Santiago, 13 de agosto.
Acaba de llegar correo de Buenos Aires, y en él se conducen documentos de la mayor importancia insertos en las Gacetas de [Río de] Janeiro del 14, 15, 16, 18 y 22 de Junio último, cuyo extracto se dará progresivamente, ya que ni la premura del tiempo, ni la de este papel permiten copiarse por ahora.
La restitución de los príncipes depuestos a sus antiguos tronos debe hacerles conocer que hoy adquieren la corona, por el reconocimiento y aceptación libre de los vasallos, en cuya mano estuvo afianzarla (si hubiesen querido) en las sienes de la nueva dinastía; y este mismo conocimiento penetrando el corazón de los Pueblos, no los dejará olvidar sus derechos, y el interés de establecerse unos pactos constitucionales, que aseguren su dignidad y su dicha. Es verdad que la ignorancia se armará, con todos los antiguos hábitos, y se presentará sin vergüenza pero con orgullo revestida de la miserable jerga de la rutina. El que no deduzca consecuencias ajustadas a sus causas, apenas tiene entendimiento para ver pero no para discurrir, si no hay generosidad para conceder sus fueros a la verdad; el valor y la fuerza deben suplir la impotencia de los derechos. Si nuestras desgracias nos privasen de todo, se consumará el sacrificio al imperio de los sucesos.
Mas, ¿será una ley forzosa del destino que seamos siempre infelices? No habremos observado que la principal causa de nuestros infortunios es la desunión? Y será imposible que nos unamos? Yo admiro en el repentino trastorno de la Europa esa sólida coalición general con que las potencias beligerantes, después de ensangrentadas en la horrenda y porfiada lucha de más de veinte años, se han traído en un momento los dulces días de la paz. ¿Por qué no deberemos esperar que tomando una lección en ese ejemplo de necesidad y de conveniencia huyamos del terrible cuadro de la guerra civil como de un monstruo infernal, que va a concluir con el voto de la justicia y de los destinos de estos preciosos Pueblos? Ya no pueden inquietarnos las maquinaciones del gran genio de la guerra. Toda la pompa, la majestad y la omnipotencia de Napoleón Bonaparte se ha reducido al pequeño ámbito de una isla; y a sus legiones de honor subroga una escolta de 500 hombres. La alta mano de sus negociadores perdió ya toda su influencia. Entre tanto nosotros mismos nos destruimos; y parece que un desorden característico hubiese decretado el empeño de renovar en el nuevo hemisferio los desastres que han cesado en el antiguo. El espíritu se abandona a la melancolía, o al egoísmo, cuando desespera entre la incertidumbre de la suerte futura de su patria, que mira desolarse, sin entrar en el importante cálculo de un porvenir que necesariamente ha de suceder. Si el padre de familia hecha la vista sobre sus tiernos hijos, no acierta a pronosticarles un día de luto, o de prosperidad; mientras él tampoco es capaz de señalarse a sí mismo el pronóstico. Ciudadanos, que podéis hacer dichoso, o desgraciado vuestro país, enterneceos, escuchad el grito de la naturaleza, y decidíos de una vez a fijar el pie en un punto de unidad que salve la patria, esa patria que no es una voz abstracta e insignificante, sino la reunión de vosotros, y vuestros compatricios.