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El Monitor Araucano
Tomo II. N° 57. Viernes 1º de Julio de 1814.
Continúa el asunto anterior. Disertación sobre cuál será en la Península la suerte de la Constitución y de las nuevas reformas intentadas y emprendidas por las Cortes. (Véanse los números 52 al 64).

Queda explicada en el número precedente la natura­leza del fanatismo, pero para describir sus efectos se necesitaba un pincel de sangre. Fuera preciso aterrar a los lectores con las pinturas más melancólicas y horribles; lo que sería fácil presentándoles extractos de tantas obras luminosas que han ilustrado al mundo, han delatado al género humano las atrocidades del fanatismo, han causa­do una revolución en las costumbres suavizándolas, y concentrando en un solo punto de la tierra la influencia de aquel monstruo, oprobio de la razón humana. Este es un beneficio inestimable debido a la filosofía: y es nece­sario confesar que si en algunos pueblos subsisten aún disposiciones fanáticas, es porque les estuvo vedada la lectura de los libros que ilustraron a otros pueblos. Bastaba que algún historiador se indignase al presentar cier­tos hechos atroces, o que el horror que sentía su natura­leza al describir tantas crueldades y tan monstruosas infracciones de los derechos del hombre, trajese a su plu­ma algunas expresiones fuertes y de desaprobación, para que la obra y el autor se anatematizasen. No podía negar­se la verdad de los hechos, pero no podía discurrirse acer­ca de ellos, ni presentarlos sino del modo que agradaba al fanatismo. Este celo en perseguir con mas calor y di­ligencia que a los ladrones y asesinos a ciertos autores, excitaba ciertas sospechas, y avivaba el deseo de leerlos. Por eso Racine, Millot, Becaria, Filangieri… eran leídos por los literatos, y entonces era cuando se venía en conocimien­to del motivo que los hacía ocultar de los ojos del pueblo. No culpemos pues a los pueblos, lamentemos sí su suerte, y cubramos de imprecaciones e ignominia los nombres de los que se empeñaron en conservarlos ignorantes, estúpi­dos y fanáticos. Mil veces se ha dicho que el pueblo viene a ser lo que el Gobierno quiere que sea. Nada influye so­bre los hombres con más eficacia que el Gobierno. Es cierto que juzgando con imparcialidad los gobiernos eran igualmente disculpables, pues ellos mismos estaban preo­cupados, y había cierto influjo extranjero, poderoso no por sus armas sino por las opiniones, que tenía un gran in­terés en eternizar la preocupación, y cuya política ha si­do la más fina del mundo. A las veces los gobiernos se ilustran antes que los pueblos, otras veces se ilustran los pueblos antes que sus gobiernos. En el primer caso el Go­bierno dirigido por los consejos de la sabiduría y la prudencia, intenta una nueva creación, y produce maravi­llas: todo se anima, perfecciona y renueva bajo su mano bienhechora. Tal fue en las Rusias el Imperio de Pedro el Grande. Al contrario, cuando las luces ilustran al pue­blo antes que al Gobierno, suelen verse contradicciones ruidosas, medidas horribles de bárbara severidad, y se advierten los elementos de futuras revoluciones, que necesariamente han de ser muy sangrientas, pues han de fundarse sobre antiguos odios y resentimientos de las pa­sadas persecuciones. Hasta ahora no ha habido una per­secución que no haya sido vengada tarde o temprano.

Los perseguidos vienen al cabo a ser perseguidores. Por eso cuando penetrados de estos principios leemos la his­toria del reinado de Luis XIV; cuando vemos la persecu­ción espantosa que hizo tan notable el fin de sus días; cuando advertimos quiénes fueron los que inspiraron tan duros consejos a aquel príncipe, y que fueron los mismos que aconsejaron a Carlos IX la famosa ejecución de San Bartolomé; en fin, cuando vemos a Bossuet pidiendo cepos y mordazas para los filósofos; ya desde entonces preve­mos los horrores y estragos de la revolución con que ter­minó el trágico reinado de Luis XVI. Todos saben el alto grado de ilustración y cultura a que había llegado la Francia en los últimos años del reinado de Luis XIV; y con todo, él reprodujo las escenas sangrientas de los si­glos más fanáticos y feroces. No fueron aquellos los pro­cedimientos silenciosos de una inquisición tenebrosa; fue un decreto de proscripción contra centenares de millares de hombres; fue declarar la guerra a un gran número de ciudadanos pacíficos; fue en fin hacer perder a la Fran­cia más de seiscientos mil de sus más industriosos y labo­riosos habitantes por medio de la espada de los soldados, los suplicios, y la emigración. La gran masa de luces esparcida en el pueblo francés, el ejemplo de los pueblos vecinos, el trato y comercio con los hombres de diferen­tes opiniones, habían suavizado los sentimientos y extin­guido los odios; pero en medio de circunstancias tan felices Luis XIV se acerca al sepulcro rodeado de la ho­rrenda memoria de sus sangrientos triunfos, y de 70 años de crímenes públicos. Parece que para calmar sus remor­dimientos le inspiraron sus consejeros que inmolasen in­numerables víctimas. En su consecuencia firmó con su mano descarnada y trémula la revocación del famoso Edicto de Nantes. Entonces fue (permítaseme usar algunas expresiones de un elocuente historiador de aquel triste suceso) entonces fue cuando se vio comenzar en el Poitou aquella horrible persecución conocida con el nombre de Dragonadas, o misioneros en traje de soldados. Veinte, treinta, cien Dragones se precipitaban a la casa del noble como a la del labrador, a la del pobre como a la del rico. Decían al hombre cree, y al instante eran incendiadas las casas, taladas las mieses, violadas las mujeres, degollados los niños en la cuna. El luto se extiende desde las embo­caduras del Charente hasta las orillas del Loire. Los que perdonó la espada, los que los calabozos rehusaron sepultar, huyeron a remotos climas, tal vez hasta el Polo, buscando la libertad en los desiertos.

El fanatismo, como descendencia de la superstición, no ha sido de una región sola, ni de un siglo solo: él ha hecho sentir su abominable influencia en toda la extensión del mundo y de los tiempos. Como si estuviese dotado de una actividad funesta, ha producido grandes revoluciones y trastornos; él ha despoblado reinos enteros, ha llevado numerosísimos ejércitos a climas remotos, ha extermina­do a casi todos los primitivos habitantes del mundo, ha humillado a los monarcas más poderosos; y por el incomprensible orden de las cosas humanas de que los mayores males suelen producir bienes, ha llevado la opulencia a re­giones pobres, ha poblado desiertos, y ha fundado poten­cias, naciendo la libertad del exceso de la opresión.

(Se continuará).