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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Lord Thomas A. Cochrane: Memorias.
Capítulo VII. Trátase de seducir a los oficiales chilenos; El Arzobispo de Lima; Su expulsión; Negociaciones para obtener la entrega de los fuertes; Estorbos para que esto...

Trátase de seducir a los oficiales chilenos; El Arzobispo de Lima; Su expulsión; Negociaciones para obtener la entrega de los fuertes; Estorbos para que esto no se efectuase; Pomposas proclamas de San Martín; Niégase a embestir al enemigo; Los españoles socorren al Callao; Proclama engañosa; Escandalosa falsedad; Llévanse el tesoro los españoles; Descontento de la escuadra.


Viendo el Protector que yo no estaba dispuesto a reconocer su autoridad usurpada y mucho menos a apoyar medidas que hubiesen en el hecho despojado a Chile de la Marina que se había creado a costa de patrióticos sacrificios, expidió  una proclama prometiendo de nuevo pagar los atrasos de los marineros y una pensión vitalicia a los oficiales, reconociéndoles como oficiales del Perú. La sola deducción que de aquí se saca era el mover directamente a los oficiales a que desertasen del servicio chileno.

Los que siguen son párrafos de esta proclama, inserta en una Gaceta extraordinaria del 17 de agosto de 1821:

El Ejército y la Escuadra de Chile reunidos, han consumado, por último, la libertad del Perú, según lo habían jurado, y lo han elevado al rango que la justicia y los intereses del mundo reclamaban. Su constancia y heroísmo los transmitirán a la posteridad con gratitud. Faltaría a mis deberes políticos si no manifestase el aprecio debido a sus eminentes acciones heroicas, promoviendo los intereses de ambos hemisferios.
1º. El Estado del Perú reconoce como deuda nacional los atrasos del Ejército y de la Escuadra, así como las promesas que a ambos yo les hice.
2º. Todos los bienes del Estado, como igualmente un 20 por ciento de sus rentas, quedan hipotecados hasta la extinción de estas deudas.
3º. Todos los oficiales pertenecientes al Ejército y a la Escuadra que salieron con la expedición libertadora y permanecen hoy en ella quedan reconocidos oficiales del Perú.
4º. Los comprendidos en los artículos anteriores y los empleados en dicha causa recibirán durante sus vidas una pensión de la mitad de toda su paga, concedida desde que salieron de Valparaíso, cuya pensión les será pagada en el caso mismo de que vivan en país extranjero.
5º. Todos recibirán una medalla”, etc.

La escuadra, sin embargo, no recibió un cuarto de sus atrasos ni de las otras recompensas prometidas, ni se había nunca pensado en pagarlas, siendo el objeto el atraer poco a poco a los oficiales de la escuadra chilena al servicio del Protector, en virtud de las promesas que les hacía; y en esto supieron ayudarle bien sus secuaces Guise y Spry, a quienes, sin embargo de su deserción, y con menosprecio de la sentencia que un consejo de guerra decretara contra el último, retuvo cerca de su persona para efectuar este objeto.

Uno de los más intrépidos antagonistas del Protector era el arzobispo de Lima, excelente varón, muy querido del pueblo, quien no disimuló su indignación al ver la usurpación que había tenido lugar a despecho de todas las promesas de Chile, atestiguadas “delante de Dios y de los hombres”, y las del mismo Protector de dejar a los “peruanos la libertad de elegir su Gobierno”. Como el recto prelado denunció en términos nada moderados el despotismo que acababa de entronizarse, a pesar de la libertad garantida, determinaron deshacerse de él.

El primer paso fue una orden fechada el 22 de agosto de 1821 mandando cerrar todas las casas religiosas. A esto el arzobispo rehusó cortésmente, representando al propio tiempo que si algún eclesiástico quebrantaba el orden público, él tomaría las medidas necesarias para castigarlo. El 27 le respondieron que “las órdenes del Protector eran irrevocables, y que al punto se decidiese en cuanto a la línea de conducta que pensaba adoptar”.

 El 19 de septiembre el prelado escribió al Protector una carta admirable, en la que le decía que “las principales obligaciones de un obispo eran defender el depósito de la doctrina y creencias que le había sido confiado, y si fuese amenazado por algún gran potentado, representar con respeto y sumisión, a fin de que no pueda ser participante del crimen por una pusilánime condescendencia. Dios ha constituido los obispos para ser los pastores y guardianes del rebaño, y nos manda que no seamos cobardes en presencia de los más grandes potentados de la tierra, y que, si es necesario, debemos verter nuestra sangre y perder nuestras vidas por tan justa causa, anatematizándonos si hacemos lo contrario, como a perros mudos que no ladran cuando la salud espiritual del rebaño está en peligro”.

El resultado fue que el Protector instó al arzobispo para que renunciase, prometiéndole un buque que lo conduciría a Panamá. Confiado en esta promesa envió su renuncia y se le mandó salir de Lima en el término de veinticuatro horas. Como la promesa de conducirlo a Panamá no fue cumplida, tuvo el arzobispo que embarcarse en un buque mercante para Río de Janeiro, escribiéndome antes de marcharse la siguiente carta:

Chancai, noviembre 2 de 1821.

Querido mi lord:

Ha llegado el tiempo de volverme a España, habiendo el Protector acordádome los pasaportes necesarios. La fina atención de que soy deudor a V. E., y las particulares prendas que le distinguen y adornan me obligan a manifestarle mi sincera consideración y estima.
En España, si Dios me concede llegar en salvo, le suplico se digne mandarme. Al dejar este país estoy convencido de que su independencia está para siempre afianzada. Esto lo haré presente al Gobierno español y a la Santa Sede, y haré cuanto esté de mi parte para preservar la tranquilidad y promover las miras de los habitantes de América, que me son caros.
Dígnese, mi lord, aceptar estos sentimientos como emanados de la sinceridad de mi corazón, y mande a éste su agradecido servidor y capellán,

Bartolomé María de las Heras.

Esta expulsión forzosa del arzobispo era un acto de demencia política, siendo equivalente a declarar que era demasiado buen sujeto para que pudiera apoyar los designios de aquéllos que habían usurpado un poder injusto sobre su grey. Si las promesas de Chile se hubiesen ejecutado en su integridad, tanto el arzobispo como su clero hubiesen usado de toda su influencia para promover la causa de la libertad, no tanto por interés como por inclinación. La expresión del arzobispo sobre que “la independencia del Perú estaba afianzada para siempre” era, sin embargo, errada. La tiranía no se compone de materiales duraderos.

Al obispo de Guamanga, que residía en Lima, también se le mandó salir del Perú dentro del término de ocho días, sin decirle el motivo, desembarazándose de este modo de la oposición del clero, no sin un profundo sentimiento de parte de los limeños, que estaban, sin embargo, sin poder ayudar a aquél ni ayudarse a sí mismos.

Como la condición de la escuadra se fuese empeorando de día en día, y un espíritu de sedición se manifestase a causa de las actuales necesidades, puse todos mis esfuerzos para obtener por medio de negociaciones los castillos del Callao, prometiendo al comandante español se le permitiría marcharse con las dos terceras partes de la propiedad contenida en la fortaleza, a condición de que se entregase la restante con los fuertes a la escuadra chilena. Mi objeto era proveer a las tripulaciones con lo más indispensable, de que había gran necesidad por la conducta evasiva del Protector, quien continuaba negándoles no solamente la paga, sino hasta las provisiones, sin embargo, de que la escuadra le había servido de escala para subir a la elevada posición en que se encontraba. En poder de la guarnición española había sumas considerables y una gran cantidad de plata labrada que los habitantes acaudalados de Lima habían depositado en los fuertes para mayor seguridad, por temor a sus libertadores. Una tercera parte de estos valores nos hubiesen sacado de nuestras dificultades. En realidad, los buques carecían de todo género de provisiones; sus tripulaciones no tenían ni raciones de carne, ni aguardiente, ni ropa, consistiendo sus únicos medios de subsistencia en el dinero que se obtenía de los españoles fugitivos, a quienes se permitía el rescate entregando una tercera parte solamente de la propiedad con que se escapaban.

Tan pronto como mi ofrecimiento al comandante español La Mar llegó a conocimiento del Protector, a fin de estorbar su efecto, y salir adelante con su designio de matar de hambre a la escuadra chilena para que se pasara a él, prometió a La Mar protección ilimitada y absoluta para las personas y bienes si compraban carta de ciudadanos. El comandante desechó, en consecuencia, mi propuesta; de modo que la esperanza de obtener una cantidad suficiente para pagar a los marineros y reparar los buques quedó frustrada.

Más tarde, el general San Martín me acusó al Gobierno chileno de aspirar a la posesión de las fortalezas del Callao con la mira de burlarme del Gobierno del Perú. Esto era ridículo, aunque, si tal hubiera sido mi objeto, estaría perfectamente de acuerdo con mi deber hacia Chile, a la felicidad de cuyo Estado el Protector del Perú había faltado. Mi objeto era simplemente obtener medios para hacer subsistir a la escuadra, si bien es cierto que si yo me hubiera posesionado de los fuertes entonces habría exigido del general San Martín el cumplimiento de sus promesas, y con no menos certeza hubiese insistido en que ejecutara sus solemnes obligaciones para con los peruanos de darle la libertad de elegir su propio gobierno.

También me acusó de querer apropiarme para mi propio uso la cantidad que había yo propuesto al comandante español me entregase, y esto a pesar de que los marineros se hallaban en estado de motín por encontrarse pereciendo de hambre. En vez de contribuir a este, buen fin, como antes de la interposición del protector, La Mar estaba tal vez dispuesto a hacerlo, se permitió después a los españoles retirarse con todo su tesoro sin ser molestados, y de este acto, el más vergonzoso que jamás empañó el nombre de un jefe militar, voy ahora a ocuparme. Como el asunto ha sido bien descrito por otro escritor que se hallaba presente a todo lo ocurrido, prefiero copiar sus propias palabras, a fin de alejar cualquiera sospecha de parcialidad que pudiera suponérseme en la materia:

El Ejército español, que a principios de septiembre estaba en Jauja, esparció la alarma en Lima por las noticias que se recibieron de sus movimientos. Parecía que estaba determinado a atacar a la capital, y el 5 de septiembre se dio la siguiente proclama en el cuartel general del Protector:

Habitantes de Lima:

Parece que la justicia del cielo, cansada de tolerar por tan largo tiempo a los opresores del Perú, los guía ahora a su destrucción. Trescientos de aquellos soldados que han desolado tantas villas, quemado tantos templos y destruido tantos miles de víctimas, están en San Mateo, y doscientos más en San Damián. Si avanzan sobre esta capital es con el designio de inmolaros a su venganza (San Martín tenía 12.000 hombres para hacerles frente) y obligaros a comprar cara vuestra decisión y entusiasmo por la independencia. ¡Vana esperanza! Los valientes que han libertado a la ilustre Lima, aquéllos que la protegen en los momentos más difíciles, saben cómo preservarla de la furia del Ejército español. Sí, habitantes de esta capital, mis tropas no os abandonarán; ellas y yo vamos a triunfar de ese ejército que, sediento de nuestra sangre y bienes, se avanza, o pereceremos con honor, pues nunca presenciaremos vuestra desgracia. En cambio de este rendimiento, y para que logre el buen éxito que se merece, todo lo que os exigimos es unión, tranquilidad y una eficaz cooperación. Esto se necesita para afianzar la felicidad y esplendor del Perú.

San Martín.

En la mañana del 10, lord Cochrane recibió a bordo del O’Higgins una comunicación oficial, participándole que el enemigo se iba acercando a los muros de Lima, y rogando de nuevo a su señoría enviase al Ejército todas las armas portátiles que hubiese a bordo de la escuadra, como también los marinos y todos los voluntarios, porque el Protector se hallaba determinado a inducir al enemigo a batirse y a vencer o quedar sepultado bajo las ruinas de lo que había sido Lima. Este heroico parte iba, sin embargo, acompañado de una carta privada de Monteagudo, en la que le suplicaba tuviese preparados los botes de los buques de guerra y colocase una avanzada en la playa de Boca Negra.
Lord Cochrane se dirigió inmediatamente al campamento de San Martín, en donde, siendo reconocido por diversos oficiales, se oyó un murmullo de alegría, y aun Guise y Spry exclamaron: “Vamos a tener alguna acción ahora que el almirante ha llegado”. El general Las Heras, que hacía de general en jefe, al saludar al almirante le suplicó se esforzase en persuadir al Protector obligase al enemigo a batirse. En esto, su señoría se dirigió adonde estaba San Martín, y cogiéndole la mano le instó encarecidamente atacase al enemigo sin perder un solo momento; sus instancias fueron, sin embargo, vanas, recibiendo por única respuesta: "Mis medidas están tomadas".
A pesar de esta apatía, su señoría representó a lo vivo la situación en que había visto, no hacía cinco minutos, a la infantería enemiga, pidiendo al Protector por favor subiese a una altura que había detrás de la casa y se convenciese por sí mismo cuán fácil sería obtener una victoria; pero a todo esto recibió la misma fría respuesta: "Mis medidas están tomadas".
Los clamores que daban los oficiales en el patio de la casa hicieron recapacitar a San Martín, quien, mandando pedir su caballo, montó en él. En ese momento todo era bullicio, y el anticipado resplandor de la victoria brillaba en cada semblante. Se mandó tocar llamada, a la que obedeció en un instante todo el Ejército, que se componía de unos 12.000 hombres, incluso las guerrillas, todos deseosos de comenzar a batirse. El Protector hizo seña con la cabeza al almirante y al general Las Heras, quienes se acercaron inmediatamente, esperando iba a consultarles sobre el modo de ataque o preguntarles de qué modo debía conducirse.
En este momento un labriego a caballo se acercó a San Martín, quien, con una calma sin igual, prestaba atención a sus relatos respecto al sitio en donde había estado el enemigo el día anterior. El almirante, exasperado con una pérdida tan inútil de tiempo, dijo al paisano: "Quítese de ahí; el tiempo del general es muy precioso para que lo emplee en escuchar sus tonterías”. A esta interrupción San Martín miró con mal ceño al almirante, y volviendo su caballo se encaminó hacia la casa, en donde se apeó, metiéndose en ella.
Lord Cochrane pidió entonces una audiencia privada a San Martín --siendo ésta la última vez que habló con él-- y le aseguró que aún no era demasiado tarde para atacar al enemigo, rogándole encarecidamente por favor no perdiese la oportunidad, y ofreciéndose él mismo a ponerse a la cabeza de la caballería. Pero a esto recibió la respuesta: “Yo sólo soy responsable de la libertad del Perú”. En seguida se retiró el Protector a un cuarto interior de la casa a echar su siesta acostumbrada, la que fue interrumpida por el general Las Heras, que iba a recibir órdenes y a recordarle que las tropas estaban aún sobre las armas, a lo que San Martín contestó que se las racionara.
De este modo el general Canterac, con 3.000 hombres, pasó por el Sur de Lima, a medio tiro de fusil del ejército protector del Perú, compuesto de 12.000 valientes, entró en la fortaleza del Callao con un convoy de ganado y provisiones, en donde refrescó y descansó sus tropas durante seis días, y en seguida se marchó el 15, llevándose consigo todo el inmenso tesoro que los limeños tenían allí depositado, emprendiendo descansadamente su retirada hacia la parte Norte de Lima.
Luego que Canterac introdujo sus tropas en las baterías del Callao se anunció el suceso con salvas de artillería y otras demostraciones que partieron el alma de los oficiales chilenos. El Ejército patriota, en vista de esto, fue a ocupar pasivamente su antiguo campamento de la Legua, entre el Callao y Lima.
Sería un acto de injusticia no mencionar que el segundo jefe, el general Las Heras, disgustado del resultado, dejó el servicio del Protector y pidió su pasaporte para Chile, el que le fue acordado, imitando su ejemplo varios oficiales del Ejército, quienes profundamente heridos por lo que había ocurrido, prefirieron la oscuridad y aun la pobreza a seguir por más tiempo bajo tales circunstancias.
Hallábase en la bahía el buque de guerra inglés Superb, y muchos de sus oficiales, esperando ver el golpe decisivo dado en el Perú, se encaminaron al cuartel general de San Martín y se quedaron asombrados en presencia de la serenidad de ánimo de un general que a la cabeza de 12.000 hombres abandonaba una posición ventajosa en donde podía a lo menos haber interceptado el convoy de ganado, y de este modo compelido al Callao, a rendirse inmediatamente, en vez de permitirles pasasen sin disparar un tiro [1].

El precedente extracto, publicado en Londres por uno que estaba a mi lado mientras ocurría todo esto, es perfectamente exacto. Los limeños estaban profundamente humillados con la ocurrencia, no consiguiendo mitigar su enfado ni con la publicación de la siguiente proclama en la Gaceta ministerial del 19, por medio de la cual el general San Martín les informaba haber batido al enemigo y perseguido a los fugitivos, cuando el dicho enemigo había socorrido y reforzado la fortaleza, y en seguida se marchó serenamente, sin ser molestado, con plata labrada y dinero por valor de muchos millones de pesos, pues toda la riqueza de Lima, según se ha dicho, la habían depositado los habitantes en los fuertes para mayor seguridad.

Veamos, pues, su proclama:

Limeños:

Hace ahora quince días que el ejército libertador ha dejado la capital resuelto a no permitir que ni la sombra misma del pendón español enlute a la ilustre ciudad de Lima. El enemigo bajó arrogantemente de las montañas imbuido por los cálculos que en su ignorancia había premeditado. Se imaginaba que era bastante el presentarse delante de nuestro campamento para vencemos; pero ha encontrado valor armado de prudencia. Reconocieron su inferioridad. La idea de la hora del combate les hizo temblar, y aprovechándose de la oscuridad buscaron un asilo en el Callao. Mi ejército principió su marcha, y al cabo de ocho días el enemigo tuvo que huir precipitadamente, convencido de su impotencia para probar la fortuna de la guerra, o quedarse en las posiciones que ocupaba.
La deserción que experimentaron nos asegura de que antes que lleguen a las montañas sólo les quedará un puñado de hombres aterrados y confundidos con el recuerdo del poder colosal que tenían un año hace y que ahora ha desaparecido como la furia de las olas al amanecer un día de calma. El ejército libertador persigue a los fugitivos. Serán dispersados o vencidos. En todo caso, la capital del Perú no será jamás profanada con las huellas de los enemigos de América: esta verdad es perentoria. El imperio español concluyó para siempre.
¡Peruanos! vuestro destino es irrevocable; consolidadlo con el constante ejercicio de aquellas virtudes que habéis mostrado en la hora del combate. Sois independientes y nada podrá impediros de ser dichosos si así lo queréis.

San Martín.

Para estas monstruosas aseveraciones sólo encuentro un paralelo, y es la relación que Falstaff hace de sus victorias contra los ladrones de Gadshiil. El protector asegura que “la sombra del pendón español no volvería más a enlutar a Lima”. A pesar de esto, pasó completamente alrededor de la ciudad a medio tiro dé fusil. “El enemigo creyó que sólo bastaba ver nuestro campamento para vencemos”. Y eran solamente 3.000 para 12.000. “Temblaban al pensar en la hora del combate y se aprovecharon de la oscuridad”. Siendo el hecho que con manadas de ganado y abundancia de otras’ provisiones entraron triunfantes en el Callao a mediodía, es decir, entre las once de la mañana y las tres de la tarde. “El ejército libertador persigue a los fugitivos”. Este es el solo hecho verdadero contenido en la proclama. El enemigo iba perseguido por 1.100 hombres que le siguieron a distancia por espacio de diez millas, cuando de repente Canterac les dio frente, hizo avanzar sobre ellos la caballería y los derrotó casi a todos. Lo cierto fue que los españoles vinieron para socorrer al Callao, y efectuaron completamente su objeto.

Si la proclama que antecede no estuviese indeleblemente estampada en las columnas de la Gaceta ministerial, se hubiese tomado por una fabricación maliciosa; empero los pobres independientes limeños no se atrevían a decir palabra contra falsedades tan palpables. Desarmados y engañados alevosamente, estaban enteramente a merced del Protector, quien, si puede decir que ha tenido un motivo para no acometer a la pequeña fuerza de Canterac, lo fundó sin duda en aquello de guardar sus tropas intactas para oprimir más tarde a los infelices limeños, como luego se verá.

La triunfante retirada que la fuerza española hizo con tan grande cantidad de valores fue un desastre que, después que los limeños se levantaron contra la tiranía de San Martín, y lo expulsaron por fuerza de la ciudad, vinculó el derramamiento de torrentes de sangre en el Perú, pues que de aquel modo pudieron los españoles reorganizar una fuerza que habría vuelto a poner al país bajo la sujeción de sus antiguos opresores si el Ejército de Colombia no hubiese venido a hacer frente al enemigo común. Chile mismo temía por su libertad, y después que yo había dejado el Pacífico me suplicó volviese a evitar desastres contra los que él no podía luchar.

Si el Protector no hubiese impedido que el comandante español La Mar aceptase el ofrecimiento que le hice de permitirle se retirase con las dos terceras partes del enorme tesoro depositado en los fuertes, Chile habría recibido, por lo menos, diez millones de pesos, dejando a los españoles retirarse con veinte millones. Seguramente esto hubiese sido mejor que no permitirles; como San Martín lo hizo, se retirasen con el todo sin ser molestados.

Vencido yo en esta tentativa para socorrer las necesidades de la escuadra, pues el Gobierno del Protector se negaba pertinazmente a hacerlo, era imposible evitar que la gente no se amotinase; los oficiales mismos, ganados por Guise y Spry, quienes iban a medianoche visitando los buques con este objeto, principiaron a pasarse al Gobierno del Protector.

La siguiente carta, dirigida a Monteagudo, hará ver el estado de la Situación por lo que toca a la escuadra:

Excelentísimo señor:

Hoy he escrito a usted un oficio por el que verá que las consecuencias que tengo largo tiempo ya predichas han llegado de tal modo a verificarse, que se hace indispensable el alejar los buques mayores de la escuadra. Si por un total descuido de cuanto tengo dicho al Gobierno del Protector por conducto de usted suceden cosas perjudiciales al servicio, el Protector y usted me harán a lo menos la justicia de creer que he cumplido con mi deber; los bajos, interesados y serviles, para hacer medrar sus egoístas miras pueden, si gustan, vociferar, pero yo no les hago caso.
Le hubiese remitido las relaciones originales de las provisiones y estado de los buques, hechas por los capitanes; pero debo guardarlas para mi propia justificación, en caso que fuere necesario.
¿Qué significa todo esto, Monteagudo? ¿Son estas gentes tan bajas que están determinadas a obligar se amotine la escuadra? Y ¿hay otros tan ciegos que no prevean las consecuencias? Pregunte usted a sir Thomas Hardy y a los capitanes ingleses, o a cualesquiera otros oficiales cuál será el resultado de tan monstruosas medidas.
Créame usted con el corazón oprimido.
Suyo, etc.

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[1] Veinte años de residencia en la América del Sur, por W. Stevenson, 1825.  Volver.