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El Semanario Republicano
Número 12. Sábado 15 de Enero de 1814
Idea del gobierno federativo. Materia indicada en el título.

Una republica de soberanos, bien sean pequeñas monarquías, o pequeñas repúblicas, o lo uno y lo otro, sujetas a un jefe supremo, esto que se llama sistema federativo.

Esta combinación política mereció los elogios del ilustre Montesquieu. "Esta especie de república, dice él, capaz de resistir a la fuerza exterior, puede conservarse en su grandeza, sin que el interior se corrompa: la forma de esta sociedad previene todos los inconvenientes. El que intentase hacerse usurpador, no podría gozar de igual crédito en todos los estados confederados; si se hiciese demasiado poderoso en uno, alarmaría a todos los otros; si él subyugaba a una parte, la que aún quedaba libre, podría resistirle con fuerzas independientes de aquellas que él había usurpado, y acabarlo antes de que concluyese su obra; si sucediese alguna sedición en uno de los estados de la confederación, pueden apaciguarla los restantes; si en alguna parte se introduce algún abuso, será corregido por los miembros sanos. Este gran cuerpo puede perecer en una parte sin morir en las otras. La confederación puede disolverse, y permanecer aún soberanos los miembros de la confederación".

Mucho falta para que la hermosa teoría de Montesquieu se haya realizado en todas sus partes; pero pues no hay sistema político que no tenga inconvenientes, no se corrompa y perezca algún día, hasta que el sistema federal oponga al enemigo exterior una gran resistencia, y un cuerpo combinado de fuerzas, y que conserve el orden interior, y haga figurar a los pueblos como grandes potencias por cierto período de tiempo, para que merezca conocerse, y sea digno de alabanza.

Tres son los cuerpos federativos más célebres de que tenemos noticia: el cuerpo germánico, la república de Holanda, y la de Norteamérica. Por lo dicho anteriormente se formará alguna idea del primero; añadiremos que por el tratado de Westphalia quedaron sancionados los artículos siguientes: Los electores, príncipes y estados del imperio tienen sufragio en todas las deliberaciones: sin ellos no se harán nuevas leyes ni se interpretarán, ni variarán las antiguas. Su consentimiento será necesario para declarar la guerra, hacer la paz, contratar alianzas, establecer impuestos, levantar tropas, edificar fortalezas en nombre del público, sobre la tierra de los estados. Las ciudades libres tendrán voz decisiva en las dietas o asambleas particulares y generales; gozarán de todos sus derechos antiguos, etc.

Todo se reúne para hacernos sumamente interesante la historia de la república federativa de Holanda, de que daré alguna idea siguiendo a M. La Croix. Aquel pueblo irritado del despotismo español, y de la infracción que le hasta de sus privilegios, combate animosamente contra un monarca que era entonces el más poderoso de la Europa; prefiere la muerte a la opresión; vence y humilla, en medio de un suelo dominado por el mar, los furores de la tiranía y los del océano; usa del primer derecho de los hombres reunidos en sociedad, el derecho de elegirse un jefe con la condición de que lo defienda, y proteja su libertad, concediéndole con esta condición todos los honores y prerrogativas propias de la dignidad de un monarca con el hombre de Stadhouder.

Después que la Holanda cayó bajo la dominación de la casa de Austria por el matrimonio de la princesa de Borgoña con Maximiliano I, Felipe I y Carlos V la gobernaron con bondad y con gloria; pero Felipe II, Rey de España, confundiendo los derechos con las usurpaciones, y guiado por ideas tenebrosas, y por una soberbia intolerable, quiso reinar en Europa como habría reinado en la Asia. En consecuencia de un espíritu altanero que jamás cuenta con los privilegios de las naciones, intentó abrogar todas las leyes, imponer contribuciones arbitrarias, y establecer la inquisición, a pesar de lo que había experimentado en Nápoles y Milán. Tales innovaciones sublevaron a Flandes. Los principales señores del país se reunieron en Bruselas para reclamar sus derechos, y representarlos al Gobernador de los Países Bajos. Esta asamblea fue considerada en Madrid como una conspiración; ella no llevaba el carácter de rebelión, a lo menos que no sea lícito a los vasallos reunirse para conferenciar acerca de lo que padecen, y para pedir que se detengan los desórdenes.

La respuesta que dio Felipe a las peticiones que le hicieron los diputados de los Países Bajos, y que tenían por objeto principal la remoción del Cardenal de Granvelle, fue enviarles al duque de Alba con tropas españolas a italianas, y con orden de emplear igualmente los verdugos y los soldados en la pacificación y gobierno de aquellos países.

Orden semejante jamás se ejecutó más terriblemente: las primeras cabezas que cayeron fueron las de los condes de Egmont y de Horn, pero salvó la suya el príncipe de Orange, retirándose a Alemania. Este hombre en el corazón del imperio trazó con seguridad el plan de revolución que meditaba. Habiendo ganado la estimación y confianza de los príncipes protestantes, le prodigaron alabanzas, consejos, tropas y  tesoros.

Las fuerzas de España eran muy superiores, el príncipe de Orange vencido y repelido por el duque de Alba, partió para Francia a buscar auxilios; él halla en el Almirante Coligni, el socorro precioso de un buen consejo y un plan de ataque de fácil ejecución. Coligni le hizo notar que los españoles no tenían marina en los Países Bajos, y que podían ser atacados ventajosamente por mar; esta idea pareció tan luminosa al príncipe de Orange, que olvidó sus infortunios, concibió lisonjeras esperanzas y tomó por divisa una ave sobre las ondas con estas palabras: tranquilo en medio de la tempestad.

Sus bajeles sorprenden a Brille y se apodera de la ciudad. Este suceso reanima los espíritus; las provincias que se habían humillado bajo el yugo de la tiranía, se abandonan a la dulce idea de recobrar su libertad: ellas eligieron por gobernador al Príncipe de Orange. Él, aprovechándose del odio con que miraban a los españoles, hizo que celebrasen entre ellas un tratado de unión, que llevo el hombre de Pacificación de Gand

La ambición, y envidia de los señores de Flandes y de Brabante hizo que no fuese universal la revolución; ella quedó reducida a las siete provincias conocidas con el nombre general de la Holanda, que celebraron en 1579 la famosa unión de Utrecht, y que es 1a primera ley fundamental de la republica. Por ella Guillermo, Príncipe de Orange, fue declarado jefe, con los títulos de Capitán, Almirante General y Stadhouder.

Felipe II creyó tener derecho para proscribir la cabeza de un príncipe, a quien consideraba como a un cabecilla; y lo que no pudo lograr el oro del tirano, lo hizo la superstición. Baltasar Gerard lo asesinó a la vista de su esposa que había perdido a su primer marido y a su padre, el almirante Coligny, en la horrible proscripción de S. Barthelemi.

El agradecimiento de la nueva república a la memoria de Guillermo, elevó a la dignidad de su difunto padre a su hijo Mauricio, aunque sólo contaba diecisiete años de edad. Él justificó la elección, General de mar y tierra adquirió en numerosos combates contra las armas españolas la reputación del primer General de su tiempo.

(Se continuará)