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El Monitor Araucano
Tomo II. N° 53. Viernes 17 de Junio de 1814.
Sin título ["El asunto tratado en los números..."]. Disertación sobre cuál será en la Península la suerte de la constitución y de las nuevas reformas intentadas y emprendidas por las Cortes. (Véanse los números anteriores).

El asunto tratado en los precedentes números, que son como un examen de las relaciones exteriores de España, excita a discurrir y exponer algunas conjeturas acerca de sus relaciones interiores. ¿Cuál será en la Península la suerte de la Constitución y de las nuevas reformas intenta­das y emprendidas por las Cortes? No puede descubrirse la bondad, inutilidad y defectos de una Constitución hasta que haya pasado un cierto número de años. El tiempo sólo es quien descubre si conviene o repugna a las disposiciones existentes del pueblo, a su genio, cos­tumbres, hábitos, opiniones y preocupaciones. Los defec­tos radicados de los pueblos se burlan de las mejores teorías: la mejor política es la que se funda en las circunstan­cias actualmente existentes, y en las lecciones de la his­toria. La distancia nos oculta la verdadera situación de la España en orden al adelantamiento progresivo de la ilustración y conocimientos desde el principio hasta el período actual de la revolución. Sus papeles públicos nos dan a conocer la existencia de dos partidos, uno de filó­sofos, otro de teólogos; el uno de liberales, el otro de ser­viles; el uno es de hombres ilustrados, el otro de hombres rancios y trompetas; los primeros respiran libertad, aman las ciencias, los libros, y la gloria de la nación; los segun­dos suspiran por la Santa Inquisición, y por el antiguo despotismo. Los primeros quieren reformas, y proclaman la soberanía del pueblo; los segundos oyen estas voces co­mo si fuesen zumbidos de balas, o truenos de Júpiter, porque amenazan sus muy caros intereses; ya altos asien­tos en los Coros; ya pensiones de las Ordenes Militares; ya cortesías por respeto de sus títulos; ya lucros puestos aceptados con humildad y celo; ya parches blancos y negros; ya en fin el formidable cojín verde. ¿Cuál será el paradero de estas cosas? no lo sé de cierto: yo recelo mucho de la rudeza y majadería del pueblo, que en todas partes es tudis, indigistaques moles, y que si está agitada por venerables demagogos cae en un furor muy terrible y contagioso, que llaman fanatismo. Pero con todo, se me ha puesto en la cabeza que han de triunfar los liberales. No me faltan razones para pensar así. Ya vimos sostener a las Cortes, deponer a una Regencia, expeler y echar por esos mundos a un Nuncio Apostólico, y conjurar la tempestad originada por la supresión de la Inquisición, sin que el pueblo dijese chuz ni muz. Digan lo que quieran, el siglo en que estamos es de luces, y se ven por todas partes los triunfos de la filosofía.

La razón se adelanta aunque su marcha es lenta.

Vence errores extensos, obra de muchos siglos.

Siendo el hombre (decía un sabio) un ser racional, no le hagamos la injusticia de creer que la razón y las luces no se hicieron para él: digamos sí que su razón no está aún desenvuelta. El niño aprende a andar a fuerza de caídas. La edad de inexperiencia precede necesariamente a la edad de la ciencia y de la madurez. No digamos que el hombre es incorregible, esto lo desalentaría. Digamos que su propio interés lo ilustrará tarde o temprano; él no ha de ser siempre un niño grande e infeliz; la verdad es demasiado fuerte para trastornar los edificios del error y de la arbitrariedad; su acción es lenta pero segura. Las semillas de la verdad son inmortales, nada puede destruirlas; ni los esfuerzos de la tiranía, ni los sofismas de la impostura la sofocarán jamás. En el siglo anterior se esparcieron muchas verdades; ellas fueron oídas con repugnancia, despreciadas, combatidas y aún proscritas, pero en fin las hemos visto y las vemos triunfar. Yo pudiera presentar un catálogo de estas verdades, pero no es aún su tiempo, ni lo permiten los límites de este papel. Baste decir por ahora que se prohibieron como falsos y subversivos los libros y papeles que proclamaban y establecían los derechos de los pueblos y los principios fundamentales  de la libertad, y leemos ahora en la Constitución española “que la soberanía reside esencialmente en la Nación”; que la nación es libre y no es, ni puede ser el patrimonio de ninguna familia ni persona. ¿Qué dirán ahora los que se escandalizaban al ver estas máximas en nuestros papeles? Todos saben los efectos sanguinarios del celo inquisitorial de Felipe II: ha llegado a nosotros la melancólica noticia de los solemnes y edificativos Actos de fe de Lisboa, Sevilla, México, Lima... pero la Inquisición se suprime en los dominios portugueses diciendo el Príncipe Regente “que está guiado por una política más liberal y más ilustrada”, y en fin la abolición de aquel tribunal se recibe en México sin el menor peligro ni disgusto, y en Lima con tal alegría y éxtasis que parecía el entusiasmo de un triunfo. El tratado de delitos y penas del ilustre Becario, proscrito también por la Inquisición parecía que hubiese de quedar sin efecto alguno y en silencio; mas él ha tenido una alta influencia en la causa de la humanidad. Prescindiendo de la parte que se le debe en la abolición de la tortura, en la libertad del pensamiento, y en el horror ya común a los castigos sanguinarios y horrorosos; sus venerables máximas han recibido la sanción augusta de leyes en el código criminal del Emperador José II publicado en 1787. Este código formado por los hombres más sabios en una edad ilustrada, ayudados de la experiencia de los siglos, y que llevaban en el ánimo la impresión de que la pena de muerte, y la mutilación de miembros no son necesarias y deben abolirse, es un rasgo muy notable en los anales del mundo. No lo es menos el espíritu de aquel código que es observar una proporción justa entre los delitos y sus penas, y que éstas determinan de tal modo que no hagan en el ánimo una impresión momentánea. Para que los lectores formen idea de este Código, les pondré a la vista tres artículos de la clasificación de los crímenes y sus castigos.

 

Crímenes

Penas

Poner manos violentas en su soberano; que de ello resulte injuria o no.

Confiscación de propiedades, prisión por no menos que 30 años; y marca con hierro ardiendo en el carrillo, si el preso es notablemente depravado.

Asesinato con intención de robar.

Prisión no menos que 30 años, y marca con hierro ardiendo; y si hubo atrocidad cadena rigurosa, y azotes una vez cada año.

Insultar inicuamente al Ser Supremo por escritos, hechos o palabras en público o delante de otros.

Detención en la casa destinada para los locos, donde el reo será tratado como loco, hasta que esté enmendado.

 

Volviendo pues al asunto propuesto, es claro que si ha escarmentado el pueblo por los efectos horrorosos de la arbitrariedad que ha sufrido; si se ha difundido la ilustración, principalmente entre los jóvenes, en proporción de los muchos libros filosóficos esparcidos en la Península; y si como es de creer, los principios liberales se han comunicado a la oficialidad de los ejércitos, puede con alguna confianza augurarse el triunfo de los liberales. Añadamos aún que éstos son sostenidos por el ejército y el influjo de Inglaterra, y que los principios liberales son la opinión dominante de toda la Europa.

(Se continuará).