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El Monitor Araucano
Suplemento al Monitor Nº 32.
Manifiesto que hace a los Pueblos el Supremo Director de Chile. Relativo a la situación política y militar.

Chilenos: Llegó el día feliz en que el Supremo Magis­trado dirigiese sus palabras a los pueblos, no para encarecerles los riesgos de la guerra, no para excitarles a nue­vos sacrificios, sino para anunciarles la próxima posesión de la más estable felicidad. Pasados aquellos días de de­solación y de conflicto, en que todo ciudadano se hallaba pendiente de la suerte de las armas, el Gobierno de Chile no se ha ocupado en otra cosa que en solicitar la verda­dera libertad del Estado, para que todos los habitantes disfruten de la tranquilidad, del orden, y de la armonía que forman la felicidad civil.

Yo he creído haber hecho el servicio más importante a la patria, haciendo cesar los estragos de la guerra deso­ladora, que desbordaba una parte de la población de Chi­le por las victorias de la otra parte. Los chilenos eran al mismo tiempo los vencedores y los vencidos: ellos eran los que en un mismo instante cantaban la victoria, y lloraban las desgracias de la guerra. Los países más fértiles y abundosos [abundantes] se hallaban convertidos en páramos incul­tos y las ciudades del Sur no eran ya sino el albergue de la miseria, de la orfandad y del espanto. Yo no hubiera merecido el nombre de chileno, y me habría hecho indig­no de la confianza de los pueblos, si pudiendo hacer ce­sar las calamidades de mi patria, hubiese consentido en su total destrucción. Precien en hora buena de patriotas aquellos que miran con risa, o con indiferencia la desola­ción de su país; ellos serán tenidos en el verdadero con­cepto que se merecen por los hombres sensatos de la tie­rra.

Chile se halla hoy en situación de hacer valer su justi­cia sin que el riesgo de un accidente común en la guerra pueda privarle de todos sus derechos, y le sujete a la con­dición de país sometido por las armas. Este reino, como los más de América, se resintió justamente de la poca con­sideración con que le miró la España en aquellos momen­tos en que todos los pueblos esperaban la reforma del opresivo régimen antiguo. Teníamos derechos, y debíamos hacerlo[s] valer según el orden de la naturaleza y según los principios más sólidos de la sociedad. Debimos elegir los medios más prudentes y más seguros para lograr nues­tros santos fines; y si una vez, por mala dirección o por necesidad nos fue preciso fiar toda nuestra causa a la suer­te caprichosa de las armas, debíamos aprovechar un fe­liz momento en que se pudo hacer a la razón árbitra de nuestra justicia. De hoy en adelante no será la sangre de los chilenos, no serán los estragos de la guerra los que com­pren la felicidad de Chile. Serán las razones, las amigables conferencias, la mutua confianza las que esclarezcan nuestros imprescriptibles derechos. Nosotros remitire­mos a España nuestros diputados; ellos darán nuestras quejas al Gobierno español; ellos propondrán nuestras reformas, y sin duda alguna, Chile será feliz regido por la sagacidad y la prudencia.

Entre tanto, el Gobierno interior, el mando de las ar­mas, la posición de los empleados, el comercio libre, son los frutos de la transacción con el general Gaínza. ¿Cuál ha sido el país que después de mil victorias ha sacado más ventajas de la guerra? Justamente nuestros trata­dos merecerán la aprobación de los más hábiles negocia­dores, de los más despreocupados políticos, y de los ver­daderos amigos de la humanidad. Más no por esto falta­ran egoístas miserables, e ignorantes presumidos a quie­nes debe hacer callar la imperiosa y santa ley de la salud de los pueblos. Estos hombres son los verdaderos enemi­gos de la patria para quienes no debe haber la menor indulgencia, porque sólo buscan su interés particular en me­dio de las desgracias de sus conciudadanos.

Pero si el haber proporcionado a mi patria las venta­jas de la paz, ha llenado por una parte mi deber, resta aún otra providencia para asegurar la completa felicidad de los pueblos. El Gobierno interior debe establecer por el voto universal los sagrados derechos de los pueblos de Chile, no deben volver a ser hollados, como muchas veces ha sucedido, por una facción popular, ni por una sor­presa de las armas. Estos atentados, que han desacreditado por toda la tierra nuestra revolución, santa en sus principios, es preciso que desaparezcan para siempre de entre nosotros, y que una conducta más conforme a los principios de la verdadera libertad, regle en adelante los procedimientos de Chile.

Si el apuro de las circunstancias pudo hacer legítima la elección que verificó en mí, para la Suprema Magis­tratura, una parte muy corta de la población de Chile, habiendo después adquirido con el reconocimiento de to­dos los pueblos la representación general, no cumpliría con mis deberes si no hiciese respetar los derechos de to­dos los ciudadanos. Yo debo dejar el mando que se me ha confiado en aquellas manos que destine para el efecto la voluntad libre de todos los chilenos; y sería un criminal si permitiese que una porción de facciosos dispusiesen del Gobierno, que debe depositarse a satisfacción de todo el reino, después de tranquilizado. A este intento he resuelto convocar a los diputados de todos los pueblos para que reunidos en su Congreso elijan los que deben ir a España, según los tratados de paz, les den las instrucciones convenientes, y determinen la forma del Gobierno interior, que sea de la voluntad general. Esto sólo puede ser legítimo y conforme a la libertad proclamada.

Colocado en la Suprema Magistratura, debo hacer res­petar los sagrados derechos de los pueblos, y no permitir que en agravio de ellos se repitan los atentados de los tiempos anteriores. Proteger la libertad y enfrenar el desorden son los primeros y más interesantes cuidados que exigen de mí la Suprema Magistratura y la confianza de los Pueblos.— Francisco de la Lastra.