Si tantos males pues proceden de la ignorancia, cuán interesante es a la causa de la humanidad extender la ilustración y promover la perfección y los progresos de la razón publica. No es de extrañar que en algunas partes esté tan atrasada la civilización y la ilustración: innumerables obstáculos se han opuesto a la difusión de los conocimientos útiles, que son los únicos que pueden depurar y perfeccionar nuestros gobiernos, nuestras leyes, nuestra educación, instituciones y costumbres. Mas no perdamos la esperanza de que la razón humana se sacuda de las tinieblas, y tenga sus adelantamientos aunque lentos. Parece que los pueblos que aún están más atrasados en la cultura, no tendrán en ilustrarse tantas dificultades como los que les llevan ventajas en la ilustración, porque sólo les queda ya el trabajo de leer y meditar los excelentes libros de los pueblos cultos. Los inmortales autores de aquellos libros se desvelaron para nosotros, se expusieron a riesgos y arrostraron obstáculos y fatigas indecibles. Sus escritos están en lenguas extranjeras, y sus traducciones encuentran muchas dificultades; lo que nos descubre la necesidad y las ventajas del estudio de las lenguas sabias.
Otro fanatismo hay no menos sanguinario que el precedente, y podemos llamarlo fanatismo civil. Cuando de resultas de una gran revolución, sea en los negocios políticos, sea en los principios, máximas a ideas, se forman dos o más partidos, cada uno de los cuales tiene diversos deseos, intentos y opiniones, suelen estos partidos encarnizarse entre sí, y llenarse uno contra otro de un furor sanguinario y brutal. Esto es lo que siempre acaece en las guerras civiles, azote devastador de los pueblos. En ellas un partido ha intentado siempre dominar al otro, y ha creído que le es lícito usar del hierro y el fuego para obligarle a pensar como él piensa. Un partido tiene al otro o por rebelde o por contumaz, y la expresión ordinaria es: “Son obstinados, es necesario exterminarlos”. ¡Exterminarlos! ¿Y quién tiene derecho para mandar en el entendimiento, en el modo de ver las cosas, y en la opinión ajena? ¿Acaso los hombres al formar las autoridades y magistrados les dieron la facultad de que los matasen si alguna vez les parecía falso lo que ellos juzgaban ser verdad? ¿Yo te he de asesinar, te he de consumir en los calabozos porque no te hace fuerza un argumento que propongo? ¿No es cierto que tú mismo no puedes mandar a tu entendimiento, y que quieras o no quieras, él ha de ver que es falso lo que se le presenta como falso? Pues si tú no puedes mandar a tu entendimiento, será razonable que yo te de órdenes ¿Y por qué he de presumir yo que tenga más alcance que tú, ni que se me presenten las ideas con más claridad que a ti, de suerte que yo vea mejor que tú lo que esté o no esté comprendido en las ideas? Con todo, este fanatismo ha sido frecuente en las grandes conmociones de los imperios, y siempre ha sido destructor. Tan cierto es que lo mismo es atacar los derechos de los hombres que causar una calamidad. Y lo que hay más triste en el caso es que los siglos más ilustrados y cultos nos ofrecen ejemplos de este fanatismo. ¿Quién creería que después de proclamarse tan altamente en Francia los derechos del hombre, se hubiese hecho infame su revolución por los excesos del fanatismo civil? ¿Acaso los franceses al formarse en sociedad pactaron que si sobreviniese una gran revolución en aquel imperio, todos debían entonces querer y desear una misma cosa? ¿Y era acaso un medio seguro de reunir los ánimos, matar, violar, robar, incendiar? Sin embargo, la Convención Nacional usó con rara, prodigalidad de estos arbitrios para pacificar la Vendée. ¡Conducta horrible que en la época actual ha tenido imitadores! ¡Así es como se reproducen las escenas de carnicería y de frenesí para que los anales del mundo sean el cuadro de nuestras locuras y crímenes! Después de la derrota de los de la Vendée, en 16 de octubre de [17]93, la Convención decretó que se llevase el fuego y la espada a los últimos puntos del país. Los insurgentes, decorados con los nombres de bandidos y rebeldes, fueron tratados como bestias feroces, sus poblaciones destruidas, incendiadas sus mieses, quitados sus ganados: todas las personas sospechosas, hombres, mujeres y niños se mandó fuesen o guillotinadas o ahogadas, o pasadas por las armas. Ni los principios de los representantes del pueblo, ni la generosidad que podía suponerse en los generales republicanos, impidieron la ejecución de tan execrables decretos. El General Turreau, dijo a sus tropas en una proclama: “Vamos a entrar al país de los insurgentes: tenéis que quemarlo todo y pasar todo por la bayoneta: puede ser que entre ellos hayan [haya] algunos pocos patriotas; no obstante, todos deben ser sacrificados”. Los representantes Francastle, y Carrier, asistieron a la matanza de los sacerdotes, mujeres y niños en Nantes. Francastle ordenó un día que se atasen por la espalda 61 clérigos de Niebre, y otro día 1.500 mujeres, y 1.800 niños, y que fuesen ahogados en su presencia por medio de barcos que se echaban a pique. Al General Grignon, dijo en un oficio: “Debéis hacer temblar a los bandidos, y no darles cuartel. Las prisiones están llenas. ¿Para qué hay prisioneros en la Vendée? Es necesario quemar todas las casas, y molinos; todo el país debe transformarse en un desierto. No haya clemencia, tales son las intenciones de la Convención”. En el valle de San Game mandó abalear un cuerpo de 1.200 hombres que habían capitulado con la condición de que se les salvasen las vidas. Carrier excedió en crueldad a todos sus cómplices. Él llamaba a la guillotina un jeu mesquin, que sólo cortaba 25.000 cabezas: él inventó los famosos matrimonios republicanos, como él los llamaba, que era atar desnudos centenares de hombres, mujeres y niños y arrojarlos al río Loire. Pero horroriza continuar la relación de tantas abominaciones. Conviene sí observar que aquellas atrocidades lejos de pacificar la insurrección de la Vendée, la extendieron a las provincias vecinas, y conservaron siempre vivas las semillas de la guerra civil.
(Se continuará).