ACTAS DEL CABILDO DE SANTIAGO PERIODICOS EN TEXTO COMPLETO COLECCIONES DOCUMENTALES EN TEXTO COMPLETO INDICES DE ARCHIVOS COLECCIONES DOCUMENTALES

Otras
La Camila o La Patriota de Sudamérica
Acto I

Vista de una choza en un pequeño placer rodeado de arbolillos. Un banco tosco.

ESCENA I

Don José y Doña Margarita.

Doña Margarita: Una persona sola, cuando se halla en trabajos, siente solamente sus propias desgracias. No así una amorosa madre de familia. Ella padece todas las amarguras que sufren su marido y sus hijos. Y ¡ay de aquella que ve los pesares de una hija, la más amable de las criaturas! ¡Oh en los reveses de la revolución nuestros corazones padecen mucho. Las americanas, que somos tan sensibles, y que no estábamos acostumbradas a estas cosas, vemos con indecible dolor los riesgos y los trabajos del esposo y de los hijos. La revolución trae tantos peligros, tantas angustias! Y ¿quién podrá pintar las molestias, las pesadumbres, las necesidades que acompañan a una penosa emigración?

Don José: Dios pondrá remedio. Es necesario llevarlo todo con paciencia.

Doña Margarita: Desde que el miedo de las crueldades españolas nos tiene en estas selvas horrorosas y solitarias, no había sentido un consuelo tan dulce como el de hoy con el hallazgo que hiciste de esa cruz de madera con su inscripción, que dices está en latín. ¿Conque otros cristianos habían vivido en estas incultas orillas, morada de salvajes errantes, de serpientes y de fieras?

Don José: ¿Hasta cuándo te parecerán horribles estas regiones donde es tan risueña y fecunda la madre naturaleza? Hablas de fieras y de serpientes, y no te acuerdas de que has conocido a los mandatarios españoles, y que ellos son para los americanos más feroces que los tigres y que las culebras.

Doña Margarita: Así es. Estoy pensando que tal vez los jesuitas pondrían esa cruz.

Don José: Los jesuitas señalaron en estos rudos países su celo apostólico y su beneficencia. Ellos ganaron con beneficios el corazón de las tribus salvajes. Formaron muchas poblaciones. Les hicieron conocer el pudor y la decencia. ¡Qué respetables aparecen a la vista del hombre pensador aquellos extranjeros, que enseñaron a estos pobrecitos a labrar la tierra; a amar a sus esposas; a criar sus hijos, como se hace en los pueblos civilizados, aficionándolos al trabajo, y a las costumbres blandas y benéficas! Ellos procuraban que la humanidad olvidase las atrocidades de los conquistadores de América. Mas esta cruz no fue puesta por los jesuitas. Ella es una memoria que dejó de su tránsito por este río Monsieur de la Condamine, de la academia de las ciencias de París, y amigo íntimo de tu abuelo el señor don Pablo, que Dios tenga en gloria. La inscripción puesta en castellano dice así: "Carlos de la Condamine, al pasar de Quito al Brasil por el río de las Amazonas".

Doña Margarita: Mi abuelo se acordaba mucho del señor de la Condamine; decía que le había de ser siempre grata su memoria. ¿Sabes que se llevó el retrato de mi tía Isabel? Decía que sus ojos tenían un reflejo celestial, y que en su boca se sonreían las gracias.

Don José: ¡Conque al sabio la Condamine le gustaban también las muchachas! eh?

Doña Margarita: Aquel grande hombre se llevó el retrato como cosa particular.

Don José: Margarita, Margarita: al que tiene entendimiento, amor con más fuerza hiere.

Doña Margarita: Esa consideración me hace ver con inquietud la tristeza de Camila. Tal vez nuestra querida hija vendrá a morir de melancolía. No la aflige la soledad ni la pobreza en que vivimos, sino la memoria de Diego. ¡El era tan prendado! Su virtud, su noble carácter, su fina educación, su gallarda presencia, todo concurría, todo le aseguraba el cariño de una joven juiciosa, virtuosa y sensible. Los tiranos le precipitaron al sepulcro en la primavera de su vida. Él pereció sin duda en aquella tarde terrible en que asesinaron a todos los patriotas en la cárcel, y después salieron matando por las calles del desventurado Quito, sin distinción de estado, edad ni sexo.

Don José: Él murió sin duda, pues era uno de los patriotas presos en la cárcel.

Doña Margarita: Si hubiese escapado, lo habría sabido al momento su hermana la Jesusita.

Don José: Tiempo tuvimos para saberlo por sus parientes en los tres días que permanecimos ocultos en la casa del venerable Obispo, el gran patriota Cuero y Caicedo, mi antiguo amigo. ¡Cuál habrá sido la suerte de este hombre apreciable! Sus años, sus temores, propios de su edad, las consideraciones de su empleo, le impidieron venir en nuestra compañía, y esconderse en estas selvas a la implacable venganza de los opresores. Mas ya hemos conversado mucho, y la chica está solita trabajando en el huerto. Haz que salga a descansar. Yo voy a concluir la mesita que te estoy haciendo.

(Vase).

Doña Margarita: El tiempo se va descomponiendo. (Mirando al cielo).

(Vase. La encuentra Camila y le besa la mano.)

 

ESCENA II

Camila sola

Camila: Se aliviara la suerte de los oprimidos, si los tiranos pudiesen ejercer su imperio abominable sobre los corazones y sobre los ánimos; si pudieran arrancar al corazón sus afectos, y al alma sus dulces y preciosas memorias. Pero el desdichado ve el suelo de su patria empapado en sangre; ve la saña y el furor de sus verdugos; y se concentra en sí mismo, y halla en su corazón la libertad que le arrebatan los perversos. El terror de la muerte y de la ignominia nos condujo a estas selvas, tan antiguas como el mundo; preferimos la vista de los salvajes y de los tigres a la de los satélites y ministros del gobierno español; pero la amable imagen de mi esposo me acompaña por todas partes.

Parece que la soledad de estos recintos sombríos y el silencio de la naturaleza, aumentan la sensibilidad del corazón. Siento avivarse mi ternura, y la idea venerable y consoladora del Ser Supremo llena mis potencias.

¡Oh Dios! Vos sois tan benigno para los buenos, como terrible para los malvados. Vos premiáis en la mansión de los justos las virtudes de Diego y preparáis confusión y exterminio para los enemigos de la patria, para los verdugos de la América, para los monstruos sedientos de sangre.

Pero ¿qué certidumbre hay todavía de la muerte de mi marido? ¿No corrió un rumor de que un patriota había escapado? ¿Y no podía ser éste Diego? Tal vez anda errante por los montes, o le oculta alguna cueva... Mas ¡ay! Tal vez gime de nuevo en una cárcel, y aguarda la muerte en un inmundo calabozo. Tal vez se le prepara algún veneno. De la crueldad de los tiranos todo debe sospecharse. Y si se hubiese escapado ¡cuántas diligencias harían para prenderlo! Hay también tantos débiles, tantos hombres despreciables que viven de bajezas… Ellos lo entregarían; sí lo sacrificarían. Él era tan notable por sus circunstancias, y había tomado una parte tan decidida en la revolución! Pero... ¿y la reputación de su tío el canónigo no le habría sido de alguna utilidad? No, el mismo canónigo habrá tenido una suerte infeliz. Los tiranos están armados, no solo de la fuerza, sino también del arma terrible de la superstición. La ciencia de aquel anciano ilustre; su bien merecida fama; sus diligencias para que se hiciesen de balde los matrimonios, con la laudable mira de poner un dique a la corrupción de costumbres, heredada de los españoles; sus solicitudes para generalizar el estudio de las lenguas extranjeras y de las matemáticas; y también su celo para que se estableciesen casas de labor para las mujeres pobres, y de corrección para las malas casadas..., todo le habla adquirido enemigos ocultos y formidables. ¡Qué no sea posible hacer bien sin cargarse del odio y de la execración de los hombres!

Y no obstante, el placer de hacer bien es tan delicado y tan dulce!

(Principio de tempestad: relámpagos y truenos a lo lejos; Camila mira al horizonte).

Mas un salvaje baja por el monte; sin duda él ha divisado y reconocido nuestra chocita, y viene a ella a guarecerse de la tempestad que amenaza.

Doña Margarita: (Desde la puerta de la choza). Niña, retírate; ven adentro, ¿No oyes los truenos? ¿No ves los relámpagos? El cielo se ha oscurecido repentinamente.

(Vanse).