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El Monitor Araucano
Tomo II. N° 64. Martes 25 de Julio de 1814.
Continúa el asunto del número anterior. Disertación sobre cuál será en la Península la suerte de la Constitución y de las nuevas reformas intentadas y emprendidas por las Cortes. (Véase desde el número 52).

Un Gobierno sabio, lejos de atentar contra la libertad del pensamiento, favorecerá por sus leyes el derecho que tiene cada uno a contribuir, según sus luces, a la instruc­ción de sus semejantes. Debemos a la imprenta la comunicación más fácil de los conocimientos, y la variación prodigiosa causada por esta comunicación, que nos da una superioridad notable sobre los demás habitantes del globo: deberemos también a esta invención la permanen­cia de esta superioridad y la imposibilidad de volver a caer en la barbarie. Limitar y molestar el ejercicio de una invención tan útil, es restituirnos a los siglos oscuros de nuestros abuelos, y sujetarnos de nuevo a la dominación de los godos y los vándalos. La libertad de la prensa y de la lectura es un derecho incontestable fundado so­bre el derecho que tenemos a instruirnos.

La libertad de la prensa y de la lectura no está sujeta a inconvenientes; la verdad no puede ser nociva. Si las obras impresas contienen verdades aunque estas verdades parezcan extrañas y distantes de las opiniones comunes, en lugar de ser dañosas, serán siempre útiles. Si los libros enseñan errores, su lectura rectificará precisamente estos errores, y los hombres se desengañaran, porque muchas veces están imbuidos de los mismos errores sin conocer­los. La libertad de discutir las materias ante el tribunal del público, y el choque de los discursos y de las opinio­nes, harán descubrir la verdad, y asegurarse de su evidencia. Si sucediese que algunos autores infelices publicasen obras contrarias a las costumbres, la indignación del pú­blico ilustrado, y la sátira y censura de los literatos pre­vendrían el peligro, y harían caer aquellas obras en la oscuridad de que salieron.

Si en general el hombre tiene derecho a la libertad de pensar, con más razón debe tenerlo acerca de aquellas materias que él juzga más esenciales a su felicidad, y a su quietud. ¿Quién podrá negar que yo tengo derecho de elegir entre dos opiniones la que parezca más verdadera? ¿Quién negará que es cosa muy cruel obligarme a abra­zar un dictamen que tengo por falso o cuyas razones no me convencen? Tú crees que el sol gira alrededor de la tierra, y que ésta ocupa el centro del universo: para mí tu opinión es absurda y contraria a las observaciones as­tronómicas y a las leyes de la naturaleza; mas como la libertad de tu juicio es un resultado necesario de tu pro­piedad y de tu libertad, no te inquieto sobre este punto, ni imploro contra ti la fuerza de la autoridad, convencido de que el Gobierno que no respete esta libertad, no conoce sus intereses, ni los derechos de los hombres que debe dirigir. ¿Ni qué podría yo alegar contra ti, y para acrimi­nar tu conducta, que no fuese algún sofisma dictado por el interés propio, por la persecución, y por el deseo de dominar tu espíritu? Si yo digo que mi opinión está consig­nada en los autores más clásicos, me dirán, esos libros abundan en disparates, aunque tienen cosas buenas; ade­más ellos eran hombres como yo. Si te digo que la ver­dad, que está de mi parte, me autoriza contra ti, me dirás: eso es lo que está en cuestión, a saber, si la verdad está por mí o por ti. Si te digo: esta es una cosa en que convienen todos, y de la cual sólo se separan algunos so­berbios, me dirás: como de esos absurdos creen todos, y los creerán siempre por debilidad, preocupación, educa­ción, ignorancia, ocio, y corto alcance. Si te digo: yo debo vengar a la naturaleza ofendida; me dirás: ¿es pues el hombre el que ha de vengar a la naturaleza? No tiene la naturaleza para vengarse el rayo y el terremoto? No sa­be ella arrastrar, y subyugar los espíritus por medio de sus maravillosos y escondidos resortes? Si no lo hace, es porque nuestras discusiones abstractas o no son poco in­teresantes, o están abandonadas a la decisión de nuestro juicio.

Más ya me parece prudencia terminar este discurso, porque era necesario tratar con toda extensión un punto para el cual el sabio español juzgó que no estaban dis­puestos los ánimos de aquellos para quienes escribía. Vendrá tiempo en que lo estén, y entonces el hombre im­parcial alzará el veto de la prudencia, y hallará que todo está dicho.