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El Monitor Araucano
Tomo I. N° 97. Martes, 23 de Noviembre de 1813.
"Articulo comunicado por David de Parra y Bedernotor". De Bernardo de Vera y Pintado. Relativo al sistema colonial espaņol.

Cuando un orden inesperado de sucesos ha puesto a la América en aptitud de entrar al rango de las Naciones, la primera idea que ocurre a las meditaciones de un filósofo es la del aspecto que envían unos pueblos sin constitución formal, al paso que revestidos de todos los derechos que les pertenecen por la naturaleza y leyes generales de la sociedad.

Sea cual fuere el valor del Reinado de los españoles sobre la América (que jamás hizo un pacto con ellos translativo a la Soberanía) lo cierto es que por el cautiverio del último Borbón [1], quedaron estos pueblos, aún sin las apariencias de un caudillo, y en la necesidad de elegirlo, como lo han hecho en sus respectivos gobiernos. Esta medida (en que la urgencia y la justicia procedieron de acuerdo) nos presenta un problema digno de la reflexión de los pueblos. Si los pueblos de América en tanto se veían unidos entre sí, después de la conquista, en cuanto lo estaban a la España como a su metrópoli, ¿cuál es el principio regulativo de las demarcaciones bajo de las cuales se elevan ellos mismos en estados independientes?

La elocuente pluma del gran Moreno [2], previno esta cuestión importante, y ella fácilmente se decide recordando sus máximas. Muerta civilmente la cabeza de la Monarquía, todos saben que no sólo cada pueblo, sino cada individuo reasumió los poderes y que sólo ellos podían conferir para ser regidos: y en esta situación todo hombre se considera en aquel estado anterior al pacto social de donde se dimanan las obligaciones entre el Rey y los vasallos. Pero, no por eso quedaron éstos reducidos a la vida errante que precede a la formación de las sociedades. Un pueblo es pueblo antes de darse a un rey y aunque se rompan los lazos que le ligaban a éste, subsisten los que unen a los hombres entre sí mismos: Así, que los pueblos americanos en la plenitud de sus derechos, no necesitaron de constituirse pueblos, pues ya lo eran, y la jurisdicción de sus nuevos Gobiernos Provisorios no pasó de aquellos límites que hasta el día habían encerrado las provincias.

Acaso éste ha sido el único resultado feliz del hábito de una obediencia circunscrita y ceñida a esos mismos términos. Si los pueblos hubieran entrado en discusiones meditadas sobre su territorio, habríamos experimentado aquel terrible choque de las pasiones, movidas por el fuerte resorte del amor propio y deseo de engrandecimiento que hubieran sofocado la obra en sus principios, o la hubieran levantado sobre un cimiento de sangre y desolación, renovando los tristes días de las repúblicas que compraron su exterminio por la misma ambición de dilatarse. ¿No es una fortuna que hayamos reglado nuestra economía y relaciones sin imitar el prurito de los príncipes europeos de sacrificar la especie humana, a una disputa de tierras?

Las que en América componían dos grandes imperios y después de la Conquista se distribuyeron en diferentes porciones, siguen hoy esta misma división política, por el voto uniforme de sus provincianos: y este acto indeliberado de la voluntad general la manifiesta con tanto más fuerza cuando los hechos son más constantes y superiores a las palabras. El ha sido, pues, la ley regulativa de nuestras demarcaciones sin que procediese un pacto escriturado, ni especie alguna de convenio expreso entre las provincias. Cada una era independiente de la otra en su gobierno respectivo, y todas asidas al muelle real, que desapareció dejándolas en la separación en que han continuado, siempre vecinas y siempre amigas. Esta amistad será, más sólida, cuando un Congreso general del Sud fije sus destinos, y calcule los obstáculos de las alianzas entre pequeños y miserables Estados, que para salir de su importancia deben demarcarse con relación a aquel grado de poder, que equilibrando las fuerzas deje a cada uno lo suficiente para ser respetado de las naciones que nos observan, y capaz de resistir las solicitudes de cualquier aspirante. Ésta será la grande unión del Sud americano.

A la vista de su poder, conocerán su error, o se avergonzarán de los designios cobardes, aquellos infelices políticos que a la sombra de una independencia nominal pretenden identificar la divergencia de opiniones, amasando a la América con la España en una nación partida en diversas provincias, cada cual soberana en sí misma, y todas reunidas a un gobierno central. (Si este cetro no se establece como un banco de arena en medio del Océano, siempre será ilusorio el bello plan de halagar a los unos con la idea de independencia, y satisfacer a los otros con la de que seamos siempre parte integrante de este todo de la nación española) Hay quien quiera hacer valer este problema en el día; así es preciso examinarlo por sus principales aspectos, a saber: su ventaja o perjuicio para la América, su necesidad, y la oportunidad de proponerse.

(Se continuará.)

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[1] Fernando VII (N. del E.).
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[2] Mariano Moreno, Secretario de la Junta de Buenos Aires en 1810 (N. del E.).
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