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El Semanario Republicano
Número 12. Sábado 15 de Enero de 1814
Sin título ["Hasta ahora no tuvo pueblo alguno..."]. Sobre el origen de la constitución de algunos países europeos.

Hasta ahora no tuvo pueblo alguno las mejores leyes, o la mejor Constitución que podía tener. Las concepciones de los filósofos, las máximas de la razón, fundadas sobre el pacto social, son demasiado puras y sublimes para convenir a la imperfección de nuestra naturaleza. La filosofía ha cedido a la política; la primera considera al hombre en una perfección que no tiene; la segunda lo considera tal cual se halla actualmente y se acomoda alas circunstancias. Aun esto sólo ha sucedido las raras veces que algún hombre extraordinario ha tenido la ocasión de dar leyes los pueblos; o cuando se les concedió a éstos influir en su suerte futura formando su Constitución por medio de los más ilustrados y prudentes de sus individuos. Pero casi siempre las mejores constituciones son el fruto de las disensiones, y de grandes calamidades: no sé si esto sucede porque los hombres no abren los ojos, y no conocen lo que les conviene, sino son enseñados por las desgracias; o si es destino nuestro el que las leyes se establezcan por sí mismas, y que no sean jamás el parto de nuestra reflexión, sino una obra del acaso. Para demostrar la verdad de esta aserción no tenemos que envolvernos en las incertidumbres de la antigüedad, pues la historia moderna nos ofrece tantas pruebas en toda la Europa. El Cuerpo Germánico ofrecía un todo admirable, y sus leyes fundamentales eran muy liberales y dignas; pero lo uno y lo otro no era obra de la reflexión, sino que, o se estableció por sí mismo o por terribles emociones. Si era imponente por su fuerza, y por la concordia de los príncipes y ciudades libres que la componían; aquellos príncipes existían antes de las leyes fundamentales, pues eran los caudillos de los seis pueblos principales en que estaba dividida la Alemania; y las ciudades libres establecieron y consolidaron su libertad y privilegios en los largos interregnos que llenaron de agitaciones a la Alemania. Si era uno de los más bellos sistemas de política aquella republica de soberanos sujeta a un Jefe Supremo; aquella confederación de príncipes, estados, y ciudades libres para auxiliarse entre sí, y presentar a los enemigos un frente de potencias, a quienes aseguraba la paz y el orden interior la sujeción a un Emperador, electo por ellas mismas y dirigido por leyes sabias y equitativas; esta reunión, este jefe supremo, y estas leyes no fueron obra de la reflexión sino de grandes acontecimientos. En verdad, los príncipes primitivos del Cuerpo Germánico se unieron y formaron un todo para resistir y repeler a aquellos hombres del norte, que refluían de una de las extremidades del globo buscando climas más felices, y una tierra más fértil. Los Francos, animados del espíritu de dominación, declararon la guerra a los restantes pueblos de Alemania, sus aliados, y los subyugaron, pero les dejaron sus caudillos. Carlomagno al frente de los mismos francos reunió bajo su poder todas aquellas naciones, destituyó a sus jefes, y puso en su lugar a los condes, que eran sus generales. Los derechos de los primitivos principios no revivieron hasta después de su muerte; divididos sus estados, señalada la Alemania a Luis Germánico, el imperio no fue efectivo hasta el año de 911 por la extinción de los descendientes a Luis Germánico. Los Estados generales dieron el imperio a Conrado, y después de su muerte a Enrique de Sajonia. ¡Cuánta sangre, cuántas agitaciones condujeron como por fuerza los famosos tratados de Passaw y de Westphalia, que establecieron las principales leyes fundamentales del imperio, e hicieron convenir a los hombres en unos puntos que la desnuda  razón indicaba! La misma observación nos ofrecen las demás regiones de Europa, pero la brevedad de este papel no permite recorrerlas.