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La Camila o La Patriota de Sudamérica
Acto IV

Sala pequeña de la casa del cacique, adornada al gusto inglés. La familia de Quito aparece en triste silencio por algunos instantes.

ESCENA I

La familia quiteña sola.

Doña Margarita: Ved lo que después de tantas calamidades nos tenía reservado la fortuna.

Don José: No digas la fortuna. La Providencia omnipotente y adorable gobierna todas las cosas de este mundo. Tal vez quiere probar nuestra constancia. O tal vez compadecida de nuestra cansada ancianidad, quiere llevarnos a descansar al cielo, donde no se ven llantos, ni injusticias. Desde aquella morada de delicias puras e inefables, más elevada que las estrellas, veremos las glorias de la patria y los progresos de sus hijos. También en el cielo se ama la patria. Aquel es el imperio de las virtudes. Las pasiones, los particulares intereses, quedan acá abajo para eterno tormento de los hijos de los hombres.

Hija mía: ya sabes que la gloria de una heroína es morir por su patria, y que la gloria de toda mujer es morir por el honor.

Camila: Por si acaso no nos viéremos más, dadme vuestra paternal bendición. Dejad que bese vuestra mano por la última vez.

(Se arrodilla a los pies de sus padres)

Don José: Dios te dé fortaleza; Dios guíe siempre tus pasos por la senda de la virtud. ¡Oh Dios! inclinad, sobre esta pobrecita desamparada, y que se halla en medio de tantos peligros, vuestros blandos ojos, llenos de clemencia. Nosotros de nada le podemos valer.

Doña Margarita: Dios te llene de bendiciones. Levántate hija mía, el corazón no sufre ni tanto dolor, ni tanta ternura.

(Camila vuelve a su asiento. Todos se enjugan los ojos. Breve silencio).

Camila: Como el cacique habló del buen carácter del ministro, he pasado a este señor un recado suplicándole que me oiga por unos instantes. Me echaré a sus pies y le pediré que respete la fidelidad de una señora casada, o la ternura de una viuda que quiere ser fiel a la memoria de su difunto marido. Siento en mi corazón no se qué consuelo, no se qué presagio feliz. Tal vez Dios nos envíe por la mano del ministro la libertad y todas las felicidades.

Don José: Y ¿quién llevó el recado?

Camila: El paje del cacique.

ESCENA II

Los mismos y Copi

Copi: Señora: Se hizo presente vuestra solicitud. El Cacique quiere daros audiencia otra vez. Queda suspensa la resolución anterior. La mujer del señor Yari desea que os presentéis en la audiencia vestida al uso de las señoras del país. Esto es lo primero que hacen las extranjeras, que quieren domiciliarse entre nosotros. Yo deseo que sigáis el consejo de esta señora, que es muy amada del cacique su hermano. Ella os envía un traje gracioso, y algunas joyas y os suplica que tengáis la bondad de aceptarlas. Los paisanos que os condujeron en su canoa, eran criados de la casa del señor Yari: os remiten tres onzas de oro que dejasteis en la canoa; y desean que Dios os saque con bien del trabajo en que estáis. Todo se halla en el cuarto en que os habéis de vestir. Dos matronas y dos señoritas muy bonitas, sus hijas, han de venir para iros acompañando hasta la audiencia. Entre tanto, el cacique quiere que estos señores se diviertan con las curiosidades de su pequeño gabinete.

Don José: Vamos pues.

(Vanse todos).

ESCENA III

Mutación. Recinto sombrío en que da audiencia el Cacique. Algunas sillas.

El Cacique y la Cacica, salen por diferentes puntos.

La Cacica: Compañero: ¿Qué has dicho a esos pobres que salieron de aquí tan afligidos? Dicen que la niña iba hecha un mar de lágrimas. Fui a visitarlos, y no se me permitió verlos, por estar incomunicados de tu orden.

Cacique: No merecen compasión; son rebeldes, son de los llamados patriotas, son unos insurgentes.

La Cacica: ¡Y estas palabras pronuncia un hombre educado en los Estados Unidos de Norte América! ¿Esto es lo que aprendiste en un colegio de aquella gran república? ¿Para esto te llevó el señor Monson? ¿Este es el fruto de sus bondades?

Cacique: Sabes que Jeveros es la capital de los establecimientos españoles en Mainas. Su gobernador reclama las personas de estos extranjeros, y es necesario entregárselas.

La Cacica: Eso no; primero se arruinaría todo el pueblo. ¡Los omaguas habían de envilecerse tanto! Estos extranjeros son defensores de la causa más ilustre que ha visto el mundo. ¿Y a quién iban a entregarlos? ¡a los españoles!

Cacique: Ya te he dicho que no te mezcles en las cosas de gobierno. ¿Somos aquí como los gobernantes españoles, que por complacer a sus mujeres cometen las mayores iniquidades? En la administración de los negocios públicos no se debe oír la voz de las mujeres. Tú no tienes cabeza para estas cosas.

La Cacica: Pero tengo un corazón recto y compasivo.

Cacique: Ustedes son puras lágrimas. Por ustedes no se declaró la guerra a los ucayas. Como en las deliberaciones sobre la paz y la guerra, nuestras costumbres conceden voto a las madres y a las esposas de los principales guerreros, vosotras llenasteis de gritos la asamblea, y ganasteis la votación. Ya se ve, ¡la naturaleza dio tanta eficacia a vuestras lágrimas y a vuestros enojos! Y los ucayas están cada día más atrevidos.

La Cacica: Y ¿cómo habíamos de permitir que los americanos se hiciesen la guerra unos contra otros? Los hijos de una misma madre, los hermanos, ¿habían de correr a degollarse como frenéticos? Este hubiera sido un crimen de que se espantaría la naturaleza. Vamos al caso: la prisión de esos extranjeros es escandalosa. Ellos deben hallar aquí protección, seguridad y generosidad.

Cacique: Oye, chica.

(Habla con ella en secreto).

La Cacica: Me alegro mucho… Pero yo soy la última que sé las cosas.

Cacique: Sí, señor… nuestro amigo… tu ministro…

La Cacica: ¡Si es tan alhajita!

Cacique: Felizmente sucede en las fiestas de las heroínas de la patria. Como gusto tanto de las sorpresas, tenemos tres días de funciones, y nadie sabe en el pueblo como son. El cacique de los ucayas, aquel que fue mi enemigo, ha tomado un grande interés en complacerme, y nos ha de enviar quienes nos diviertan con dos funciones teatrales de mucho gusto. Tú guarda secreto: mi corazón ya no sufría ocultarte lo que hay.

La Cacica: Cuéntame, pues, cómo son esas funciones.

Cacique: La primera noche se representa la Basilia. Su asunto es una jovencita de raro mérito y hermosura, que pasando mil trabajos llegó a un país de América desde el centro de la Alemania; y tuvo que reembarcarse precipitadamente de miedo de los quemadores. Su pobre madre murió de pesadumbre al ver frustradas sus esperanzas, pues donde creía haber hallado amparo, no había encontrado más que perseguidores.

La Cacica: ¿Esos quemadores fueron los que quemaron las casas de Guayaquil?

Cacique: ¡Jesús! Petronita. Estos quemadores no quemaban casas, sino hombres y mujeres. Entregaban a las llamas a cuantos no pensaban como ellos en ciertas materias oscuras. Es incalculable el número de víctimas que sacrificaron en Holanda, Italia, España, Portugal, etc. Ni aún el profundo genio de los matemáticos ingleses puede determinar el número de familias que redujeron a la mendicidad y al infortunio.

La Cacica. ¿Y por qué se les dejaba cometer tantas maldades?

Cacique: Estaban sostenidos por grandes intereses y por grandes usurpaciones.

La Cacica: A ninguno ha de gustar ver a esos monstruos sobre el teatro. Las mujeres les querrán tirar hasta con los asientos.

Cacique: Ya lo veo. Pero la obra es utilísima, y agrada por sus escenas tiernas y lastimosas. Fuera de eso, su desenlace es consolador. Es como sigue: La amable Basilia estuvo para perecer en el mar, y padeció indecibles calamidades, pero llegó a Filadelfia, y fue recibida con una hospitalidad muy caritativa y generosa: en ocho días se le colectó y formó una dote de setenta mil pesos. Se ha casado, y vive actualmente llena de comodidades en Sud Carolina.

La Cacica: Tu habrás visto representar esa comedia.

Cacique: No. En Estados Unidos jamás fui al teatro, porque los cuáqueros nunca van a la comedia.

La Cacica: ¿Y qué hacen metidos en su casa toda la noche?

Cacique: Se están trabajando, leyendo, escribiendo, encomendándose a Dios, jugando con sus hijitos y parlando con su mujer. Son hombres excelentes y muy caritativos. Y sin embargo, los quemadores los detestan; quisieran poder quemarlos a todos, sin perdonar a sus amabilísimas esposas. Los quemadores prohibieron con terribles amenazas la lectura del Eusebio, porque elogiaba sus virtudes. En La Habana, unos amigos me llevaron al teatro, pero la Basilia no puede representarse en las poblaciones españolas.

La Cacica. ¿Por qué?

Cacique: Porque hombres perversos han hecho creer al rey de España que los quemadores y los amigos de los quemadores son las columnas de su trono. Además de esto, los pueblos supersticiosos son muy corrompidos y frívolos, y gustan de tramoyas de enamoramientos, y otras cosas tan frívolas como ellos mismos. Tratemos ya de la segunda noche.

Pues, señor, la función se abre con una sinfonía bellísima, obra de una porteñita de Buenos Aires.

La Cacica: Malo, malo…

Cacique: Voto a los demonios… ¡No digo que es usted muy incapaz! No se puede tener con usted un rato de conversación. Un inglés muy hábil llevaba esa obertura para el teatro Drury Lane, y me regaló en Baltimore una copia, y sale usted con malo, malo. ..

La Cacica: Yo decía...

Cacique: Pues, lo que dicen los mentecatos, que nada bueno se hace en América. Como ellos nada leen, por eso no tienen noticia, de las producciones de plumas americanas, que han obtenido en Europa un universal y sostenido aplauso. Entre mis pocos libros, hay algunos excelentes de chilenos, limeños y mexicanos, traducidos al inglés.

La Cacica: Como nosotras no sabemos, hablamos así no más.

Cacique: La obertura descubre el carácter porteño, cual lo describen los ingleses. El andante es dulcísimo, como aquellos dúos delicados que ejecutamos con la flauta el ministro y yo; pero el alegro, el presto, el prestísimo, son el fuego del mundo: parecen que asaltan una batería con sable en mano. Ese pueblo no ha de quedar en oscuridad. ¡Y qué bonita era la porteñita!

El inglés llevaba su retrato. Él decía que el retratista le había hecho muy poco favor, por haberla pintado muy morenita; aunque las morenitas suelen ser las más interesantes.

La Cacica: En comenzando vuesa merced a hablar de estas cosas, no tiene cuando acabar. Ya vamos para viejos. Diga usted qué hay después de la música.

Cacique: Ya no me acuerdo.

La Cacica: No muela usted, señor.

Cacique: Es que como ya vamos para viejos… como la memoria se pierde con los años…

La Cacica: Sí; pero de las inglesitas no se olvida usted, no.

Cacique: Pues, señor: Después de la música sigue un pequeño drama sentimental, cuyo título es: La Caridad Maternal. Su asunto es el siguiente: Unas señoras respetables de Sud América, presididas por la amable esposa del gobernante del país, se reunieron y formaron una sociedad con el fin de educar huerfanitas, y amparar doncellitas pobres, librándolas de las asechanzas de los seductores, siempre crueles y desnaturalizados. Y tiene usted que a lo mejor la sociedad fue perseguida, y las señoras se disgustaron. Las doncellitas lamentan su orfandad y desgracia, e inspiran la más profunda compasión.

La Cacica: ¿Y quiénes, y por qué persiguieron a la sociedad?

Cacique: Yo no lo se bien.

La Cacica: Pero ello se haría público, porque los ingleses lo pondrían en la cartilla.

Cacique: En la gaceta dirás, Petronita.

La Cacica: Sí eso. ¿No dices que los ingleses ponen en la gaceta cuanto pasa en el mundo?

Cacique: Sí, y lo mismo se hace en Norte América. Y es muy bien hecho, cuando se dice la verdad, cuando no se procede con parcialidad y ligereza, como hace el buen alhaja del The Courier. Pero allí viene el ministro; déjanos solos; después hablaremos.

(Vase la Cacica).

ESCENA IV

El Cacique y el Ministro

Ministro: Visité vuestra escuela; son palpables las ventajas del método de Lancaster; los alumnos hacen progresos rápidos, asombrosos. La portuguesita ha muerto; no pudieron valerle nuestros socorros; vino la pobrecita ya tan a los últimos...

Cacique: Es una lástima, y ha dejado una hijita.

Ministro: Tres matronas se han presentado pidiendo a la huerfanita para criarla y educarla. La primera es vuestra esposa; alega que tiene más comodidad que las demás. La segunda es la Mercedes, la que se casó anteayer; alega que su casa está muy triste, porque no hay en ella siquiera un muchacho que haga bulla. La tercera es la inglesa patona, la mujer del herrero; alega sus privilegios de extranjera, que le están garantidos por las leyes. Además, esta señora fue educada en una casa respetable de Liverpool. Por todo esto, he ordenado que sea preferida.

Cacique: Muy bien hecho. En orden a los hilados, ¿qué os han parecido los tornos de nuestra invención? Supe que los estabais experimentando.

Ministro: Han quedado excelentes; cuarenta están ya concluidos; vuestra esposa y la señora de Yari se han encargado de repartirlos por el pueblo. Gustan ellas tanto de hacer bien, y de que el país adelante…

Cacique: Entre los placeres delicados con que el cielo benigno regala al corazón del hombre, el uno es hacer bien a sus prójimos, el otro es ver a sus amigos felices y alegres. Yo estoy muy contento. Amigo mío: esta noche tenemos una música de los cielos. Una muchachita de diez y ocho años, agraciada y eminentemente hermosa, nos ha de cantar aquella aria, que me gusta tanto: Que le pupile ténere. Vos la habéis de acompañar.

Ministro: ¿Queréis que salga yo llorando entre la gente? Bueno está mi corazón para eso. Ya os he dicho que mi mujer cantaba esa aria con una expresión singular. Me acordáis una comparación de un poeta inglés. "Aquella música es como la memoria de las alegrías pasadas, agradable y triste al ánimo".

Cacique: ¿Qué quiere decir que lloréis? No siempre de dolor se vierten lágrimas. La ternura tiene lágrimas muy dulces.

Ministro: Muy grande es mi dolor. Según los espías, no hay en Quito noticia alguna de mi familia. Tal vez han muerto, o andan errantes por los montes; aunque espero que el misericordioso padre de los hombres tome bajo su protectora sombra a mi tierna y virtuosa mujer. ¡Si supierais que compasivo era su corazón! Ella se quitaba el pan de la boca para darlo a los pobres. Ella llevaba el consuelo a muchas familias desvalidas. ¡Con cuánta complacencia visitaba a las enfermas! Ella ha conservado muchas vidas, y ha protegido no pocas virtudes. A los seis meses de casados me asaltó una fiebre pútrida, que casi me llevó al sepulcro; mi mujer me asistió con cuidados más que maternales, y apenas se apartaba de mi lecho, hasta que contrajo la misma fiebre contagiosa, que la llevó a los umbrales de la muerte. Entonces decía que moría muy contenta por haber cumplido con sus obligaciones. Ved lo que han hecho conmigo los tiranos.

(Se enjuga los ojos).

Ellos han roto todos los lazos que me unían a este mundo. Nada tengo ya que perder sobre la tierra. Yo vuelvo a mi país, aunque me maten los opresores. Puede ser que burle su vigilancia, y adquiera alguna luz acerca de la existencia de mi mujer. El cielo, caro amigo, el cielo recompense con sus bendiciones los grandes beneficios que me habéis hecho. No puede deciros otra cosa un infeliz. Dadme un abrazo; yo parto ahora mismo.

(Llorando).

Cacique: Os ruego que os tranquilicéis...

Ministro: Dejadme ir a buscar por todos los montes las huellas de mi mujer, o a llorar sobre el sepulcro en que descansen sus cenizas. Mientras la vida me durare, ofreceré amargas lágrimas a su venerable memoria.

Cacique: Yo tengo poder bastante para restituir a vuestros brazos a vuestra amable compañera. Puedo daros ahora mismo las más felices noticias. Leedme todo el título de este papel.

(Dale el cuaderno. El Ministro lee en voz alta y pausadamente):

Demostración de las proposiciones siguientes:

Primera: Para remediar la lastimosa despoblación de América, y su atraso en las artes y agricultura, es necesario llamar extranjeros con el atractivo de unas leyes imparciales, tolerantes y paternales.

Segunda: Si la América no olvida las preocupaciones españolas, y no adopta más liberales principios, jamás saldrá de la esfera de una España ultramarina, miserable y oscura como la España europea.

Escrita por Camila Shkinere, hija de los ciudadanos José y Margarita. Dedicada a mi marido el Teniente Coronel Diego, etc.

Ministro: (después de un breve silencio). ¿Cómo ha llegado a vuestras manos este papel?

Cacique: Amigo mío…

(Lo abraza y hablan los dos en secreto).

Cacique: ¿Cumpliréis vuestra palabra?

Ministro: Os lo aseguro.

Cacique: Pues, nuevo Orfeo, venid; yo os colocaré detrás de este árbol.

(El cacique lo lleva por la mano y lo oculta detrás de un árbol, de modo que no vea ni pueda ser visto de Camila).

Cacique: ¡Hola!

Copi: Señor.

Cacique: ¿Está ahí la señorita extranjera según he prevenido?

Copi: Sí, señor. Viene con el traje espléndido de las novias del país; traspuesta la vincha que regalasteis a vuestra hermana, la señora de Yari, el día de su casamiento.

Cacique: Pues haz que se presente.

ESCENA V

Camila y el Cacique

(Camila aparece con el rico y brillante traje de las indias novias de Mainas. En lugar de sombrerillo, trae una vincha negra, ricamente bordada. El Cacique se muestra con toda su natural afabilidad, y coloca a Camila donde pueda mejor ser vista y oída de todos).

Cacique: Señorita: estáis más bella que la aurora cuándo abre las puertas del sereno día. Tomad asiento. Me han dicho que deseáis hablar al ministro. ¿Queréis favorecerle con vuestra mano?

Camila: Ya os he dicho que me es imposible.

Cacique: ¿Pues para qué deseáis ver al ministro?

Camila: Yo quería postrarme a sus pies…

Cacique: ¿Y qué haríais con eso? Él os levantaría de la mano, y al mirar vuestros ojos divinos, y vuestros labios de rosa, él mismo se echaría a vuestros pies invocando vuestra piedad. ¿No conocéis el poder de vuestras gracias, y la irresistible elocuencia de vuestros ojos?

Camila: Yo solo sé que tengo honor y que soy una desgraciada, y que vos oprimís con todo vuestro poder a una americana perseguida, a una infeliz mujer. ¿Y son americanos los que hacen esto conmigo?

(Llora)

Cacique: Si nosotros somos crueles, beberíamos a crueldad en el seno de las madres americanas.

Camila: Los americanos por su misma gloria debían empeñarse en sostener la constancia y el honor de las americanas. Ustedes les arman pérfidos lazos para que sean infieles a su palabra y juramentos. Ustedes minan sordamente el pudor y la virtud con sus conversaciones escandalosas, y con sus ejemplos de inmoralidad. Las producciones de sus labios no son menos funestas que las erupciones del Tunguragna y del Cotopaxi [1] Y si todavía puede haber algo más espantoso, unos a otros se aborrecen y se detestan. Por eso, la patria se halla en tantos trabajos; por eso, andamos las patriotas buscando un asilo entre las fieras.

(Llora).

Cacique: Los omaguas no somos fieras... El ministro es una paloma. Él también llora inconsolable la pérdida de su amada. Los ecos de los montes repiten sus lastimosos suspiros. Para aliviar su profundo dolor, busca los placeres de la dulce melancolía, tocando la flauta en las noches como Orfeo entre las sombras.

Camila: ¡Oh! ¡Qué memoria! ¡Qué memoria!

(Derrama un torrente de lágrimas).

Cacique: Vos sola, sí, vos sola podéis enjugar sus lágrimas. Vos sola podéis llevar el consuelo a su moribundo corazón.

Camila (Levantándose): No me aflijáis más. Dejad que esta infeliz lleve hasta el sepulcro su ternura. Dejad que sea fiel a la memoria del más amable de los mortales. Permitidnos volver a nuestra chocita. Allí encontraremos la paz, que no se halla entre los hombres. Allí viviremos pobres, pero virtuosos, hasta que la divina providencia se digne restablecer la suerte de la patria. Entonces llegará hasta nuestro retiro la fama de sus hechos, que ha de llenar toda la tierra.

(Llora).

Cacique (Aparte y enjugándose los ojos disimuladamente): ¡Qué lágrimas tan inoportunas!

Camila (Arrodillándose): Señor, si somos tan infelices que no merecemos un rinconcito en vuestros estados, dejadnos ir errantes por los bosques; la divina clemencia nos amparará. Si queréis sacrificar una víctima a la saña de los opresores, derramad mi sangre; puede ser que así se calme su furor. Respetad los días de mis padres, mirad con compasión sus desgracias y su vejez. Mandad a vuestros vasallos que despedacen mi corazón con sus flechas y sus lanzas; mi postrer aliento será el de mi amor; yo pronunciaré en las agonías de mi muerte el nombre de Diego.

(El cacique da dos fuertes palmadas, y sale el ministro precipitadamente).

Ministro: ¡Camila amabilísima! Yo soy Diego. Aquí estoy…

Camila: ¡Oh, Diego!…

(Camila queda como desmayada en los brazos de su marido. La música ejecuta entre tanto un andante amoroso dulcísimo, que dura algunos instantes. Todos guardan silencio mientras dura la música).

Ministro: ¡Oh gloria de tu sexo! ¡Honor de las Américas! ¡Lustre y ornamento de la naturaleza humana!

ESCENA VI

Cacique, doña Margarita, Camila, don José, ministro

(El Cacique da otra vez dos fuertes palmadas, y salen los padres de Camila con precipitación).

Doña Margarita: Si no lo puedo creer, si no lo puedo creer. ¡Camila dar la mano al ministro!

Cacique: Llegad, señores; abrazad a vuestro yerno.

Doña Margarita (llorando): ¡Muchacho, tú eras!

(La abraza el ministro)

Don José: ¡Hijo mío! Con el placer de hallarte, y de verte vivo, se olvidan todos los trabajos.

(Abraza al ministro)

Ministro: Desaparezcan las tristes memorias: Aquí no hay tiranos, ni perseguidores. Estáis en el asilo de la libertad, entre los hombres de la razón y de la naturaleza, en el seno de la filantropía. Acordaos de la Pensilvania, y creed que ponemos aquí los cimientos de una nueva Filadelfia. El generoso Copi (sabedor por un acaso de las órdenes secretas, y de la inicua trama de uno de los oidores) me dio la libertad y la vida una hora antes de que fuesen asesinados los demás patriotas. Copi es un joven militar penquista, de quien fui defensor en un consejo de guerra, que se le hizo en Panamá por un caso de honor en consecuencia de ciertos amores, travesuras de mozos. Pero la serie de nuestras aventuras nos proporcionará después conversaciones muy deliciosas. Hemos hallado en el Cacique, mi amigo, a uno de los genios más sobresalientes de la edad actual; su inteligencia es extensa y muy cultivada; su carácter es compasivo, generoso y magnánimo.

Cacique: Yo conozco mi pequeñez; mas os puedo asegurar que miro vuestra causa como mía propia. Lo que me durare la vida, tendréis en mí un defensor, un padre y un amigo. Pero, señores, ¡caros amigos míos! en medio del inefable placer que siento al veros seguros y felices, me remuerden las amarguras momentáneas que derramé en el corazón de esta tierna y fiel esposa, de esta joven incomparable.

(Camila lo mira y se enjuga los ojos).

¡Heroína del nuevo mundo! imperturbable como las amazonas (cuyo suelo honráis con vuestras plantas); pero más culta que ellas, y más sensible! Yo he querido que vuestro digno esposo fuese testigo de vuestra fidelidad heroica y de vuestra singular ternura. Quise que oyese de vuestros propios labios vuestros nobilísimos sentimientos y vuestras amorosas ansias, para que os amase más, si más es posible. Vuestras virtudes aparecerán algún día, para gloria de la patria, admirables y excelsas sobre los teatros del mundo. Las americanas sensibles tributarán a la memoria de Camila Shkinere elogios y lágrimas. Me propuse en fin presentar en vuestra persona un gran modelo a las patriotas de Sud América.

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Nota del original: "Volcanes famosos de Quito".
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