Si yo tuviese la instrucción y el tiempo necesario para recorrer la historia de la literatura, veríais a la superstición y al fanatismo mostrando todos los caracteres de la infancia: sin seguir jamás un plan racional, sino una conducta llena de contradicciones a inconsecuencias; dejándose engañar, y estafar de todos; divirtiéndose con fruslerías y puerilidades miserables; enfureciéndose contra los que pretenden quitarles aquellos juguetes, elevar sus pensamientos y hacerles beber los principios en la contemplación de la naturaleza. En unas partes los pueblos han entrado en furor cuando han creído que están atacadas sus opiniones especulativas, al mismo tiempo que han visto con placer estúpido corromperse la moral y herirse la pureza de las costumbres con las canciones más indecentes y los espectáculos más licenciosos. ¿Es acaso menos interesante la parte práctica y la moral de una opinión; o no reconocen un mismo origen? ¿O es acaso porque lo uno es penoso, y lo otro no cuesta nada? Tal vez está en la razón; y por eso algunos pueblos en cuyo centro estuvo el trono y el foco del fanatismo, se hicieron famosos por enponzoñamientos, perfidias, y crímenes vergonzosos y horrendos, que espantan a la naturaleza. ¿Quién no admira la contradicción que había entre las opiniones de los griegos y romanos y entre sus costumbres, leyes y máximas en los tiempos florecientes de sus repúblicas? Las costumbres eran puras, severas y nobles, y sus dioses licenciosos y obscenos. Venus era adorada de las matronas llenas de virtudes y modestia; y el magistrado castigaba en el malhechor los excesos de los mortales. ¿Era esto porque las costumbres y las leyes son más fuertes que las opiniones? Si es así, esta es una gran lección para la política.
Hasta aquí llegaba este discurso cuando un compatriota muy apreciable, tan distinguido por sus sólidos y varios conocimientos y buen gusto, como por su celo por la ilustración del país, me favoreció con la obra inmortal intitulada Principes de la Legislation Universelle, de la cual extractaré algunos artículos sobre la presente materia, y siempre que fuese posible, verteré sus doctrinas en otros discursos. Esta obra es una de las profundas y luminosas que ha producido la Europa y muchos escritores célebres se aprovecharon de ella sin citarla.
La propiedad de nuestros pensamientos es una parte importante de nuestra propiedad personal. Ninguna autoridad tiene derecho para turbarnos en el goce de esta propiedad legítima; y la libertad de pensar es una prerrogativa esencial a todo hombre que no haya caído en demencia.
Toda fuerza superior que ponga trabas a la libertad de pensar es igualmente injusta y absurda. Es injusta, porque ataca un derecho sagrado del hombre; es absurda, porque emplea medios inútiles para obtener un fin imposible. La opinión no puede ser mandada, porque depende del modo de ver y combinar las ideas. La fuerza recae sólo sobre acciones visibles, y sólo domina sobre los signos exteriores del pensamiento. La fuerza puede obligar a un hombre a que pronuncie ciertas palabras; pero ningún poder humano hará que correspondan estas palabras a los pensamientos del que las pronuncia.
Nadie niega que el Gobierno puede hacer hipócritas, obligándonos a hablar contra nuestros sentimientos: puede también embrutecer al pueblo, dejándolo arrastrarse en la ignorancia como un animal inmundo, para hacer creer los absurdos más groseros. Pero ¿qué pensaremos de un Gobierno que dé a sus súbditos un carácter falso, enseñándole la duplicidad, y que los haga inhábiles para todo, manteniéndolos en una ceguera estupidez? Una nación degradada por la hipocresía y la ignorancia caerá en desprecio y jamás gozará de una prosperidad durable. Si investigando las causas de la decadencia de los pueblos, se atiende a la degradación lenta, producida por el defecto de la libertad de pensar, se hallarán las causas frecuentes de la desgracia y debilidad de los estados en la superstición y en el embrutecimiento de los espíritus.
(Se continuará).