¿Qué importa que un pueblo conozca sus derechos y haga ostentación del empeño de conservarlos, si a cada paso se confunde la libertad con la licencia? Tal es nuestra situación, mientras no haya una ley que detalle las obligaciones de los ciudadanos; la forma, duración, poder, y deberes del Gobierno, su responsabilidad y la de los magistrados; en fin, que reglamente de un modo sólido la administración pública, y aquel gran orden que fija los verdaderos principios de la vida civil. Un Pueblo sin Constitución es una asociación de hombres en quienes no se divisa otro enlace que el de aquellas relaciones mantenidas por la costumbre y expuestas continuamente a romperse con el choque de las pasiones. La América no ha tenido otro Código Constitucional que el que formaron, propiamente para neófitos, plumas que aún humeaban en la sangre de la conquista. Pero cuando la revolución general le hizo entender que ya había pasado su infancia, es indisimulable la indolencia de aquellos pueblos, que abandonados a las agitaciones de un entusiasmo sin sistema, se olvidan de su propio decoro, y se entregan al sólo arbitrio de las ocurrencias para perderse en el torbellino de los sucesos: como el que saliendo de la minoridad maneja sin consejo un patrimonio que ve desaparecido cuando más le necesitaba.
No es preciso que nos miremos en absoluta independencia para meditar una Constitución. La conservación del cuerpo político es la obra exclusiva de los que le componen; y mientras no se niegue a Chile el carácter de un verdadero pueblo, él no sólo tiene derecho, sino que se halla en la necesidad de establecer los pactos regulativos de esta sociedad de hombres tan libres como los demás dominios de la tierra pare establecerlos. Su seguridad y su fortuna no son una propiedad enajenable y disponible por la voluntad ajena. Pero si esperamos nuestra felicidad de disposiciones tan variables como los acontecimientos de la revolución, sentiremos diariamente que ellas más bien han sido las condiciones de la esclavitud que la regla de la libertad: en faltando una ley de que forzosamente se derive la bondad del Gobierno, serán miserables los ciudadanos que una vez se equivocaron en la elección; y su suerte estará siempre dependiente de la triste alternativa del vicio y de la virtud. Yo me atrevo a decir que un pueblo sin Constitución es un grupo de infelices dejados al capricho y a la intolerancia del poder físico: estado deplorable en que tampoco puede pronunciarse un juicio sobre los empeños del más fuerte; porque no es indudable que el ciudadano que repulsa una agresión se cree legítimamente revestido de la autoridad de la ley que no puede invocar en su socorro, porque no existe. Y entonces ¿quién decidirá entre el derecho del opresor o del oprimido? Sólo el éxito sentenciará esta causa; y su justicia se buscará inútilmente en la diferencia de los conceptos, que cambiando las revoluciones en peligrosas turbulencias, traen la ruina irreparable de la patria.
Todo conspira imperiosamente porque se acelere el precioso momento en que Chile oiga la voz suspirada de una Constitución. ¡Dichoso el Gobierno bienhechor que realice esta dulce esperanza! La edad presente transmitirá su memoria a la posteridad con aquel lenguaje de gratitud que hace inmortales a los héroes, adorable el nombre de legisladores y envidiable la suerte de los pueblos.