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La Camila o La Patriota de Sudamérica
Acto III

Recinto rodeado de grandes árboles, que lo cubren con su sombra, y ocupa todo el teatro.

ESCENA I

El Cacique, Yari y Copi.

El Cacique: Dar audiencia al pueblo a la sombra de estos árboles, recuerda las antiguas edades del mundo, y la infancia de las naciones.

¿No fuera posible que empezase por aquí en Sud América el imperio de la razón y de las leyes sabias y paternales, como el blando resplandor de la aurora? Un pueblo nuevo, sin lujo, sin heredadas preocupaciones y costumbres, puede presentarse libre de aquellas máximas bárbaras, que por la serie, de los siglos han hecho gemir a la humanidad. Ni es difícil que toda la América se avergüence al cabo de sus rancias ilusiones. Entrando en sí misma conocerá sus verdaderos intereses y romperá sus cadenas. Es probable que sus primeros pasos no sean ni firmes ni prudentes. La especie humana es como la naturaleza, que en el seno de las tempestades prepara maravillas. La América tendrá su juventud; ésta es la edad de los extravíos; mas en la escuela de los infortunios aprenderá a seguir las lecciones terribles que reciba de la experiencia.

(Sale Yari; habla en secreto con el Cacique; le entrega un cuaderno. El Cacique lee la carátula del manuscrito, lo dobla, y queda por algunos instantes pensativo. Habla en secreto con Yari. Yari se retira. En la siguiente escena, el cacique se reviste de un carácter terrible).

Cacique: Copi.

Copi: Señor.

Cacique: Que se presenten esos extranjeros

ESCENA II

El Cacique y la familia quiteña.

Cacique: Estáis perdidos; este manuscrito os descubre y os condena. En él, se leen vuestros nombres; los mismos que están comprendidos en las requisitorias del español gobernador de Jeveros, que reclama vuestras personas con severas amenazas. Se supo que habíais emprendido vuestra fuga hacia estas regiones, y se sospecha que os ocultáis en mis dominios. Yo no quiero tener a esos hombres por amigos ni por enemigos. No quiero provocar su venganza. Es necesario que os resignéis; yo os voy a entregar a los españoles.

(Los quiteños se miran espantados los unos a los otros).

Doña Margarita: ¿Unos patriotas infelices no hallarán asilo ni entre sus mismos paisanos?

Cacique: El gobernante español tiene fusiles y cañones; nuestras armas son pocas lanzas y débiles flechas. En caso necesario, si peligrase nuestra libertad nos burlaríamos de su furor sanguinario. Mas no habiendo necesidad, yo no debo exponer mi pueblo a una guerra inútil

Don José: Y ¿las santas leyes de la hospitalidad?… y ¿la compasión y la humanidad no hablan en vuestro corazón por nosotros?

Cacique: Y ¿qué hospitalidad halló entre ustedes aquel pariente del muy alto y muy poderoso Príncipe José Gabriel de Tupac Amaru, cuando huyendo de la horrenda carnicería, que hacían los realistas en su país buscó en el vuestro un asilo infeliz y oscuro? Vosotros lo asesinasteis en la cárcel en el silencio de la noche.

Don José: ¡Nosotros! El presidente de Quito y los ministros de su audiencia cometieron esa maldad.

Cacique: Visteis tranquilos la muerte del desventurado príncipe, y no hicisteis en su defensa movimiento alguno.

Don José: Estábamos bajo la espada del despotismo. La España era respetable entonces, en el reinado de Carlos III.

Cacique: Visteis correr la sangre del alto príncipe, y no derramasteis una lágrima. Divididos entre vosotros mismos, alimentando odios y envidias; despreciándoos recíprocamente; insensibles, desnaturalizados, visteis con fría indiferencia el trágico fin de un americano ilustre. Tal vez disteis elogios a la crueldad de sus verdugos.

Doña Margarita: Hasta ahora se habla en Quito con horror de aquella bárbara atrocidad.

Don José: Nosotros veníamos tan confiados en la equidad de vuestras leyes...

Cacique: ¿Qué leyes ha de haber aquí? ¿No se dice entre ustedes que los americanos nada bueno saben hacer, ni inventar? Pues ¿quién habría sabido aquí hacer leyes? ¿Ni qué leyes podemos tener en medio de nuestra actual degradación? Compelidos por la injusticia del gobierno español a buscar la seguridad y la libertad en los bosques y entre las fieras, hemos aprendido de los tigres y de los leopardos a ser sanguinarios y feroces.

Camila: ¡Quién habría creído que abrigase estos sentimientos la generosa tribu de los omaguas! Fueron de esta tribu las varoniles amazonas, que en tiempo de la conquista pelearon contra los españoles, y adquirieron un nombre inmortal; y ahora los omaguas han de entregar al gobierno español los patriotas para que sean víctimas de su tiranía! Para que sus verdugos tengan el placer de derramar nuestra sangre!

Cacique: (Aparte). ¡Y qué piquito tiene la muchachita! ¡y qué espíritu!

Camila: ¿Os olvidáis de que la sangre de los primitivos habitantes del país corre por nuestras venas?

Cacique: Bien pues: solo los vínculos de la sangre, solo los lazos del matrimonio os pueden naturalizar en el país y os pueden salvar. Este es un pretexto honesto, que yo alegaré al gobernante español que reclama vuestras personas. Es necesario, es indispensable que deis vuestra mano a mi primer ministro. Él es de sangre esclarecida, es galán, y posee un corazón adornado de virtudes.

Camila: ¡Santo Dios! No señor, no; mi corazón no es mío; no puedo disponer de él.

Cacique: Esa es vuestra soberbia, ese es el alto desprecio con que nos tratáis. Las jóvenes de Sud América menosprecian generalmente a todos los americanos. Desde el principio prefirieron para esposos a los españoles. Guardan para los españoles sus gracias, esas gracias delicadas, sublimes, divinas, que recibieron del cielo para nuestra felicidad. Ellas quisieran que reinasen eternamente los españoles, para reinar con ellos. Ellas desean que permanezca la patria en perpetua servidumbre, seguras del imperio que han de ejercer sobre sus débiles amantes. Ellas verían con placer la opresión universal del país; oirían con alegría los horrendos decretos pronunciados contra los americanos por sus inhumanos esposos. Así educan a sus hijos en el amor de la tiranía, y oponen obstáculos a la libertad. ¡Oh! ¡Qué furor! ¡Qué indignación! ¡Las hijas de América abrazarán a nuestros verdugos y huirán con desdén de los brazos robustos de los héroes de la patria! Americana. degradada, vuestra presencia me avergüenza. Ojalá hubieseis nacido a la otra parte del mar, entre los tiranos, para que no deshonraseis a la patria con vuestros sentimientos.

Doña Margarita: (llorando). Esta criatura es patriota desde que tuvo uso de razón.

Cacique: No, yo sé que no es así. Os acompañó en la fuga únicamente por necesidad. No, no serán satisfechos sus deseos. Ella se alegraría de ser entregada a los españoles. No lo será. La enviaré de obsequio a un cacique vecino y amigo mío; y será su esposa o su esclava. Ustedes, sí, ustedes serán puestos en las manos del gobernador de Jeveros.

Camila: (Echándose a sus pies). Señor...

Cacique: Alzad. ¿Daréis la mano al ministro?

Camila: No señor; mi corazón no puede complaceros. Pero si la ancianidad de unos padres desgraciados, si las lágrimas de una infeliz os pueden conmover… si sois hombre, si sois americano, si sois compasivo…

Cacique: Nada me digáis; retiraos de mi vista.

¡Hola!

Copi: Señor…

Cacique: Lleva a esos extranjeros; que estén incomunicados, mientras se preparan las escoltas, que han de conducirlos a sus respectivos destinos.

(Vase la familia quiteña con Copi. El cacique aguarda que estén algo distantes)

Cacique: Copi.

Copi: señor.

Cacique: (Mirando adentro para no ser oído de los extranjeros). Llévalos a mi casa nueva y todo cuanto... (Le habla en secreto).

Copi: Se hará todo puntualmente.

(Vase).