Desde que las difíciles ocurrencias de la guerra excitando el patriotismo al pueblo chileno le hicieron ver la urgencia de un eficaz remedio a este azote formidable y amenazador de su seguridad, todos los hombres de juicio y experiencia conocieron la necesidad de concentrar el Poder Ejecutivo en una sola mano. La moderación característica de nuestros ciudadanos, y el temor de formar un contraste con la opinión y gratitud debidas a las apreciables tareas de la Junta Gubernativa, les obligaba a sofocar en el silencio la importancia de esa medida reclamada por el primer interés de la salud pública. Pero difundida en el memorable día 7 del corriente la sensible noticia de la ocupación de Talca por el enemigo, en circunstancias que el ilustre Cabildo buscaba el consejo y las luces que el Gobierno le había pedido para consolidar la defensa del Estado; ocurrió el virtuoso pueblo a llenar las salas del ayuntamiento, creyéndose cada uno obligado a proponer los arbitrios que le inspiraba el sentimiento natural de su propia conservación; y al paso que se multiplicaba la divergencia de dictámenes sobre los medios particulares de cautelar el riesgo, todos convenían en el voto unánime del Gobierno unipersonal.
En efecto, las circunstancias apuradas del conflicto exigían imperiosamente aquella unidad de acción, aquel sigilo en las deliberaciones, y aquella prontitud en la ejecución que es imposible conciliar con el sufragio y decisiones de una corporación. Es difícil concebir la conducta circunspecta que observó este generoso pueblo en aquel acto majestuoso en que la voz soberana de su libertad iba a depositar su más alta confianza. El concepto que justamente han adquirido al señor Coronel don Francisco de la Lastra, sus virtudes cívicas, produjo la aclamación universal para que ocupase la Suprema Dirección del Estado, confiriéndome su interinato mientras llega del [desde el] puerto de Valparaíso. No fue menos admirable el orden con que se comportó el pueblo en este delicado paso, con la generosidad del Gobierno al desprenderse del fatigoso peso del ministerio, que tan dignamente ha desempeñado. ¡Cuán cierto es que cuando el bien general preside a la voluntad común, jamás se equivoca en sus resoluciones! Las facciones, el feroz espíritu de partido, el vergonzoso egoísmo, y cuanto hay de arriesgado en las congregaciones populares, todo cede al momento sensible pero glorioso en que se interpone el peligro de la patria y el interés sumo de salvarla.
¡Oh, si yo pudiera corresponder a las altas confianzas de mis conciudadanos en los cortos instantes que debo llenarlas! Mientras me desalienta la pequeñez de mis fuerzas y talentos, me anima la satisfacción de un recuerdo tan generoso, y el mérito singular del apreciable ciudadano que perfeccionando las medidas en que me desvelo les dará un impulso activo y consolador en medio de los amagos hostiles que enlutan el semblante de la República.
Ella será salva, cuando la unión sea en nosotros el primer objeto de nuestras atenciones. Las provincias de Chile aceptando este movimiento de la gran ley de su existencia, acreditarán aquella franca prestación con que siempre se uniformarán al voto de este centro general de los recursos. Ellas recibieron con placer y ternura la instalación del 18 de septiembre de 1810, y las innovaciones dictadas por el espíritu y amor público. Ninguna se les presenta con mejores caracteres de justicia, cuando siendo imposible en el momento consultar el sufragio a la distancia, la ruina del Estado seria el inevitable resultado de la tardanza.
La Patria renacerá al punto que la unión y la energía inflame el corazón de sus dignos hijos. El valor sólo sirve para los peligros; entonces se acredita y sería desmentida lo alta fama del nombre chileno, si en la invasión de los tiranos se viera ceder a la cobardía o al temor de esas crueldades capaces de excitar el furor de los seres insensibles. Ningún sacrificio debe perdonarse para vengar la sangre de nuestros hermanos y comprarnos una libertad dichosa. El nuevo Directorio garantido en la cooperación de sus conciudadanos se promete afianzar a la patria los días de la paz imperturbable.— Santiago de Chile, 8 de marzo de 1814.- Antonio José de Irisarri.