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El Monitor Araucano
Tomo I. N° 90. Sábado, 6 de Noviembre de 1813.
Sin título ["En los pueblos esclavos es raro..."]. Consideraciones sobre la monarquía.

En los pueblos esclavos es raro el mérito y los talentos. Como los empleos y las recompensas se reservan para la intriga y se distribuyen por el capricho, más cuenta tiene hacerse intrigante. Pocos se ocupan del bien del Estado, cuando los que reparten las gracias, lo pierden de vista, y no atienden a la honradez y las fatigas de los que sirven a la patria. Las recompensas que se niegan al ciudadano que las merece, privan al Estado no sólo de sus servicios, sino de la actividad y talentos de todos los que lo habrían imitado. No puede haber emulación en los países donde la mediocridad, la intriga y el favor comprado, destruyen los derechos del mérito y de la virtud. De aquí es que abundan en las repúblicas hombres eminentes, cuando están en el poder Ejecutivo hombres ilustrados, desinteresados y sin facción alguna, ni miras pequeñas. Por esta razón, entre otras, es escaso el mérito en las colonias, tan distantes de la Metrópoli, donde reside la fuente de las gracias. El hombre de mérito más relevante se daba por muy bien servido si obtenía un informe en favor suyo de un Virrey o de un Presidente, que de nada le servía. Muchos obtuvieron estas costosas recomendaciones para mitras y otros cargos, y si ellas no fueron acompañadas de remesas cuantiosas, llevaron al sepulcro deseos y recomendaciones estériles.

Afirmemos, pues, generalmente que nada corrompe con más eficacia a los hombres que elevar y recompensar la bajeza y sofocar la elevación y la grandeza del ánimo. Los hombres siempre tienen por blanco de sus acciones al honor o la fortuna; si ven que se honra y se premia el delito y la adulación, se vuelven malvados y viles. De aquí es, que bajo una administración corrompida, hay una larga cadena de corrupción, que desciende desde el docel hasta el ínfimo pueblo. Por consiguiente, esta corrupción debe ser mayor y más palpable en los que cercan la primera autoridad. Ello es, que las más veces no tienen otro mérito quo el de adular, divertir y halagar las pasiones de un déspota, y adormecerlo acerca do sus más importantes deberes; y son jueces bien incompetentes, de los talentos, del mérito, y de la virtud. Diremos que estas son generalidades, pero ellas han existido, y los que vivieron en los últimos reinados, son testigos de que existieron; y ellos sufrieron sus consecuencias. Un Godoy, y nunca faltaron, ni faltaría Godoyes más o menos enmascarados, siempre quiere tener cómplices a instrumentos de sus crímenes: como el vicioso desea tener cerca de su persona hombres viciosos. La conciencia de su incapacidad le haría temer ser eclipsado por un hombre de bien y de luces. Si recorriéramos la historia de los gabinetes, abundarían los Godoyes, y cada Godoy necesita tener a su lado un Cayetano Soler. En verdad, cada Ministro necesitaba de muchos Ministros, que debían detener a su frente a otro primer Ministro: y bajo un Godoy éste debía ser tan hombre diabólico, sin humanidad, ni equidad y fecundo en arbitrios y proyectos destructores. Por eso se dijo en cierto tiempo: un Ministro debe tener el corazón de bronco y la cara de acero. Efectivamente, él no debe compadecerse jamás de la miseria de los pueblos. Su cabeza desgraciadamente ingeniosa ha de intentar y arrostrar imposibles y hallar y descubrir cada día nuevos recursos para satisfacer una rapacidad insaciable.

Depende de todas estas causas que en donde existe el despotismo, existe también una cadena o una serie interminable de tiranos, de los cuales, cada uno en su esfera, hace sufrir al pueblo vejaciones y confusiones. Y no es esto sólo, sin que, como si no fuesen suficientes para arruinar y conducir a la desesperación a los infelices pueblos la incapacidad y la indolencia del monarca, nunca falta una reina pródiga y descabellada. Entonces el monarca, los Ministros y todos los agentes de la Corte obedecen y halagan los caprichos de una cabeza débil y atolondrada, cuyos deseos ruinosos no hallan imposibles, y necesitan Ministros injustos y violentos, y que sólo se confían de hombres perversos, hábiles en llamar a la Corte todas las riquezas del Estado, y en labrar su propia fortuna.

He considerado aquí las cosas suponiendo en el trono a un príncipe incapaz e indolente, que cuando lo ocupa un Augusto, o un Tiberio, es decir, un Luis XIV o un Felipe II entonces son de otra especie las desgracias públicas; entonces corre más sangre y más lágrimas.