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El Monitor Araucano
Tomo I. N° 89. Jueves, 4 de Noviembre de 1813.
Sin título ["Los filósofos han notado una..."]. Influencia recíproca de los Gobiernos y los pueblos.

Los filósofos han notado una influencia reciproca entre los gobiernos y los pueblos. La tiranía no existiera sobre la tierra, si no fuese tolerada; mas se tolera porque hay pueblos indolentes, brutales y estúpidos. Los pueblos habrían salido de este estado infeliz y degradante, si no hubiesen habido tiranos. Cuando tratamos de restituir a los pueblos su dignidad primitiva y de dar a conocer el funesto influjo de los gobiernos perversos sobre su carácter y costumbres, conviene observar menudamente la marcha y las operaciones de esta causa de degradación.

Asombra ver en algunos pueblos tanta indiferencia por los intereses públicos; pero ella es el efecto de una aristocracia envejecida, y del largo uso de no influir ni indirectamente en los negocios del Estado: En los mismos aristócratas se nota igualmente que concentrados en sí mismos no les hacen impresión y aun los alegran las injusticias y opresiones que ven sufrir a sus conciudadanos. Es cierto que la señal más clara de estupidez es ser insensible a la iniquidad y es mostrar una especie de locura reírse y aprobarla. El que no se inquieta con lo ultrajes que reciba el más obscuro de sus conciudadanos; el que sólo piensa en sí mismo y no se turba con las vejaciones ajenas, es un estúpido que no advierte los males que tarde o temprano han de venir sobre él. Todo esto proviene de que en familiarizándose los hombres con las injusticias, se acostumbran a verlas sin horror. La justicia es la base; de todas las virtudes sociales, y no es más que el respeto y la observancia de los derechos que a cada uno le corresponden. Con todo, en el mundo es rara esta virtud tan necesaria a la felicidad pública, y sin la cual no hay libertad: Por la costumbre de ver y de sufrir injusticias se persuaden fácilmente los hombres que «siempre es mejor la razón del más fuerte». De aquí es, que como si hubiésemos nacido trayendo en las cabezas principios bárbaros y salvajes, parece que todos llegaron a persuadirse de que el débil estaba destinado por la naturaleza a ser esclavo del más fuerte, y de que no siendo extraño que la Sociedad se compusiese de opresores y oprimidos, se debía obedecer como a un enviado de los Cielos a quien tuviese la fuerza, porque ésta es el fundamento del Poder. Los que sólo tienen por legítimos a los Gobiernos viejos, como si también a los Gobiernos hiciesen venerables las canas; los que no admiten derechos en los pueblos para alterar sus Constituciones políticas y establecer un nuevo sistema, cuando es necesario para su prosperidad; los que califican de insurgentes a los pueblos que ponen los cimientos de su libertad; todos éstos y otros no menos absurdos modos de pensar y de ver las cosas, han nacido de la desgraciada costumbre de oír tratar como a insolencias y atentados execrables a las reclamaciones injustas de los débiles. En verdad, en los gobiernos despóticos el pueblo es siempre injusto y faccioso en sus pretensiones. Sus clamores son rebeliones: sus quejas son sediciosas. No es lícito personarse ni hablar por sí mismo: siempre menor de edad, han de hablar por él sus tutores, que aunque conocidos con nombres hermosos, hacen traición a su confianza. Se creería que los pueblos al darse a sí mismos jefes y gobernantes, perdieron el derecho de pedirles cuenta de sus operaciones: éstos, lo mismo que sus agentes, se juzgan infalibles como la divinidad. Pero confesemos que los Príncipes y gobernantes conocieron muy bien a los pueblos que mandaban, y que su proceder absurdo debía su eterna permanencia a unas ideas aún más absurdas. Habría sido inconsecuencia oponerse a las resoluciones de un hombre a quien se miraba, con infeliz locura, como Dios; un hombre que cuando intimaba sus decretos decía: «Así es nuestra soberana voluntad»; cuyo nombre se ponían los mandatarios sobre la cabeza cuando leían aquellos decretos o cédulas; un hombre que jamás dijo en sus cédulas, que era rey por la gracia y voluntad de los pueblos y de la Constitución; un hombre, en fin, que siendo el tormento de los pueblos ya por la perversidad de sus Ministros, ya por el mal caletre [1] de su esposa, era considerado como padre de los pueblos, siendo así que los padres alimentan a los hijos, pero éste desollaba a los pueblos y les quitaba el pan de la boca, no sólo para mantenerse él, sino para el fomento de un lujo y de una corrupción imponderable

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[1] Tino, discernimiento (N. del E.).
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