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El Monitor Araucano
Tomo II. N° 74.- Martes 30 de Agosto de 1814.
Gaceta del Río de Janeiro; 4ª feria, 20 de julio de 1814. Decreto de Fernando VII publicado en la Gaceta de la Regencia. Decreto con que Fernando VII anula todo lo obrado en su ausencia.

Doctrina… vin promovet insitam rectique cultus pectora roborant. Horac.

Decreto de Fernando VII publicado en la Gaceta de la Regencia

El Rey

Desde que la Divina Providencia, por medio de la renuncia espontánea y solemne de mi augusto padre, me colocó en el trono de mis mayores, en el que me te­nía ya jurado el reino por sucesor por sus procuradores juntos en Cortes según el fuero, y costumbre de la nación española usados de largo tiempo; y desde aquel fausto día en que entré en la capital por medio de las más sin­ceras demostraciones de amor, y lealtad con que el pue­blo de Madrid salió a recibirme, imponiendo esta demos­tración de su amor a mi real persona las huestes france­sas, que con apariencia de amistad se habían adelantado apresuradamente hasta ello, siendo un presagio de lo que un día ejecutaría este heroico pueblo por su Rey y por su honor, dando un ejemplo, que noblemente siguieron todos los demás del reino: desde aquel día pues me pro­puse en mi real ánimo para corresponder a tan leales sen­timientos, y satisfacer las grandes obligaciones en que está un Rey para con sus pueblos, dedicar todo mi tiem­po al desempeño de tan augustas funciones, y a reparar los males a que pudo dar ocasión la perniciosa influencia de un valido durante un reinado anterior [7]. Mis primeras demostraciones se dirigieron a la restitución de varios magistrados, y de otras personas, que arbitrariamente habían sido separadas de sus destinos; mas la dura situación de las cosas, y la perfidia de Bonaparte, de cuyos crueles efectos quise pasando a Bayona preservar a mis pueblos, apenas dieron lugar a más. Reunida allí mi real familia, se cometió en toda ella, y señaladamente en mi persona, un atentado tan atroz, que la historia de las na­ciones cultas no presenta otro igual, así por circunstancias, como por la serie de sucesos que allí se vieron; pues viola lo más alto y sagrado del derecho de gentes, fui privado de mi libertad, y de hecho del gobierno de mis reinos, y trasladado a un palacio con mis muy amados hermanos y tío, sirviéndonos de decorosa prisión por espacio de seis años aquella mansión.

En medio de esta aflicción siempre tuve presente en mi memoria el amor y lealtad de mis pueblos, y en gran parte era atormentado con la consideración de infinitos males a que quedaban expuestos, rodeados de enemigos, casi desproveídos de todo para poder resistirlos, sin Rey, ni un Gobierno establecido de antemano, que pudiese po­ner en movimiento reunido a su voz la[s] fuerzas de la na­ción, dirigir su impulso, y aprovechar los recursos del Es­tado, para combatir las considerables fuerzas que simultáneamente invadieron la Península, y estaban ya pérfidamente apoderadas de sus plazas.

En tan lastimoso estado expedí en la forma, que rodea­do de la fuerza lo pude hacer, el decreto de 5 de mayo de 1808, dirigido al Consejo de Castilla, y por su falta a cualquier Cancillería, o corporación que estuviese en li­bertad para que convocasen [a] las Cortes; las cuales única­mente debían ocuparse por entonces en proporcionar los arbitrios y subsidios necesarios para atender a la defensa del reino, quedando permanente[s] para lo demás que pudiese ocurrir: mas este mi real decreto por desgracia no fue conocido entonces; y aunque después lo fue, las provincias por medio de juntas que crearon, establecie­ron su Gobierno, luego que tuvieron noticia de la cruel escena ejecutada en Madrid por el jefe de las tropas fran­cesas en el memorable día del 2 de mayo.

Se siguió la gloriosa batalla de Bailén; los franceses huyeron hasta Victoria; y todas las provincias con la ca­pital me aclamaron de nuevo Rey de Castilla, y de León, en la forma que lo habían sido mis augustos predecesores. Hecho reciente de que las medallas acuñadas en todas par­tes dan un verdadero testimonio, el que han confirmado los pueblos de mi tránsito en mi vuelta de Francia, con la efusión de sus vivas, que conmovieron la sensibilidad de mi corazón en el que se grabaron para nunca borrarse. De los diputados que nombraron las juntas se formó la [Junta] Central, que ejerció en mi real nombre todo el poder de la Soberanía desde septiembre de 1808 hasta enero de 1810, en cuyo mes se estableció el primer Consejo de Regencia, en el que se continuó el ejercicio de aquel po­der hasta el 24 de septiembre del mismo año, en el cual fueron instaladas en la isla de León las Cortes llamadas Generales y Extraordinarias, concurriendo al acto del juramento en que prometieron conservarme todos mis dominios como a su Soberano ciento cuatro diputados, a saber cincuenta y siete propietarios y cuarenta y siete sustitutos, según consta del acta que certificó el Secretario de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia, don Nicolás María de Sierra.

Mas estas Cortes convocadas de un modo jamás usado en España aún en los casos más arduos, y en los tiempos más turbulentos de minoridades de reyes, en que solía ser más numeroso el concurso de procuradores, que en las Cortes comunes y ordinarias, no fueron llamados los estados de la nobleza y clero, aunque la Junta Central lo tenía mandado, habiéndose ocultado con arte al Conse­jo de Regencia este secreto, y también que la Junta le ha­bía señalado la presidencia de las Cortes, prerrogativa de soberanía, que no habría dejado la Regencia al arbi­trio del Congreso, si de ello hubiese tenido noticia. Con esto quedó todo a disposición de las Cortes, las cuales en el mismo día de su instalación y por principio de sus ac­tos, me despojaron de la Soberanía poco antes reconoci­da por los mismos diputados, atribuyéndola nominal­mente a la Nación, para apropiarse de ella, y dar a ésta después sobre tal usurpación las leyes que quisieron, im­poniéndole el peso de que forzosamente las recibiese en una nueva Constitución, que sin poder de provincia, pue­blo ni junta, y sin noticias de las que se decían represen­tados por los substitutos de España e Indias, establecie­ron los diputados, y ellos mismos sancionaron y publi­caron en 1812.

Este primer atentado contra las prerrogativas del trono abusando del nombre de la Nación, fue como la base de los muchos que a éste se siguieron, a pesar de la repug­nancia de muchos diputados, tal vez de mayor número, fueron adoptados y elevados a leyes, que llamaron fundamentales por medio de la gritería, amenazas, y violen­cia de los que asistieron a las barandas de las Cortes con que se imponía y aterraba; y lo que verdaderamente era obra de una facción, se revestía con el especioso título de voluntad general, haciéndose pasar por tal la de unos pocos sediciosos, que en Cádiz, y después en Madrid, ocasionaron pesares y cuidados a los buenos. Estos he­chos son tan notorios, que apenas hay uno que los ignore, y los mismos diarios de las Cortes ofrecen bastantes tes­timonios de ellos. Un modo de hacer leyes tan ajeno de la Nación española, dio lugar a la alteración de las bue­nas leyes con que en otro tiempo fue respetada y feliz. A la verdad, casi toda la forma de la antigua Constitu­ción de la monarquía se innovó: y copiando los princi­pios revolucionarios y democráticos de la Constitución francesa de 1791, y faltando a lo mismo que se anuncia en el principio de la que se formó en Cádiz, se sancionaron, no las leyes fundamentales de una monarquía moderada, sino las de un gobierno popular, con un jefe o majestad mero ejecutor delegado, y no Rey, aunque allí se le dé este nombre para alucinar y seducir a los incautos y a la Nación.

Con la misma falta de libertad se firmó y juró esta nue­va Constitución; y es sabido de todos no sólo lo que pasó con el respetable Obispo de Orense, sino también la pena con que se amenazó a los que no subscribiesen y jurasen. A fin de preparar los ánimos a admitir tamañas noveda­des, especialmente las relativas a mi real persona y pre­rrogativas del trono, se procuró por los papeles públicos (en algunos de los cuales se ocupaban diputados de las Cortes abusando de la libertad de la Imprenta establecida por éstas) hacer odiosa la autoridad real, dando a todos los derechos de la majestad el nombre de despo­tismo, haciendo sinónimos los del Rey y déspota, llaman­do tiranos a los reyes al mismo tiempo que se perseguía cruelmente a cualquiera que tuviera firmeza para con­tradecir o disentir de este modo de pensar revolucionario y sedicioso, efectuándose en todo el democratismo, quitando del ejército y armada y de todos los establecimien­tos que de largo tiempo tenían el título de reales, este nombre, y substituyéndole el de nacionales, con que se lison­jeaba al pueblo; el cual a pesar de tan perversas artes, conservó por su lealtad los buenos sentimientos, que siem­pre formaron su carácter.

De todo esto, luego que entró dichosamente en mi rei­no, fui adquiriendo fiel noticia y conocimiento, parte por mis propias observaciones, parte por los papeles públicos, en los que hasta estos días con impudencia se derra­maron especies tan groseras e infames acerca de mi venida, y carácter que respecto de cualquier otro serían muy graves ofensas dignas de severa reprensión y castigo. Tan inesperados hechos llenaron de amargura mi corazón, y sólo fueron bastantes para templarla las demostracio­nes de amor de todos los que esperaban mi venida para que con mi presencia, pusiese fin a estos males, y la opre­sión en que estaban los que conservaron en su ánimo la memoria de mi persona y suspiraban por la verdadera felicidad de la patria. Yo os juro y prometo, verdaderos y leales españoles, al mismo tiempo que me compadezco de los males que habéis sufrido, que no quedaréis defraudados en vuestras nobles esperanzas. Vuestro Soberano quiere serlo para vosotros, y en esto coloca su gloria: en serlo de una nación heroica, que con hechos inmortales ha granjeado la admiración de todos y ha conservado su libertad y honor.

Aborrezco y detesto el despotismo; ni las luces y cultu­ra de las naciones de Europa lo sufren ya, ni en la Espa­ña fueron déspotas jamás sus reyes, ni sus buenas leyes y Constitución lo han autorizado, aunque por desgracia, de tiempo en tiempo se hayan visto como en todas par­tes, y en todo lo que es humano, abusos del poder, que ninguna Constitución posible puede precaver del todo: no fueron vicios de que adolecía la nación, sino de per­sonas y efectos tristes, pero muy raras veces vistos por circunstancias que dieron lugar y ocasión a ellos. Es tiempo ya de precaverlos cuanto sea dado a la previsión humana, a saber conservando el decoro de la dignidad real y sus derechos, y los que pertenecen a los pueblos, que son igualmente inviolables. Yo trataré con los procuradores de España e Indias en Cortes legítimamente con­gregadas, compuestas de unos y otros, lo más pronto, que restablecido el orden, y los buenos usos en que ha vivido la nación, y que con su acuerdo habían establecido los reyes mis augustos predecesores para congregarlas, se establecerá sólida y legítimamente cuando convenga al bien de mis reinos y que mis vasallos vivan prósperos y felices en una región e imperio enteramente unidos con lazo indisoluble, en lo que consiste la felicidad temporal de un Rey, y de un reino, que tienen por excelencia el tí­tulo de católicos; y desde luego se pondrá mano en pre­parar y reglar lo que mejor parezca para la reunión de estas Cortes, donde espero queden afianzadas las bases de la prosperidad de mis súbditos de uno y otro hemisferio.

La libertad y seguridad individual y real quedaran firmemente afianzadas por medio de leyes, que estableciendo la pública tranquilidad y el orden, dejen a todos la saludable libertad, en cuyo gozo imperturbable, que distingue un gobierno moderado de un gobierno arbitrario y despótico, deben vivir los ciudadanos que están su­jetos a él. De esta justa libertad gozaran también todos para comunicar por medio de la imprenta, sus ideas y pensamientos, dentro siempre de aquellos límites que a la sana razón soberana a independientemente prescribe a todos para que no degenere en licencia; pues el respeto que se debe a la religión y al Gobierno y el que los hom­bres deben mutuamente guardar entre sí, en ningún go­bierno culto se puede razonablemente permitir que im­punemente se atropelle y quebrante. Cesará también toda sospecha de disipación de las rentas del Estado, se­parando la Tesorería lo que se señalare para los gastos que exige el decoro de mi real persona y familia, y los de la Nación, a quien tengo la gloria de mandar, de las ren­tas que con acuerdo del reino se impusieren y señalaren para la conservación del Estado en todos los ramos de su administración.

Y las leyes que en lo venidero hayan de servir de nor­ma a las acciones de mis súbditos serán establecidas con acuerdo de las Cortes. De manera que estas bases puedan servir de seguro anuncio de mis reales intenciones en el gobierno de que me voy a encargar, y harán cono­cer a todos no un déspota, ni un tirano, sino un Rey y un padre de sus vasallos. Por tanto, habiendo oído lo que únicamente me han informado personas respetables por su celo y conocimientos, y lo que a este respecto se me ha impuesto por medio de representaciones, que de varias partes del reino se me han dirigido, en las cuales se expresa la repugnancia, y disgusto con que, así las consti­tuciones formadas en las Cortes Generales y Extraordi­narias, como los demás establecimientos políticos de nue­vo introducidos, son oídos en las provincias; los perjui­cios y males que se han derivado de ellos, y se aumenta­rían si yo autorizase con mi consentimiento, y jurare aque­lla Constitución; conformándome con tan decididas y ge­nerales demostraciones de la voluntad de mis pueblos por ser ellas justas y fundadas, declaro que mi real ánimo es, no solamente no jurar, ni acceder a dicha Constitución, ni a decreto alguno de las Cortes Generales y Extraordinarias, y de las ordinarias actualmente abiertas, a saber los que se han desprovisto de los derechos y pre­rrogativas de mi Soberanía, establecidos por la Consti­tución y leyes en que de largo tiempo ha vivido la Na­ción; sino declarar aquella Constitución y tales decretos nulos y de ningún valor ni efecto ahora, ni en tiempo al­guno, como si no hubiesen pasado jamás tales actos, y se quitasen del medio del tiempo, y sin obligación en mis pueblos y súbditos de cualquier clase y condición para cumplirlos y guardarlos.

Y como el que quisiese sostenerlos, o contradijese esta mi real declaración, tomada con dicho acuerdo y volun­tad, atentaría contra las prerrogativas de mi Soberanía, y de la felicidad de la Nación, y causaría perturbación y desasosiego en mis reinos; declaro reo de lesa majestad a quien tal osare, o intentare, y que como a tal se le im­ponga pena de muerte, sea que lo ejecute de hecho, por escrito o de palabra, moviendo o imitando, o de cualquier modo exhortando y persuadiendo a que se guarden u ob­serven la dicha Constitución y decretos. Y para que en­tre tanto se restablezca el orden, y lo que antes de las novedades introducidas se observaba en el reino, acerca de lo que sin pérdida de tiempo se irá proveyendo lo que convenga, no se interrumpa la administración de jus­ticia; es mi voluntad, que entre tanto continúen las jus­ticias ordinarias de los pueblos, que se hallan establecidas, los jueces letrados donde los hubiere, y las corpo­raciones, intendentes, y demás tribunales de justicia en su administración, y en lo político y gubernativo las cámaras de los pueblos según de presente están, y entre tanto que se establece lo que convenga guardarse, hasta que oídas las Cortes que llamaré, se asiente el orden es­table de esta parte del Gobierno del reino.

Y desde el día en que éste mi decreto se publicare, y fuere comunicado al Presidente, que en este tiempo preside las Cortes, que actualmente están abiertas, cesarán éstas en sus sesiones y en sus actas, y en las de las anterio­res; y cuantos expedientes hubieren en sus archivos, Se­cretaría, o en poder de cualquier individuo, se recojan por la persona encargada de la ejecución de este mi real de­creto, y se depositen por ahora en la casa de la cámara de la ciudad de Madrid, cerrando y sellando la pieza en que se colocaren los libros de su biblioteca, se trasladarán a la real; y a cualquiera que tratare de impedir la ejecu­ción de esta parte de mi real decreto, de cualquier modo que lo haga, lo declaro igualmente reo de lesa majestad, y que como a tal se le imponga pena de muerte. Y desde aquel día cesará en todos los tribunales del reino el curso de cualquier causa pendiente por infracción de la Cons­titución; y los que por tales causas se hallaren presos, o de cualquier modo detenidos, no siendo por otro motivo justo según las leyes, sea[n] inmediatamente puesto[s] en li­bertad. Que así es mi voluntad, por exigirlo así la felici­dad de la Nación.— Dado en Valencia, en 4 de mayo de 1814.— Yo el Rey.— Como secretario del Rey con ejerci­cio de decretos y habilitado especialmente para éste.—­ Pedro de Macanaz.

 

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[7] Se refiere a Manuel Godoy, Príncipe de la Paz (N. del E).