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El Monitor Araucano
Tomo II. Nº 44. Martes 17 de Mayo de 1814.
Artículo comunicado. Firmado por Pacífico Rufino de San Pedro, relativo a nueva situación producida tras la firma del pacto de Lircay. (Continúa en Nº 45).

Señor Editor:

El horizonte empieza a despejarse, y las cosas van a pa­recer como son en realidad. Chile comparecerá a la faz de las naciones, y después ante el severo tribunal de la posteridad. Sin duda algún digno hijo, o amigo suyo querrá entonces presentar los hechos actuales, y echará menos para comprobarlos el apoyo o a lo menos el tácito consentimiento de los coetáneos. Empecemos por indi­carlos ligeramente a vista de los testigos; los que podrán libremente impugnarlos, criticarlos, variarlos, o modifi­carlos por escritos que se publicarán al lado de éste, con tal que no contengan impertinencias o personalidades, que impondrán perpetuo silencio a su servidor.- Pacífico Rufino de San Pedro.

En Chile, como en todo el mundo, se oía con admira­ción el nombre de Napoleón Bonaparte, y se le tenía por el primer amigo y aliado del rey de España, por quien éste había sacrificado las fuerzas e intereses de la nación; y se esperaba que su ida a la Península sería el remedio de los inmensos males de toda especie en que la había abismado el imp[r]udente y dilatado despotismo de un exe­crable privado[6].De improviso se muda el gran teatro; se ve al favorito conspirar contra el monarca su bienhechor, y al protector privarle de la corona y la libertad. Se reci­ben órdenes del soberano, autorizadas de sus propios mi­nistros, para que la América sea ligada al carro del usur­pador, y estas provincias por la primera vez las repugnan, cifrada en su misma desobediencia su felicidad; exponiéndose a desagradar al que quieren ser leales. Saben que mu­chas inmediatas al trono abren la entrada a sus enemigos, y que se pasan a sus banderas personas del primer orden en todas las clases. Vemos en los efímeros cuerpos que toman el Gobierno sujetos dignos de la mayor descon­fianza, y aun éstos mismos nos encargan tenerla de los que rigen estas tierras. Se nos anuncia oficialmente la ve­nida de emisarios españoles encargados de seducirnos, individualizando su nombre, patria y destino. Se nos pre­senta con el ejemplo, y con modelos, como el único medio de precavernos de la perfidia, el Gobierno de Juntas; al mismo tiempo que se declara que las de España no aten­derán a recurso alguno, ni a otro objeto que a la defensa de sus invasores. A las noticias que merecían crédito por su autenticidad, acompañaban millares de nuevas sugeri­das por el terror, los intereses o las pasiones, y variadas en los órganos que las conducían a tanta distancia, y siempre misteriosamente. De modo que colocado Chile en los antípodas de la Metrópoli, obstruidos los conduc­tos por donde había de recibir la luz, no podía ni debía dar un paso sin exponerse a un precipicio.

En la primera época de esta cadena de sucesos, apenas supo la desgracia de su Príncipe, y las ventajas que podrían sacar sus enemigos del defecto de su reconocimien­to en estas partes, o por manifestar Chile que nunca le era mar fiel que cuando era desgraciado, se apresuró a jurarle con la voz y el corazón entre vivas y lágrimas una invariable obediencia. Espectáculo raro, y tocante que bastaría a cubrirle de honor si sólo se consultase a la sen­sibilidad, y si bastase el ser virtuoso para parecerlo. En la segunda, que debe contarse a la llegada de la noticia de la defensa gloriosa que emprendieron los españo­les fieles, no es posible describir el alborozo general y la cordialidad con que todos se felicitaban, y elevaban vo­tos al cielo, franqueando sus facultades en defecto de sus vidas, que la distancia imposibilitaba consagrar a objeto tan caro. Pero en la tercera, cuando se supo la ocupa­ción de las principales plazas, las atrocidades cometidas en los gobernadores y jefes; la horrible deserción de los compañeros, paisanos y aún deudos de los mismos que vivían entre nosotros, y obtenían muchos empleos que les facilitaban sus designios, y que estas hechuras empe­zaron a afectar un cierto aire de partido, de superioridad desconocida y de irritante desconfianza; despertó o pro­piamente nació la que naturalmente debía inspirar una conducta nunca menos oportuna ni justa.

(Se continuará [7] ).

 

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[6] Se refiere a Manuel Godoy, Príncipe de la Paz (N. del E).

[7] Véase tomo II, Nº 45, viernes 20 de mayo de 1814 (N. del E).