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El Monitor Araucano
Tomo II. N° 21.- Viernes 18 de Febrero de 1814.
Continúa el asunto anterior. Véanse el Nº 17, Nº 18, Nº 19 y Nº 20. Continúa en el Nº 25.

Escritores eminentes han dicho que la última parte del siglo anterior y el principio del siglo presente, es la edad del egoísmo y de la barbarie. Una especie de confusión, de anarquía social ha pervertido el sen­tido y las anteriores definiciones morales de las pa­labras. Los perversos no se han detenido en exami­nar si la causa que defiende este o el otro pueblo es justa, sino si conviene o hace resistencia a sus propios intereses, y han aplicado a su voluntad los nombres de rebeldes, de traidores; y los asesinos y ladrones han hecho sufrir a los inocentes que proclamaban sus derechos, los suplicios des­tinados a los mayores criminales. La Europa ha visto y está viendo estos horrores a veces con indolencia en unas partes, y en otras con alegría brutal. A la América se ha comunicado aquel contagio horrible de la Europa, de don­de hemos recibido y sólo podemos esperar crímenes y ma­les, y el ejemplo de los delitos. Si los franceses asesinaban en España a los que sostenían la libertad del país, y eran llamados insurgentes, rebeldes y cabecillas; estos mismos españoles asesinan y dan los nombres a los americanos que defienden su libertad. Si los jacobinos más sanguina­rios han ocupado los puestos más distinguidos de la Fran­cia; el Gobierno de Cádiz ha conferido los más brillantes honores a las furias infernales que han desolado la América. Lima recibió con aplauso a los sanguinarios ladrones de Quito y del Alto Perú que llegaron con un botín inmen­so; lo mismo que se hizo en París, Hamburgo y Lubeck con los jacobinos que talaron, incendiaron y robaron a La Vandeé, la Holanda, la Italia, la España. Bien difícil es decir, decía un escritor célebre, qué es lo que disgusta más en la época presente: si la dura injusticia y barba­ridad de los mandatarios sanguinarios, o la estúpida in­diferencia con que los pueblos ven cometer tantas malda­des, correr la sangre de los ciudadanos, asesinar y robar a los inocentes. ¿Esperarán los pueblos de Chile con igual indiferencia que se acerquen los momentos en que vean y no puedan impedir semejantes horrores? ¿Dejarán a sus descendientes la odiosa herencia de un nombre infa­me y de un eterno desprecio? Se dirá algún día: estos son los chilenos bravos que quisieron ser libres; pero mien­tras duró la contienda unos se estuvieron enterrando su dinero, otros tendidos de barriga viendo comer a sus ca­ballos, y permitieron que su ejército pereciese por falta de dinero, víveres y caballería; ¡qué poltrones, qué man­carrones, qué egoístas habrían sido los famosos descen­dientes del inmortal Colo‑Colo! Se dirá: no son los chile­nos sino los chilotes los verdaderos descendientes del bra­vo Colo‑Colo y Lautaro! Talem avertite casum! Los ma­nes de aquellos grandes defensores de la libertad se con­moverían en su tumba contra tanta poltronería, y tal brutal egoísmo. Caupolicán dijo antes de morir a manos de la fría crueldad del infernal español Reinoso: De mis cenizas se levantarán otros Caupolicanes talvez más afortunados que yo. El generoso O’Higgins, no cede al antiguo Caupolicán en elevación de ánimo, en amor a la patria, a la libertad y al orden, y en el odio a la tiranía; pero no puede continuar sus operaciones sin los auxilios de los pueblos.