excmo. señor:

Arrancado al reposo en que había vanamente esperado pasar al menos el corto tiempo de licencia que se me acordó, por imputaciones dirigidas contra mi conducta con la mira de excitar descontento y rebelión en la Escuadra, aprove­chándose de la irritación ocasionada por la indigencia de los oficiales y el estado de miseria y desnudez de la gente, que tantas veces le he suplicado remediase, he venido con sentimiento a este puerto para refutar la calumnia y precaver el mal con anticipación, por cuyo objeto he vuelto a alzar mi bandera, para arriarla cuando haya cesado el descontento por haber vestido y pagado a la gente, o cuando se me mande arriarla para siempre.
Incluyo copia de la carta que envié al gobernador de Valparaíso.

Cochrane.

Es excusado dar aquí la carta dirigida a Zenteno, por tener el mismo objeto que la precedente, añadiendo sólo algunos indicios acerca del infame autor de aquel rumor, lo que era suficiente para picar el discreto silencio que guardaba sobre este asunto.

El ministro de Marina me dirigió al punto la contesta­ción que sigue:

Santiago, Octubre 19 de 1822.

Excmo. señor:

Su excelencia el supremo director ha experimentado una profunda desazón en presencia de la calumnia a que usted alude en su carta, de la que envié copia al gobernador de Valparaíso. Vuecencia puede estar seguro que sus autores no quedarán sin el condigno castigo si llegan a ser descubiertos.
Reciba la seguridad de mi alta consideración.
El ministro de Marina.

Joaquín de Echeverría.

Al vicealmirante, comandante en jefe de la Escuadra.

Según era de esperar, el difamador no fue descubierto ni castigado; de otro modo, el gobernador de Valparaíso y los agentes de San Martín se hubiesen encontrado en una posición desagradable. Pero nada tenían que temer; pues con motivo de las perplejidades que diariamente atormentaban más y más al Gobierno chileno, no estaba éste en situación de defenderse a sí mismo y mucho menos de mantener la majestad de la ley.

Por la prontitud que desplegué en hacer frente a una acusación tan infundada como infame, y por la convicción en que estaba la Escuadra de que era yo incapaz de obrar del modo que se me había imputado, la calumnia produjo el resultado opuesto al que se esperaba, es decir, el imprimir en el ánimo de los oficiales y tripulación, la más profunda aversión hacia sus promotores. Al alzar mi pabellón fui recibido con las mayores demostraciones de entusiasmo y afecto, uniéndose los oficiales de común acuerdo en la siguiente repre­sentación:

Los oficiales de la Escuadra chilena abajo firmantes, he­mos oído con sorpresa e indignación los viles y escandalosos rumores esparcidos con la mira de hacer dudar del alto carác­ter de V. E. y destruir la confianza y admiración que siempre nos ha inspirado.
Nos ha causado suma satisfacción el ver las medidas que V. E. ha adoptado para derrocar tan maliciosa y absurda cons­piración, y esperamos que no se perdonará medio de exponer a sus autores al ludibrio público.
En un tiempo como el presente, en que los mejores in­tereses de la Escuadra y nuestros más caros derechos como individuos corren peligro, nos causa profunda indignación el que se intente destruir esa unión y confianza que al presente existen, y que estamos seguros existirán en todos tiempos, mientras tengamos el honor de servir a las órdenes de V. E.
Con esta expresión de nuestros sentimientos tenemos el honor de repetirnos de V. E. muy humildes y obedientes servidores.

J. P. Grenfell,Teniente y comandante de la Mercedes.
(Siguen las firmas de todos los oficiales de la Escuadra).

El excelente oficial cuyo nombre figura a la cabeza de los que han firmado esta representación es hoy el almirante Grenfell, cónsul general del imperio brasileño en Inglaterra.

Era mi teniente de bandera cuando capturamos a la Esme­ralda bajo las baterías del Callao, y no es más que hacerle justicia el mencionar que su distinguida bizarría en este ata­que contribuyó en grado eminente al buen éxito de la em­presa.  

Pero no era yo la sola persona de quien querían desha­cerse los enviados de San Martín y sus criaturas en el Gobier­no chileno. El general Cruz estaba públicamente nombrado para reemplazar al general Freire en el Gobierno de Concep­ción y en el mando del ejército del Sur; la sutil perspicacia de éste había sabido apreciar a San Martín y su modo de obrar en el Perú como se merecía, y de aquí el que no le pudieran tragar aquéllos cuyos designios eran postrar a Chile a los pies del Protector. Al ir Cruz a Concepción para encar­garse del mando, las tropas se negaron unánimemente a reco­nocer su autoridad, o a permitir que el general Freire las abandonase. Los habitantes de Concepción, que por su patrio­tismo habían padecido más que ningún otro pueblo de Chile, estaban igualmente resueltos, no sólo por afecto a Freire, sino también porque conocían que si el Ministerio conseguía sus fines, Concepción quedaría arruinado como puerto; siendo su objeto cerrar todos los puertos, excepto Valparaíso, a fin de poder monopolizar, por los usos corrompidos que allí pre­valecían, todo el provecho que podían personalmente adquirirse del comercio del país.

Se había hecho, como de costumbre, del supremo direc­tor el testaferro de la infructuosa tentativa de sus ministros para deponer al general Freire, y la consecuencia fue que tres meses después que se había hecho aquélla, el general O’Hig­gins fue depuesto del mando y el general Freire elevado al Supremo Directorio.

Como se me había falsamente acusado de haberme apro­piado dinero que debería haberse repartido entre los mari­neros, estaba determinado a que no se diera margen en lo su­cesivo a acusaciones de este género a consecuencia de no estar pagados; y con esta mira insistí pertinazmente en que se pa­garan los atrasos debidos a la Escuadra. Estos esfuerzos fue­ron apoyados por los comandantes de los buques, quienes en una representación moderada dirigida al Gobierno manifestaran la naturaleza de sus reclamaciones. Insertamos a continuación algunos párrafos de esta representación, por formar ellos un verdadero resumen de todos los acontecimientos de la guerra:

Desde la captura de la Isabel, la Marina chilena ha man­tenido la soberanía del Pacífico, y tales han sido los esfuerzos de nuestro comandante y los nuestros, que con tripulaciones chilenas, no acostumbradas a navegar, y unos pocos marine­ros extranjeros que sólo nosotros podíamos gobernar, no sola­mente han sido las costas de este Estado eficazmente protegi­das de daño e insulto, sino que también se ha bloqueado estrechamente a las fuerzas marítimas del enemigo en presencia de una fuerza superior. Por la diligencia de la Marina, la im­portante provincia, puerto y fortificaciones de Valdivia han sido añadidos a la República. Por los mismos medios se logró humillar el poder español en el Perú y facilitar la invasión de ese país. Los buques de guerra enemigos han caído en nues­tras manos, o se han visto obligados a rendirse a causa nues­tra. Sus buques mercantes han sido apresados bajo sus mis­mas baterías, mientras que los transportes chilenos y embar­caciones de comercio han estado en tan perfecta seguridad, que ni siquiera el menor de entre ellos se ha visto forzado a arriar su bandera. En medio de estos triunfos, la captura de la Esmeralda ha reflejado sobre la Marina chilena un lustre igual a todo lo que se encuentra consignado en las crónicas de antiguos Estados, aumentando en gran manera la importancia de Chile a los ojos de Europa, en tanto que las fortificacio­nes del Callao se vieron por último compelidas a rendirse, a causa de la vigilancia del bloqueo naval.
Todos creíamos que este feliz acontecimiento, tan largo tiempo deseado, completaría nuestras labores en el Perú, y nos daría derecho, si no a una remuneración por parte del Esta­do, como en el caso de aquellos oficiales que abandonaron el servicio de Chile, al menos a una parte de las importantes presas que por nuestros medios se hicieron, como lo conceden bajo iguales circunstancias otros Estados, los cuales saben por experiencia la utilidad que redunda en estimular con semejantes recompensas a aquellos que se arriesgan a grandes em­presas por el bien público. Pero, ¡ay!, lejos de adoptar cuales­quiera de estos medios de remuneración, aun la paga tantas veces prometida se nos ha retirado, y hasta las raciones dene­gado, de manera que estuvimos reducidos al estado de mayor privación y sufrimiento; tan grande, en verdad, que la tripulación del Lautaro tuvo que abandonar su buque por falta de sustento, y los marineros de la Escuadra, tanto nativos co­mo extranjeros, se pusieron en estado de sedición manifiesta, amenazando la seguridad de todos los buques del Estado.
No nos hacemos un mérito de no habernos librado de esta penosa situación por medio de un acto de naturaleza du­dosa, es decir, sometiéndonos a los designios del general comandante en jefe de las fuerzas expedicionarias, quien, ha­biéndonos declarado oficiales del Perú, ofreció, por medio de sus ayudantes de campo el coronel Paroissien y el capitán Spry, honores y haciendas a aquellos que favoreciesen sus miras. Ni tampoco envidiamos a los que recibieron esas hacien­das y honores; pero habiendo desechado esos alicientes que nos desviaban de nuestra fidelidad, podemos con justicia re­clamar la aprobación del Gobierno por haber proveído a la Escuadra de Chile de víveres y pertrechos en el Callao a cuen­ta del dinero que teníamos en nuestro poder, justamente de­bido por la captura de la Esmeralda, cuando el general San Martín había rehusado suministrar aquellos abastecimientos. También podemos pretender semejante aprobación por haber reparado la Escuadra en Guayaquil, y haberla equipado y abastecido para ir en persecución •de las fragatas enemigas Prueba y Venganza, que ahuyentamos en un estado de destitución desde las costas de Méjico hasta las del Perú; y el no haberlas efectivamente traído a Chile fue porque se apoderó de ellas nuestro antiguo general y comandante en jefe; se las apropió de la misma manera que había antes intentado hacer con la Escuadra de Chile. Añadiremos que por nuestra parte hicimos con dicho general cuanto pudimos, excepto recurrir a las armas, para obtener que se restituyesen aquellas importantes fragatas del Gobierno chileno. En ningún otro caso, durante el curso de nuestras tareas, se ha suscitado disputa alguna que no haya terminado en favor de los intereses de Chile y del honor de su bandera. Se ha conservado buena armonía con los oficiales de las fuerzas navales de las potencias extranjeras, no se ha concedido ningún punto siempre que haya podido sólidamente mantenerse al amparo de las leyes marítimas de las naciones civilizadas, a las cuales conformamos escrupulosamente nuestra conducta; y es tal la cautela que se ha observado, que ningún acto de violencia contrario a las leyes de las naciones, ni abuso alguno de poder pueden imputársenos. La bandera chilena fue llevada siempre en triunfo y con universal respeto desde la extremidad meridional de la República hasta las playas de California; la pobla­ción y el valor de la propiedad, con nuestros esfuerzos han aumentado el triple; en tanto que el comercio y las rentas que consiguientemente produce se han acrecentado en una proporción mucho mayor; y ese comercio, tan productivo al Estado, pudiera, sin la ayuda protectora de su Marina, ser aniquilado por un puñado de miserables corsarios, cuyo solo nombre aterrador impide acercárseles.
Ha llegado el tiempo en que es esencial para el bienes­tar del servicio en general, y especialmente para nuestros ne­gocios privados, el que nuestros atrasos, por tanto tiempo debidos, nos sean liquidados; y por más que esté lejos de nuestro ánimo apremiar al Gobierno para que satisfaga nues­tras reclamaciones, no podernos, sin embargo, abstenernos de hacerlo así, haciendo tanta justicia al Estado como a nosotros mismos; porque la falta de regularidad en los negocios inte­riores del servicio naval engendra relajamiento en la disci­plina, puesto que no se pueden remediar justas quejas ni cas­tigar a los ofensores, comunicándose así el descontento como un mal contagioso, lo que paraliza el sistema.
Permítasenos, pues, hacer presente al Gobierno que desde nuestro regreso a Valparaíso, con nuestras tripulaciones en cueros, hasta el vestuario han dejado de suministrarles por cuatro meses, durante cuyo tiempo no se ha pagado un cuar­to, estando los desprovistos marineros sin mantas, ponchos o género alguno de abrigo para protegerse del frío del invierno, al que son tanto más sensibles cuanto que acaban de llegar de climas cálidos, en donde han estado empleados cerca de tres años.
Los dos meses de paga ofrecidos el otro día no podrían ahora llenar su objeto, pues que el todo, y aún más, se está debiendo a los pulperos, a cuyo beneficio, y no al de los ma­rineros, iría inmediatamente a parar. Júzguese, pues, la irri­tación producida con semejantes privaciones, y de la impo­sibilidad de remediarlas con paga tan inadecuada; y si es también posible mantener el orden y disciplina entre unos hombres que se hallan en peor condición que los presidiarios de Argel. Bajo semejantes circunstancias no hay exageración en aseverar que la confianza desaparecerá para siempre, y que la Escuadra quedará enteramente arruinada si no se toman in­mediatamente medidas para su conservación.
Con respecto al ofrecimiento de un mes de paga para nosotros, después de nuestros leales y constantes servicios, su­friendo privaciones como nunca se experimentaron en la Ma­rina de ningún otro Estado, recelamos fiarnos de nosotros mis­mos para hacer observación alguna; pero es enteramente im­posible que pudiera aceptarse bajo ningún concepto, pues no nos hubiese colocado en mejor situación que si, al llegar aquí cuatro meses hace, hubiéramos realmente pagado al Gobierno el sueldo de tres meses por el placer de haberle servido du­rante dos años, con incansables esfuerzos y fidelidad.
En conclusión: esperamos respetuosos que el Supremo Gobierno se dignará tomar en seria consideración cuanto lle­vamos expuesto, y muy principalmente que tendrá a bien cumplir las obligaciones contraídas hacia nosotros, con el mis­mo ardor y fidelidad que pusimos en servir al Gobierno, sien­do recíprocos los deberes de cada parte e igualmente obliga­torios para ambas.

Firmado por todos los capitanes.

La precedente representación de los capitanes es una fiel relación de lo ocurrido por lo que toca a la injusticia hecha a la Escuadra, la cual tuvo todo el tiempo que mantenerse a sí misma, y aun costear las reparaciones y equipo de los bu­ques. En cuanto a la ruina que los capitanes predicen, era, sin duda, lo que intentaban los enviados de San Martín y sus criaturas en el Ministerio chileno, lo cual hubiera tenido por efecto haber obligado a la tripulación a desertar y entonces los buques hubiesen sido transferidos al Perú y manejados con nuevas tripulaciones. Afortunadamente para Chile, vino a impedir la consumación de esto una ocurrencia tan extraña como inesperada de sus miopes gobernantes, aunque hacía largo tiempo que yo la tenía predicha.