Se ha repetido muchas veces que los pueblos se salvan por la constancia, el orden y la subordinación, y se pierden por la inconsecuencia, la inquietud y la anarquía. Es la grande y la rara fidelidad de las revoluciones y de los pueblos, alcanzar a tener a su frente hombres virtuosos y hábiles; los pueblos deben reposar sobre su probidad y sus luces, y dejarlos conducir la nave que se les ha confiado, según las circunstancias y las miras de sagacidad y prudencia que ellas inspiran. Estas máximas tan verdaderas como sólidas, deben gravarse profundamente en los ánimos.
No es posible desentenderse del asunto que ha originado el bando anterior; el asunto es ridículo, pero perjudicial; y es sólo ridículo juzgando con caridad de las intenciones ajenas. Esas hablillas, esos chismes y cuentecillos que suelen esparcirse, ya de desorganización en las tropas, ya de refuerzos enemigos, etc., son propios de mujercillas miserables, y no de un pueblo varonil, esforzado y belicoso. Cuando los guerreros corren al campo de la gloria, y el Directorio se desvela por la seguridad pública, es cosa lamentable que algunos pierdan el tiempo dando oídos a los noveleros, cobardes y mentecatos.