Las noticias comunicadas por cartas del Brasil de que los combates entre los liberales y los serviles continúan en España diariamente con más furor, tanto que el cuerpo legislativo pierde en esto el tiempo que reclama la defensa del Estado y la conservación de los ejércitos, viéndose precisada la Inglaterra a enviar dos comisarios encargados de pacificar y reunir los ánimos, obliga a proseguir este asunto, que parecía concluido. Vemos pues por repetidas pruebas que el gran apoyo del despotismo son ciertos defectos de los pueblos. El primero es la ignorancia. Poco se logra con que las luces hayan en un pueblo penetrado a la clase media, si las clases superiores y la ínfima se han quedado en las tinieblas. Se hace entonces una oposición irresistible a los consejos de los sabios, y a la reforma de los abusos, y no se prevén las consecuencias. Los errores hallan entonces defensores poderosos, e innumerables satélites. Su vista es muy corta y sus intereses son del momento. ¿Se quiere extirpar un abuso envejecido, contrario a la ley natural, y a la sana política, pero que las preocupaciones y la vejez hicieron venerable? Se despierta el fanatismo, se enciende una guerra sagrada, y aún se exterminan los hombres bendiciendo a Dios. La disposición al fanatismo es tal que algunos creen que existe siempre en el hombre una cierta porción de fanatismo. Pero es cierto que esta terrible disposición desaparece con los progresos de las luces. Donde pues, las luces son escasas hay más propensión al fanatismo; y él no sólo se opone a los adelantamientos progresivos de la razón, y a las mejoras sociales, sino que es el inspirador y el autor de hechos atroces. Un pueblo ignorante y grosero es fácilmente movido por dos clases de hombres que son pestes de la sociedad: una de estas clases es la de aquellos hipócritas que con la capa del celo cubren sus odiosas pasiones y sus personales intereses. Estos fueron los que en Francia en tiempo de Enrique III, fomentaban la Liga y los horrores de las guerras civiles. La otra clase es la de los que unen a la ignorancia una gran vanidad del saber; pero su sabiduría es peor que la misma ignorancia porque es el agregado de todas las preocupaciones antiguas, de los delirios de los tiempos de barbarie, y de la hez de los siglos. Estos han quedado en medio de la ilustración del mundo como monumentos de la antigua barbarie. Estos sólo leen unos libros, que como insinuaba un escritor ingenioso, debían conservarse en hondos subterráneos cerrados con rejas de hierro, para arrojarlos a los pueblos vecinos en tiempo de guerra, porque les serán más funestos que las bombas y las balas.
El fanatismo es hijo de la superstición, y es un grado más que ella; es la superstición enfurecida. La superstición es una persuasión de que agradan al Ser Supremo ciertas acciones y privaciones, que verdaderamente le desagradan. El fanatismo es la persuasión de que agrada a Dios destruir a los hombres, que acerca de ciertos puntos no piensan como nosotros pensamos. Una y otro han sido una enfermedad terrible que ha atacado a los pueblos en varias épocas. Hablaré de cada una separadamente. El asunto es de gran importancia.
Hay en el ánimo del hombre, se dice en el periódico Mirror de 1780, un fondo de superstición, que en todas las naciones, en todas las edades, y religiones, ha producido efectos poderosos y extraordinarios. Bajo este aspecto ningún pueblo puede gloriarse de alguna superioridad sobre el resto de la especie humana. Todos en una época u en otra han sido esclavos de alguna superstición pueril o sombría. Cuando veo a los romanos, aunque grandes, graves y prudentes, reglando su conducta en los negocios más arduos por el vuelo accidental de las aves; o cuando amenazados por alguna calamidad nacional, creaban un dictador, con el solo fin de clavar un clavo en una puerta para separar la desgracia con que los amenazaba el cielo, nos sentimos inclinados a reírnos de la locura, o a lamentar la debilidad del género humano. Pero poca reflexión es bastante para conocer que a pesar de nuestros progresos, estamos en este particular igualmente débiles y absurdos. De una superstición pasamos a otra. Siempre somos ingeniosos para sustituir nuestros caprichos e invenciones en lugar de la piedad y virtud, etc.
(Se continuará).