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La Camila o La Patriota de Sudamérica
Acto II

La vista anterior.

ESCENA I

Don José: ¡Qué bello es aquí el aspecto de la naturaleza en la mañana! Y cómo se reanima y se sonríe después de pasada una tempestad!

Yari: Para mí vuestro huertecito es más bello y más gracioso.

Don José: Cuanto en él habéis visto, es obra de mi mujer y de mi hija. Que saludable les es el trabajo. Él las distrae, las alegra, las robustece.

Yari: Hemos nacido para trabajar y para buscar el alimento con el sudor de nuestro rostro. La naturaleza es madre sabia y benéfica.

Don José: Lo demás que habéis visto, la casa, los pobre muebles, todo es obra de mis manos. ¡Si supieran los padres de familia de cuánta utilidad es para sus hijos enseñarles un oficio mecánico! Esta es una de las mayores riquezas que pueden dejarles después de sus días. Este es un recurso seguro en la adversidad. ¿Creeréis que trajimos con nosotros martillos, limas, hachas, etc.? Pero vos pasasteis muy mala noche; os sentí desvelado, y habéis madrugado mucho.

Yari: ¡Cómo había de dormir con la relación que hicisteis de la muerte trágica de Salinas! ¿Conque los tiranos lo asesinaron? ¡Qué hombre perdió la patria! ¡Qué corazón aquel! ¡Qué entendimiento! Si pudiera yo traer aquí, y hacer felices a su viuda y a su desesperada hija! De tales personas es patria natural nuestra nueva Filadelfia.

Don José: ¿Qué nueva Filadelfia es esa? Habláis tan bien el español… vuestro lenguaje, vuestras ideas, vuestros sentimientos, todo me admira; no se qué pensar. ¡Santo varón! No seáis algún ángel!…

(Yari se ríe)

Yari: Soy un indio de la tribu de los omaguas. Me crié en Jeveros. Serví allí al señor Salinas. Él me enseñó a leer y escribir; me trató con bondad paternal; me llenó de beneficios. Después la divina providencia me condujo a Lima, y logré hacer algunos estudios a la benéfica sombra de les señores Gave y Acrove.

Don José: Tengo larga noticia de esos caballeros. Son tan nobles como generosos; oficiosos y fieles amigos.

Yari: ¡Qué dulce es, sea en medio de las ciudades, sea en la soledad de las selvas, acordarse de sus fieles amigos, y de sus bienhechores!

(Se enternece).

Florecían en Lima en aquella época hombres eminentes. Tuve la fortuna de oírlos, de admirarlos, y de leer sus excelentes libros. Restituido a estas regiones, atraído por los irresistibles encantos de un amor honesto, ya os conté anoche que soy esposo y padre, que vivo feliz y tranquilo; y que mi tierna hija es muy sabidita y hermosa. Soy cuñado del cacique, o gobernante del país, y estoy como todos sus amigos con la cabeza llena de grandes proyectos, y cargado de comisiones de beneficencia.

Mas ya viene a acompañaros vuestra amable familia.

ESCENA II

Los mismos y la familia de don José.

Don José: Margarita, ¡qué rato de conversación has perdido! pero aún falta lo mejor.

Doña Margarita: Hemos estado ocupadas. Nuestro huésped dispensará nuestra pobreza…

Tendréis, señor, la bondad de llevar para vuestra mujercita este relicario. Las dos miniaturas que contiene, son de la mano de mi hija. Por una parte, se ve a la humanidad, que aparta horrorizada la vista de la cabeza ensangrentada de un criminal ejecutado, que le presenta un verdugo. Por el otro lado, se ve a la América nuestra madre, saliendo de las sombras, coronada de laureles.

Yari (sonriéndose): Y ¿qué significa ese león que está postrado a sus pies?

Doña Margarita: ¡Ese es el león de las Españas!

Yari: ¡Bella idea y expresada primorosamente! ¡Qué hallazgo hemos hecho! El gobernante se vuelve loco con ustedes. Ustedes se vienen conmigo… siquiera un paseíto a nuestra población... llegaremos allá a las diez del día... el tiempo está hermoso... No hallaréis las obras maestras de arquitectura de Quito; pero sí las habitaciones sencillas de un pueblo trabajador, frugal y feliz. Entretanto, si la señorita Camila me quisiera hacer un favorcito…

Doña Margarita: ¿Cuál?

Yari: Ese manuscrito de su mano. Yo quiero tener el placer de presentárselo al Cacique, y sorprenderlo.

Camila: Es vuestro, lo llevaréis.

Yari: ¿No me diréis ahora, cómo el sanguinario Arredondo, jefe de las tropas de Lima, prendió a los patriotas, faltando a las promesas y proclamas que habían precedido?

Don José: ¿No sabéis que los tiranos no nos guardan palabra, porque dicen que somos rebeldes?

Yari: ¡Pérfidos! y los americanos siempre crédulos y confiados! ¡Llamarlos a ustedes rebeldes! ¿Conque nuestras tribus serán rebeldes porque no se dejan despedazar por los tigres y los osos? Luego será preciso declarar rebelde a la naturaleza, de quien recibimos el instinto de no dejarnos oprimir; a la naturaleza, que nos inspira el deseo de la felicidad. El corazón humano está en un movimiento continuo anhelando por verse libre y dichoso. Las pretensiones de la España están en contradicción con la naturaleza. La naturaleza separa de los padres a los hijos, desde que están crecidos y se hacen hombres. La naturaleza divide las poblaciones en independientes familias, y la gran sociedad del mundo en naciones independientes, que son grandes familias. Y ¡qué una pequeña parte del mundo antiguo, la parte más oscura y atrasada de la Europa, se atreva a llamar rebeldes, y quiera tener por esclavos a los habitantes de casi todo el nuevo mundo! Esto es insufrible. Mejor es vivir entre las fieras para no oír tales monstruosidades. Ellas harán más odioso el nombre de los opresores; y harán más interesante la gran causa de la razón, de la humanidad y de la naturaleza. La madre América, después de haber excitado las lágrimas de todos los pueblos, oirá los festivos aplausos con que solemnizarán su independencia y sus victorias.

Don José: Sin duda, la América será libre, confío en Dios: el fuego de la libertad ha de conmover toda su vasta masa; pero antes que llegue la última escena de este drama interesante; ¡cuánto nos hace padecer la injusticia!

(Toda la familia se enjuga los ojos)

Yari: ¡Pobrecitos! Vuestra emigración debió ser muy penosa. ¿Cómo vencisteis tantas dificultades?

Doña Margarita: Desde Quito hasta las orillas del Napo caminamos a pie diez días. Aquel camino es uno de los más ásperos que se conocen. Llueve diariamente, y veníamos cargados de las cosas más necesarias; Consideradnos por aquellos eternos lodazales, mojados día y noche, y con las agonías del miedo, ya de los tiranos que podían perseguirnos, ya de las bestias feroces que abundan tanto en estos climas. Llegados a las márgenes del río, unos paisanos vuestros nos recibieron en su canoa; y anduvieron tan generosos que no admitieron recompensa alguna, diciéndonos que todo hombre está obligado a servir y amparar a los infelices.

(Breve silencio).

Yari: Señor don José: ¿Aún no habéis subido a la cumbre del cerro vecino?

Don José: Apenas hemos reconocido el país por el temor de los animales feroces.

Yari: Ese temor os demuestra que la naturaleza no nos crió para vivir solos. La sociedad nos es necesaria para existir. Venid, pues, a vivir con nosotros. Jamás os arrepentiréis. Ya os dije, siquiera por curiosidad, por paseo.

Desde el cerro se descubre la vista más pintoresca e imponente, que dilata a un ánimo americano: el profundo río de las Amazonas, el mayor del mundo, este mar de agua dulce, que anda mil y ochocientas leguas desde su origen hasta el océano Atlántico. Él recibe en sí innumerables ríos, canales naturales para el comercio y comunicación de todo el Perú, de toda la Nueva Granada, del Brasil, de la Europa. Sus orillas son vastos continentes, poblados de mil pequeñas naciones, y de bosques eternos de maderas exquisitas, de frutales deliciosos, del cacao, del árbol de la quina; presentes espontáneos con que la patria convida y llama a su seno a todas las naciones del mundo.

Don José: Por mí no hay dificultad para acompañaros; mas ya veis que en esta república yo no tengo más que un voto. Si las señoras gustan…

Doña Margarita: Mi parecer es que ahora mismo partamos.

Camila: Señores: Pido la palabra; nuestro huésped no se ha desayunado todavía y son las nueve. Comamos, y emprendamos al instante la nueva jornada.

Don José: Está sancionado.

Yari: (Levantándose con viveza). Pues, señores, aplauso, aplauso.

(Palmea).