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La Inocencia en el Asilo de las Virtudes Drama en tres actos
Acto II

Sala pequeña y sencilla.

ESCENA I
Powell y Daniel
(Powell aparece leyendo para sí algunos instantes. Después cierra el libro)

Powell: No hay duda; la América avanza con pasos de gigante hacia una grandeza y una prosperidad sin ejemplo. Su gloria refluye sobre la Gran Bretaña y la Alemania, cuyos hijos poblaron en gran parte estas regiones deliciosas. Aún después de la invención de la imprenta, seguía la lid obstinada entre los amigos de la libertad y sus enemigos. Solo el descubrimiento de la América aseguró para siempre un asilo a los oprimidos, y un refugio contra los opresores. (Toca la canilla)

Daniel: Señor.

Powell: ¿Llevaste ese socorro al ebanista enfermo?

Daniel: Sí, señor; mas os lo devuelve, dandoos muchas gracias. Dice su mujer que tres emigrados, a quienes favoreció su marido, cuando llegaron pobres al país, se han encargado de mantener a toda su familia hasta que cómodamente pueda trabajar.

Powell: No faltan en el mundo hombres agradecidos.

Daniel: Ha rato que vino una pobre señora solicitando hablaros: le dije que volviese.

Powell: ¿Era una viejecita?

Daniel: No, señor. Es todavía joven y bien parecida, aunque muestra traer el ánimo abatido.

Powell: ¿Por qué no la hiciste entrar?

Daniel: Como anoche no dormisteis, y hoy habéis estado lleno de afanes, creí que durmieseis.

Powell: ¿Qué cuenta tienes con mi sueño, Daniel? En el silencio del sepulcro dormirán por siglos las miserables reliquias de nuestra mortalidad.

Daniel: ¡Siempre han de ocupar vuestro espíritu estas ideas tan melancólicas!

Powell: ¿Por qué ha de temer la muerte el hombre de bien, que espera en la misericordia de Dios, que no es déspota ni tirano?

Daniel: Ya… Si todos fuésemos como vos... nacido de una casa ilustre de Inglaterra, consumado en ciencias en la universidad de Oxford, y dueño absoluto de una opulenta fortuna en la flor de la juventud, todo lo renunciasteis, disteis vuestros riquezas a los pobres, y os consagrasteis a los trabajos apostólicos.

Powell: Nuestras obras están siempre tan llenas de defectos... ¡Pero… parece que llaman a la puerta… haz que entre esa señora, si acaso ha vuelto.

ESCENA II

Powell y Ester

Powell: Tomad asiento...

Ester: Señor doctor: Sabiendo que sois tan bueno, vengo a daros un enfado...

Powell: Señora: habéis venido a buen tiempo; os puedo socorrer, aunque mis facultades son muy cortas…

Ester: Es muy diferente mi solicitud, y mucho más grande el favor que os vengo a pedir. Si tuvierais la paciencia de oírme...

Powell: Sí, sí, mas no me tengáis vergüenza; yo soy un hombre pobre.

Ester: Yo vivía feliz en el cantón de Soleure al lado de mi marido, el honorable Jaime Tell. Gozábamos en paz de una brillante fortuna con una tierna hijita que nos había dado el cielo. Un malvado llamado Sobrignoli, natural de Roma, turbó nuestra quietud y destruyó nuestra casa. Él me calumnió atrozmente, y valiéndose de artificios diabólicos, hizo creer a mi marido que yo había sido infiel. Mi virtud había armado contra mí a aquel perverso. El honrado Tell, reducido de este modo a la desesperación, me abandonó enteramente, y acompañado de Sobrignoli, se ausentó del país, ha siete años, con pretexto de un viaje a Londres, adonde lo llamaban sus negocios.

No pudiendo ya sufrir su larga ausencia, y confiando en la bondad de Dios, que había de volver por mi honor, me puse en camino para buscarlo acompañada de mi hija. En Inglaterra, apenas pude adquirir una noticia, no muy segura de que Tell se hallaba en América. Se me dijo que, según algunas expresiones suyas, tal vez había últimamente tomado partido en los ejércitos de los patriotas de Caracas. Me embarqué con esta noticia, y al acercarnos a Tierra Firme el buque se hizo pedazos sobre la costa. Apenas escapamos con la vida. Reducidas a extrema pobreza, una señora de Escocia, su hija, yo y mi hijita, nos manteníamos con nuestro trabajo, cuando se vieron perdidos los patriotas de Venezuela. Sucedió el gran temblor, fenómeno natural, de que se aprovecharon los fanáticos para desacreditar la causa de los patriotas. Un destacamento de realistas se precipitó sobre el pequeño pueblo en que vivíamos. Cometieron robos y atrocidades; y encontrando en la playa a la escocesa y a mí, nos dejaron sin sentido a fuerza de golpes con sus fusiles, diciendo: Todas estas judías son patriotas. Cuando volvimos al conocimiento, nos hallábamos navegando. Los patriotas que emigraban, nos habían embarcado para librarnos de la muerte.

Considerad mi dolor, no pudiendo ya volver a aquel país para saber de mi tierna hija.

Llegamos a la Trinidad; y el Gobernador, contra las órdenes de su gobierno, tuvo la dureza de mandar que todos los patriotas saliesen de la isla dentro de tres días. Nos transportamos a Puerto Príncipe, y el Presidente Petión nos recibió con suma bondad. Su corazón es grande y noble.

No encontrando lo que buscaba, ni pudiendo allí lograr noticia de mi hija, me embarqué de nuevo, y he llegado felizmente a Filadelfia con los auxilios del señor Petión, y de dos ingleses.

Me hallo pobre, desconocida, desamparada. Me acojo a vuestra sombra e invoco vuestra bondad. Tenéis muchas relaciones; os ama el gobierno; y todos os veneran, os admiran, y os estiman. Vos podéis adquirir noticias sobre la existencia de Tell y de mi hija, que apenas tiene ocho años. Aún podéis hacerla venir. En el cielo, hallaréis la recompensa de vuestra caridad.

(Llora Ester y Powell se enternece).

Powell: Haré cuanto pueda por vos. ¿Donde vivís?

Ester: Me tiene en su casa una señora Poinsett; pero no sabe todas mis desgracias.

Powell: ¿Sería la tía del señor Joel Roberts Poinsett?

Ester: Sí, señor.

Powell: Es muy buena gente: Poinsett es mi amigo; estuvimos los dos en la Rusia; ahora está en Sud América. (Se llega a la luz y escribe en su libro de memorias).

¿Vuestro nombre?

Ester: Ester Bernoulli.

Powell: ¿El de vuestro esposo?

Ester: Jaime Tell.

Powell: ¿El del romano?

Ester: Sobrignoli.

Powell: Muy bien.

Ester: No quiero incomodaros más, me retiro con vuestra licencia.

Powell: Aguardad, llevaréis un poco de dinero.

(Dale un bolsillo).

Ester: No, señor.

Powell: Recibir es humildad en las personas que han sido ricas; y dar avergüenza, cuando es poco lo que se da... Llevad… no me avergoncéis... (Ester recibe el dinero y se enjuga los ojos).

(Vase).

ESCENA III

Powell y Daniel

Powell: Daniel...

Daniel: Señor.

Powell: ¿Te acuerdas de haber conocido en Europa a una señora muy parecida a ésta?

Daniel: No, señor.

Powell: Tienes mala memoria. En Basilea, estuvimos en casa de una hermana suya. ¿Has oído nombrar en Estados Unidos a un señor Tell?

Daniel: No, señor.

Powell: Y ¿a un Sobrignoli?

Daniel: Será Sobriñoli el usurero; ese es un mercader ladronazo que hay aquí. La mujer del ebanista os dará de él larga noticia.

Powell (Riéndose): ¡Cuando no lo habías tu de conocer!

Daniel: Dicen que es peor que Judas.

Powell: Basta, Daniel.

Daniel: Ya vienen a quebraros la cabeza. ¡Qué diablo tan ocioso!

(Vase).

ESCENA IV

Powell y Lodini

Powell: Deseaba veros; podéis tener parte en una buena obra. Veis cómo por medio de las sociedades benéficas están socorridas todas las calamidades humanas.

Lodini: Ustedes lo hacen con sus asociaciones.

Powell: Queremos establecer una para el socorro de los pobres emigrados de Sud América. ¡Vienen tan pobrecitos y su causa es tan santa y tan noble!

Lodini: Hablaremos sobre eso más despacio. Una tragedia...

Powell: ¡Válganos Dios...!

Lodini: Es cosa de Sud América. Sí, señor. Han traído una tragedia, y sea por su originalidad, sea por ser asunto americano, sea por venir de un ignorante, y no conocido en la república literaria, ha hecho mucho ruido. Para mí, no vale nada.

Powell: ¿Su título?

Lodini: El Lautaro.

Powell: Asunto ilustre; héroe araucano esclarecido.

Lodini: Tanto peor. Se hubiera escrito la obra en Madrid... o en París y después se hubiese traducido... vaya; ¡pero en Sud América! El autor es soberbio; si supierais dónde nació…! ¡Y ha tenido atrevimiento para celebrar la independencia de Estados Unidos en versos latinos; loco! ¿qué sabrán de latín aquellos bárbaros? Sus compatriotas le han hecho la justicia debida; no han querido representar el Lautaro, aunque es tan instructivo y propio de las circunstancias políticas del país. Así debe ser; son muy humildes; tienen de sí mismos un concepto bajo y abyecto; conocen que son estúpidos o incapaces como los describe Paw. Son unos santos: cada uno de ellos es tan humilde como San Juan el encogido.

Powell: ¡La esclavitud de tres centurias...! Pero, según los mejores viajeros, no es como decís; aunque no proteger la literatura y despreciarse a sí mismos fuera un síntoma terrible. Tal vez la obra contendrá verdades amargas… o… ¿quien sabe? Ello es que los de Sud América harán grandes cosas. A veces los enemigos ocultos… a veces los fanáticos, etc., etc.

Lodini: La obra no tiene intriga... Mejor hubieran representado la miserable traducción de…

Powell: ¿Y qué enredos tienen los dramas inmortales de Sófocles y de Eurípides? El plan de las grandes obras es sencillo.

Lodini: ¡Ser la obra prosaica…!

Powell: Bueno. Si quisiéramos los hombres conversar en verso, diéramos en el extremo de la extravagancia y de la locura.

Lodini: Queréis reformar al mundo; así son todos los ingleses. Me daba risa ver la majestad y libertad con que hablaban en el parlamento.

Powell: La Inglaterra será libre y poderosa mientras el congreso parlamentario goce de toda su libertad y majestad. ¿Os acordáis de las soberbias pinturas que adornan la cámara de los lores?

Lodini: No tengo presente.

Powell: Allí el pincel sublime eternizó la gloriosa memoria de la grande Isabel, y el oprobio de Felipe II. Los hombres libres humillan siempre al león de las Españas. La Patria agradecida ve allí los retratos de los ínclitos guerreros, que derrotaron la invencible armada del tirano Felipe. Ellos libaron a los ingleses del más bárbaro de los despotismos, y del más cruel de los Nerones.

Lodini: Servitore. (Vase con precipitación; queda Powell riéndose, y después toca la campanilla)

Daniel: Señor.

Powell: ¿Qué hora es?

Daniel: Las nueve de la noche, poco más.

Powell: Traedme el sombrero.

(Daniel entra por el sombrero).

Powell: Daré el primer paso: ¡ardua empresa arrancar la verdad de los labios de un perverso! Su corazón conservará el rencor. ¿Y cómo ha de querer que su iniquidad se descubra? Pero el Altísimo es el protector de la inocencia: su mano omnipotente la hará triunfar de sus enemigos.

(Daniel le trae el sombrero).

Powell: Hasta luego, hijo mío.

(Vase)