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El Monitor Araucano
Tomo II. N° 61. Viernes 15 de Julio de 1814.
Continúa el asunto del número 59. Disertación sobre cuál será en la Península la suerte de la Constitución y de las nuevas reformas intentadas y emprendidas por las Cortes. (Véanse los números 52 al 64).

Los Califas fueron muy fanáticos; uno de ellos al entrar en la famosa biblioteca de Alejandría, aquel tesoro de los conocimientos humanos, recogidos allí por amor a la sa­biduría de los reyes de Egipto, dijo: “Si estos libros contienen cosas contrarias al Alcorán, deben ser quemados, como dañosos; si contienen cosas que no estén en el Alco­rán, deben ser quemados como inútiles, porque en el Alco­rán se halla todo lo necesario; y si contienen todo lo que se halla en el Alcorán deben ser quemados como superfluos”. En virtud pues de esta sentencia se entregó a las llamas toda la biblioteca, y los libros mantuvieron el fuego de los baños públicos por seis meses. ¡Cuántas verdades, cuántos hechos, cuántos descubrimientos no llegaron pues hasta nosotros, cuántos pensamientos sublimes se perdieron por la barbaridad de aquel fanático! Pero con todo, mientras los libros ardían, si alguno de sus autores vivía, tal vez estaría con frío: el furor del Califa fue sólo contra los libros. En otras épocas, y en otros países han tenido más que temer los autores. Por eso es incalculable el número de grandes ideas y de pensamientos divi­nos, que el temor ha condenado a eterno silencio. Esta es la verdad en que convendrán cuantos estén algo ver­sados en la lectura, y cuantos hayan escrito alguna vez. Muchos autores, en llegando a tratar ciertos puntos, se vuelven oscuros, y se contentan con hacernos adivinar sus ideas. Un escritor del siglo pasado notó varios pasa­jes en que el mismo Newton no se atrevió a explicarse con claridad; pero en que dio bien a entender que quería decir: Júpiter est quod qu que vides. Aunque lo hubiese dicho más claramente, no habríamos tenido más que la opinión de un filósofo, y encerrada en libros que rarísi­mos leen. ¡Qué lastima es que en algunos países las plu­mas más bellas no hayan podido escribir la historia de su tiempo, ni combatir ciertos abusos! Que tantos hombres excelentes no nos hubiesen podido dejar en herencia todos sus pensamientos, y aún sus conjeturas! Desengañémonos: donde se tiranice el pensamiento y la palabra, ni hay verdad histórica, ni el genio se eleva, ni se ocupa con utilidad; ni la reflexión ni la crítica versan sobre los asuntos más interesantes. Donde se prohiben in totum los escritos que descubren los delirios, las flaquezas y los atentados contra los derechos de los pueblos, cometidos por los que tienen la autoridad y el poder, la historia es únicamente un conjunto de mentiras y hechos desfigura­dos cuya lectura no puede traer el menor provecho. El historiador debe ser verídico para ser útil, y debe desen­volver las causas de todos los sucesos, pero, ¿quién tiene tanto valor que ose decir la verdad sin más premio que ir a una prisión, y tal vez a presidio o a la muerte, y que sus escritos sean quemados, y perseguidos como altamen­te criminales? Así es como todo se reúne para probar la verdad de aquella aserción, que parece un principio: “Es muy difícil, si no imposible descubrir la verdad por medio de la historia”. Yo vi prohibirse la lectura de algunos li­bros  “porque contenían proposiciones injuriosas” a la memoria de ciertos personajes. Ved aquí la razón por qué algunas historias más parecen oraciones fúnebres que historias. Ved quebrantada por necesidad la primera ley de la historia: Nequd falsum ricere audeat, nequid verum dicere non andeat. ¿Será cierto que es tan feliz la condición de la especie humana que no puede dirigirse, ni mantenerse en quietud sino a fuerza de mentiras? Y cuando una gran parte de un pueblo descubra estas mentiras re­pentinamente, ¿cuáles serán las convulsiones que sobre­vengan? La historia moderna nos ofrece de este caso ejem­plos terribles.

Como sólo en los países libres son libres los escritores, parece cierto que la libertad de la pluma es un signo in­defectible de la existencia de la libertad civil, y que la es­clavitud de la pluma lo es de la servidumbre pública. De aquí es que los periódicos, o papeles públicos, de los pue­blos libres son la verdadera historia del tiempo presente; describen con ingenuidad los sucesos adversos y los prós­peros; presentan los clamores de los oprimidos, el estado bueno o malo de las rentas públicas, de la educación, de los ejércitos, de la marina; advierten al Gobierno de lo que debe recelarse, de lo que debe promover, de lo que debe presumir; transcriben los debates y dictámenes, o sensatos o disparatados, de los miembros de la legislatura: y como son tantos los periódicos, y sólo son ministeriales los que son del partido del ministerio, de la comparación de ellos resulta el conocimiento de la verdad; así como resulta en otros asuntos del choque de las opiniones, siempre que se viertan libremente. Por el contrario, los periódicos de los países esclavos son una coordinación de mentiras para mantener la ilusión del pueblo, y nun­ca le hablan de lo que más le interesa saber. ¿Y cuál es el resultado último de tales falsedades? El que pierdan el crédito los papeles, y que nada se les crea. De aquí es que leemos con tanta desconfianza lo que sólo consta por los diarios de París. ¡Rara desgracia de los pueblos! En todas las edades se ha apelado al engaño y a las tramoyas para di­rigirlos: en la Grecia, en Roma, las pitonisas, los oráculos, los libros de las Sibilas, sirvieron servilmente a la po­lítica. Si no fuera salir del asunto propuesto, y de los lí­mites de este papel, esta era ocasión de mostrar que para una vez que los artificios fueron útiles, diez mil fueron perjudiciales, volviéndose en contra los oráculos y los oscuros libros; y al contrario, hay potencias que no dejan de ser poderosas permitiendo que todo se piense, todo se conjeture, todo se hable y todo se imprima.

(Se continuará).