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El Semanario Republicano
Extraordinario.- Jueves 25 de Noviembre de 1813.
Carta segunda de Dionisio Terraza y Rejón a Cayo Horacio.Sobre sistema republicano y temas afines.

Vuelvo, Cayo mío, a tornar la pluma para escribirte, porque ciertamente tú eres de aquellos que yo busco, pacientes y aguantadores. Es cierto que en despique de la defensa que hice en mi anterior por el subdelegado de marras me hiciste tú salir bien lucido en la Procesión de los Lesos; pero conozco que aun fue poca venganza para tanta majadería como usé contigo en aquella carta; y ciertamente aunque me hubieras regalado con otra u otras más estrofitas, te lo hubiera dispensado sin violencia. Yo soy hombre puesto en razón, no de aquellos mentecatos que después de haber hecho un millón de males, no quieren que les digan una cosita la más llevadera. ¿Qué razón habrá para que uno tire tajos y reveses, sea un amolador [7]a diestro y siniestro, haga cuanto disparate y mal le ocurra, y que otro pobre no pueda ni siquiera quejarse de su suerte? ¡Oh amigo Cayo! Esto es insufrible en el sistema de igualdad de los republicanos como nosotros. ¿Quién ha establecido esa gran diferencia, que se quiere hacer entre los hombres, para que unos sean siempre personas que hacen y otros nunca pasen de personas que padecen? Pero aún hay más. ¿Quién ha dicho que la misma persona que padece no puede gozar del nominativo sin dejar de padecer? Hasta malos gramáticos son los diablos que tal creen, no sólo ignoran el arte de la sociedad sino también el de Nebrija [8]. Sepan pues estos bolonios, que a las personas que por activa le toca el peor lugar, por pasiva le corresponde el primero.

Así, pues, ya puedes conocer, que no me doy por ofendido del despique, sino que antes bien te presento a la vista el derecho que tienes para llevar tu defensa hasta el cabo. Muerde, raja, tira, sacúdete como puedas, que estando yo en aptitud de hacer lo mismo, maldito el cuidado que me da de cuanto hicieres. Yo soy del partido de la igualdad, como lo he acreditado infinitas veces hablando en medio de las corporaciones del Estado, y escribiendo a la faz de todo el mundo; y no dejaré de opinar del mismo modo aunque vea delante de mis ojos todas las bayonetas que hoy hacen estremecer el suelo de la Rusia, o aunque se convirtiera contra mí esa misma igualdad que con tanto riesgo defiendo. Mas ya que humillo mi soberbia ante tus versos, déjame deleitarme en pago con el objeto querido de mi corazón, con esa igualdad encantadora que, a pesar de que no puede ser sufrida por los genios miserables, es el embeleso de las almas justas, y el sólido principio de los Estados republicanos.

¿No es un dolor, querido Cayo, que estemos en Chile queriendo hacer una república, y que no sepamos por donde hemos de empezar? Cada cual cree que en un sistema tal se le proporcionan los medios de dominar a su patria, y de hacer una fortuna monstruosa, pues la igualdad abre a todos el camino para llegar al gobierno. ¡Malditos deseos, malditas ideas y maldita igualdad! Estos republicanos debían ir a establecer su república dentro de los muros del Serrallo [9], para no incomodar con su vecindad a los que atienden estas cosas de un modo menos arriesgado, y más conciliable con la tranquilidad. El hombre que rabia por mandar es tan republicano de corazón como el mismo Solimán, déspota del imperio otomano. Las ideas de dominación, de engrandecerse a costa de los pueblos, son tan ajenas de un verdadero espíritu republicano, como es ajeno el vicio de la virtud. La igualdad, que es alma de las repúblicas no se debe tomar en un sentido forzado y siniestro, porque de esto se originan infinitos males: la igualdad es la naturaleza noble, justa y santa. Diré lo que siento en este particular.

En e1 sistema republicano se considera a todos los hombres con iguales derechos al amparo de la ley. E1 rico, el pobre, el poderoso, el desvalido, el de contraria opinión, todos sin distinción deben conocer el imperio de la voluntad general que expresan las leyes, y de la misma suerte, habla el castigo con los unos que con los otros. Ni el rico, por serlo, puede oprimir injustamente al pobre; ni el poderoso tiene en su mano la ruina del desvalido; la ley mira con iguales ojos a todos los que tiene a su alcance, y al paso que contiene el demasiado poder de una parte, alienta la debilidad y el abatimiento de la otra. Sólo el que cumple con las obligaciones que le impone la sociedad, es el que no debe temer influjo, poder, ni relaciones; todos los ciudadanos son sus guardas y defensores; pero el que quebranta la ley, por más rico, por más poderos, por más sabio que sea, sufre el castigo establecido en desagravio de la ofensa que hizo a toda la república, este tal es mirado como un hombre indigno de la sociedad, y todos los ciudadanos son sus enemigos, sus acusadores, porque son los agraviados.

He aquí la igualdad republicana, he aquí la fuerte áncora de la esperanza de la patria, en que está asegurada la felicidad individual contra todas las tormentas de esta vida trabajosa.

Véase la diferencia que hay de entender la igualdad del modo que debe ser, a tomarla por un lado pernicioso.

Ya vemos, que del modo que queda dicho es útil, es provechosa, es necesaria para el buen orden de los pueblos; sin ella es preciso que una parte de la sociedad sea tiranizada por la otra; con ella se establece todo cuanto bien es capaz de proporcionarnos la patria. Del otro modo, esto es, tomando la igualdad por el desorden, es imposible que alguna vez produzca un efecto regular. Si queremos ser todos iguales, para que nadie tenga poder para refrenar nuestros excesos, tan lejos de igualarnos, no haremos más que aumentar la diferencia entre los buenos y los malos; porque estos cometerán entonces los delitos más horrendos que antes no cometían por el temor de la justicia, y de esta suerte la sociedad no sería más que una madriguera de ladrones, de asesinos y de forzadores. Si queremos ser todos iguales para que los unos nos aprovechemos del trabajo de los otros, y para que el malo goce de la misma consideración que el bueno, esa será una igualdad que repugna a la razón, a la naturaleza, a la moral y a los mismos intereses de los pueblos. Si, finalmente, queremos ser iguales, para arrebatarnos unos a otros la autoridad y el poder, con el cual alcanzamos a dominar a nuestros semejantes, todos los hombres sensatos del mundo dirán con razón que nuestra decantada igualdad es la misma que tienen los Bajás de Turquía. Todo esto, tan lejos de ser conforme con los derechos de los hombres libres, es enteramente opuesto a los principios de la sociedad. ¡Oh Cayo amigo! ¡Quién podría generalizar estas ideas en todas las clases del Estado! ¡Qué felices seríamos entonces teniendo asegurada la virtud en el convencimiento de nuestros verdaderos intereses! Pero por desgracia las verdades amargan y disgustan a los mismos que debían agradecerlas, y siendo pocos los que se atreven a declamar contra los vicios, tienen mil obstáculos que vencer para que su voz se oiga aún de aquellos dispuestos a escucharla. A a1gunos parecerán mal estos mis deseos, Cayo amigo, pero yo no hago mucho caudal del concepto de los Zoilos, y me conformo, como el piadoso Beccaria, conque sean aprobadas por todos los filósofos, que se hallan esparcidos por los ángulos de la tierra. El buen italiano no era tonto, por cierto: él se contentaba con alcanzar cuanto podía: la aprobación de todos los filósofos, como quien dice una friolera. ¿Pero podía acaso de ningún modo esperar que le aprobasen aquellos necios, que tienen las entendederas como punta de bola? ¿Querría que le aprobasen sus ideas liberales los tiranos, que no tienen otro pensamiento día y noche, que el de doblar las cadenas de los miserables pueblos, y alejar de su noticia las nociones de lo justo, de lo liberal y de lo equitativo? ¿O querría tal vez que saliesen defendiendo su sistema aquellos entes abatidos, que hicieron desde su cuna un voto solemne de lisonjear las pasiones de los déspotas, aunque por ellos perdiesen el honor y la vida? No hay duda: aquel escritor juicioso se olvidó de que no se hizo la miel para la boca del asno, así como el olmo no puede dar peras, o como tú dices, no se hicieron las manzanas para que las diesen los espinos.

¿Y qué diremos, Cayo, de aquellos otros enemigos de la igualdad, que la atacan más a las claras y con menos excusas que los otros? De aquellos, digo que juzgan recibir el mayor agravio, cuando se pretende poner a todos los ciudadanos en el mismo nivel en que ellos se hallan. Para estos hombres la igualdad es un veneno corrosivo que les destruye las entrañas, porque su injusta soberbia no sufre humanarse con sus mismos semejantes. Ellos miran al resto del género humano, como un despreciable número de esclavos, que no son dignos de elevar sus ojos donde los señores ponen sus plantas. Pregunto yo ahora: ¿en qué fundan estos hombres su soberbia? No puede ser en la naturaleza que nos ha hecho nacer a todos del mismo modo: tampoco puede ser en la virtud, que no sufre agravios contra la naturaleza; tampoco puede ser en la sabiduría, que nos enseña el amor de nuestra especie; tampoco puede ser en su nobleza, porque el origen de esta prenda social debe ser la virtud, o los talentos de los antepasados, y mal puede heredar la nobleza el que no heredó lo que la constituye. ¿En qué, pues, se fundará esta soberbia, este espíritu de tiranía? Yo no entiendo que sea en otra cosa que en la carencia de aquello en que se juzga apoyar, de manera que si fuere dado a cada cual el conocerse a sí mismo, no habría uno que diese en tan grandes desatinos. Se avergonzaría de mostrarse tan pequeño a los ojos de los hombres sensatos, y haría sus esfuerzos para corregir los vicios de su pasión dominante. Yo creo que no puede haber cosa en la sociedad, que sirva de razón para ofender a la sociedad misma. La riqueza que adquirió un ciudadano con ayuda de sus compatriotas, que conservó bajo la seguridad que le daban aquellos mismos, y cuya posesión tranquila le defienden las leyes del común, no deben emplearse jamás contra los mismos que contribuyeron a formarla: esta injusticia haría indigno de ella a su poseedor. La nobleza, aquel timbre puramente nominal, que adquirieron nuestros mayores por algún servicio importante que hicieron a la patria; no puede conservarse en nosotros con una conducta enteramente opuesta a la de aquellos; ni el premio que la patria dio a un ciudadano virtuoso, puede ser nunca un motivo para que los hijos del premiado desprecien a los hijos de los premiadores. Debe, pues, el rico ser indigno de sus riquezas, y el noble debe perder la nobleza de sus padres, cuando uno y otro convierten su poder y su influjo contra la patria que les sostiene. Esta patria, ya dije en otra ocasión, que no era el suelo que pisamos, ni las casas en que vivimos; ni eran los árboles ni los ríos, ni los montes, sino los hombres que componen  la sociedad. Así el que niega a los hombres la igualdad de derechos, que les concedió la naturaleza, ese es el verdadero enemigo de la patria, porque es el verdadero enemigo de los hombres.

Yo, a lo menos, Cayo amigo, así lo entiendo, salvo el sentir de aquellos sabios que motejan mis escritos de perjudiciales, y de contrarios a la caridad cristiana. Voto a tantos, Cayo, que me cortaría las orejas, si el mismo San Pablo no aprobase lo que he dicho en todos mis papeles, desde el primero hasta el ultimo. Pero tate, tate, que me han mandado callar en este punto, y podemos concluir la carta con felicidad. Ya he dicho cuanto me ha ocurrido para hacer ver cuales son mis ideas sobre la igualdad, y como por ellas debo aguantar yo en silencio tus versitos; así como tu te soplaste con gran disimulo la defensa que hice del pobre subdelegado, que se hallaba ofendido en tierra extraña. Si tu aguantaste, ¿por qué no he de aguantar yo a mi turno? No hay razón ninguna que me conceda, a mí lo que a ti te niego. Sábete, pues, que no me has ofendido, y que si acaso tuviste intención de ofenderme, te perdono a ti de la misma suerte que perdono a cualquiera otro bien intencionado: A mi no me ofende nadie con buenas ni malas intenciones: esto de los interiores solo Dios lo juzga y lo conoce; y aunque algunos mentecatos quieren acercarse mucho al Ser Eterno, es preciso dispensarles su delirio y compadecerles sus miserias.

Quédate con Dios, Cayo amigo: pídele que te guarde de cornadas de borrico, y manda a tu invariable servidor Q. T. M. B.

Dionisio Terraza y Rejón.

P.D.- Tu eres teólogo, según dicen, Cayo mío, y podrás sacarme de una duda que tengo. El que jura defender alguna cosa buena, como verbigracia, la observancia de una ley, en que se apoya la libertad de los pueblos, ¿podrá en algún caso de miedo, o de antojo echar a pasear el juramento? ¿Y el que juró defender esto y no lo hace, qué clase de obra es la que se echa encima? Yo creo que debe hacer alguna cosa buena, porque los juramentos los veo, pero no las defensas. Como yo no entiendo de estas material, deseo saberlas para quitar ciertos escrúpulos que comienzan a darme en que pensar.

Otra preguntita: esta va por lo político. ¿Los reglamentos que se ponen en el Monitor Araucano, son para observarse o para que sólo llenen el papel, y llevarnos el medio real del bobilis bobilis? ¿Hay algún modo particular de entender aquellos reglamentos, o no tienen diferencia de otra cualquiera escritura?  ¿Hay algunos sujetos, que pueden hacer lo contrario de lo que allí se manda? ¿Se puede, o se debe quebrantarlos sin que preceda una revocación formal? Todas estas cosas conviene saberlas, para no caer en errores, y hacer una regla general, porque como cada uno discurre con el entendimiento que Dios le ha dado, unos dicen cesta y otros ballesta, y no nos entendemos. Yo quisiera una respuesta que me convenciera, dejando a un lado toda la paja de las distinciones y de las arbitrariedades, que casi son una misma cosa.  Vale.

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[7]

Amolador: afilador (N. del E.).
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[8] Elio Antonio de Nebrija, autor de la primera gramática castellana (N. del E.).
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[9] Harén (N. del E.).
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