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El Monitor Araucano
Tomo II. N° 70.- Martes 16 de Agosto de 1814.
Consulta del Gobierno. Consulta sobre creación de Vicariato General del Ejército. Nombramiento.

No queriendo el Gobierno proceder inconsulto en materias que padecen la contrariedad de la costumbre, consulta a Vd. (como a Doctor, Teólogo y Canonista) si podrá premiar los eclesiásticos beneméritos con las dignidades de la jerarquía de su orden, y constituir un Vica­rio General de los ejércitos que inmediatamente vigile acerca de la conducta de los capellanes de esta clase. Dios guarde a Vd. muchos años.— Santiago, 6 de agosto de 1814.— Carrera.— Uribe.— Muñoz.— Señor Doctor don Bernardo de Vera.

Contestación

Excelentísimo Señor:

Mi gratitud se ve obligada a V.E. por el concepto que forma de mis luces sin merecerlo; y este mismo honor con que me distingue, me impone el deber de contestar a una consulta, en que la verdad lucha con los prestigios de la costumbre. Ella se reduce a dos puntos, que tocaré por su orden:

1°. Si podrá el Gobierno premiar a los eclesiásticos be­neméritos con las dignidades de la jerarquía de su orden.

2°. Si podrá constituir un Vicario General de los ejér­citos que inmediatamente vigile acerca de la conducta de los capellanes de esta especie.

Después que los sabios Campomanes y Pereyra detallaron los principios primordiales del Patronato, ya no es necesario empeñar la fuerza del argumento para conocer que él es un derecho, que nada tiene de personal, y que esencialmente se encuentra entre las atribuciones de la Soberanía, cualquiera que sea la forma del Gobierno que la ejerza. Es de su obligación celar que los ministros del santuario, en los estados que rige, sean adornados de calidades propias para el ministerio; y a la dotación de su congrua y decencia por el tesoro público, es consiguien­te el derecho de presentarlos en aquella magistratura a cuya acción distributiva está sujeto ese caudal de los pueblos.

De aquí infiero yo, que las bulas de Alejandro sexto y Julio segundo, confirmativas del patronato de los re­yes, ni convalidaron, ni añadieron una nueva firmeza a ese derecho innato de la soberanía. Su aceptación fue un acto de humilde deferencia, que jamás pudo fundar un origen pontificio en la prerrogativa, que siempre sub­sistirá sin ese privilegio. Así es que la hemos visto soste­nerse contra las protecciones de la misma curia romana por los emperadores Federico 2° y Felipe Augusto, por el santo Rey Luis IX de Francia, por Duarte 2° de Inglaterra, por don Alfonso el Sabio, y Pedro 1° de Cas­tilla, por don Fernando 2° de Aragón, por don Alonso III y V, por don Manuel y don Juan III de Portugal, y aún en nuestros días por el Infante Duque de Parma y Placencia. El Concilio de Trento da por suficiente cau­sa del patronato de los particulares, el que hayan dotado con su caudal los beneficios. La Soberanía no es de peor condición. Ella no es el patrimonio de una familia: ni es de importancia que se administre por una o muchas perso­nas. La historia nos refiere las variaciones del sistema gubernativo, ya en monárquico, ya en aristocrático, ya en democrático, en la Italia, en Francia, en Hungría, y en otros países del Oriente, Norte y Occidente, sin que a la mudanza de manos siguiese la extinción de aquel gran derecho.

Es verdad que entre las vicisitudes y oscilaciones de un pueblo naciente pudiera levantarse el escrúpulo acer­ca del derecho porque lo haya sobre la legitimidad del Gobierno. Pero él es peculiar del Poder Ejecutivo en toda circunstancia; y más propiamente pertenece al hecho, mientras de hecho no se interrumpa la dotación de la jerarquía eclesiástica por el tesoro público, que es lo que en realidad produce y radica el patronato en el Gobierno alimentante.

Sin embargo, sería oportuno que éste se abstuviera de proveer los beneficios con aplicación de rentas, ya para cautelar toda ansiedad en la opinión, ya para no gravar el Erario con nuevas erogaciones en medio de sus apuros sin que se presente una necesidad de urgencia para esa provisión. Los eclesiásticos beneméritos pueden distin­guirse con todos los honores civiles de la jerarquía de su Orden, cuya concesión nadie puede disputar a V.E. e interpelando al Venerable Dean y Cabildo, me parece no podría negarse a deferir en la parte que es suya, a la justa insinuación del Gobierno que preside al Estado en que la Iglesia forma la más exquisita porción, bajo de su tutela.

Estos mismos principios autorizan a V.E. para el esta­blecimiento de un Vicario General de los ejércitos de la patria, siempre que su institución se considere con el nue­vo y verdadero aspecto de las circunstancias, y sin echar la vista a costumbres y reglamentos anteriores, V.E. ne­cesita de un inmediato jefe que de cerca vele la conducta de los capellanes en la campaña. Este jefe debe ser del fuero de aquellos; y así sin entrar en el principio de la ju­risdicción castrense, siendo de primera importancia el nombramiento y correspondiendo hacerlo a la autoridad de cuya confianza debe ser este empleo, V.E. incuestionablemente puede elegirlo como un ministerio necesa­rio para el mejor régimen y servicio de las capellanías. Sólo no están a su alcance las facultades espirituales que debe impetrar del prelado de la Iglesia. Este en su diócesis tiene un poder tan ilimitado como el de la cabeza uni­versal en el orbe cristiano; y es de su decoro sostener la extensión y grandeza de esta jurisdicción apoyada en con­vencimientos demostrativos por el profundo y erudito Pereyra.

La brevedad con que V.E. me exige este dictamen, y mi genial prescindencia de las confusiones de una Teolo­gía metafísica, y del doloroso imperio de la rutina, lo presenta a V.E. en aquel lenguaje sólo propio de los sentimientos de verdad. Si no acierto con ella, me contentaré con mi deseo presidido del homenaje más íntimo a la religión.

Dios guarde a V.E. muchos años.— Santiago, 7 de agosto de 1814.— Doctor Bernardo de Vera.— Excelentísimo Su­premo Gobierno de Chile.

La Suprema Junta de Chile Representante de la

Soberanía Nacional

Por cuanto el mejor arreglo y servicio de los capella­nes del ejército exigen la vigilancia de un jefe inmediato en su clase que cele activamente sobre las funciones de este delicado ministerio: hallándose, todas las calidades necesarias en el benemérito ciudadano Vocal, don Julián de Uribe; por tanto, he venido en nombrarle Vicario Ge­neral de los Ejércitos de la Patria con todos los honores civiles que como a tal le corresponden; y para la subdelegación de facultades eclesiásticas del caso se pasará el presente despacho (después de tomada razón) al señor Provisor y Vicario Capitular. Dado en el palacio de Gobierno, sellado con el sello mayor de las armas de la patria, y refrendado por el Secretario de la Guerra, en la ciudad de Santiago de Chile, a 11 de agosto de 1814.— José Miguel Carrera.— Manuel de Muñoz y Urzúa.— ­Carlos Rodríguez, Secretario de Guerra.

El señor Vicario Capitular en sede vacante Doctor don José Antonio Errázuriz, en auto del 16 del mismo le ha conferido todas las facultades y jurisdicción eclesiástica pro­pia de aquel ministerio, al cual se sujetan los capellanes del ejército. La armonía entre la potestad espiritual y civil es la gloria de un pueblo católico.