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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Primera Parte. Contiene desde el 25 de Mayo hasta el 15 de Octubre de 1810.
Prólogo.

Prólogo

La repetida experiencia de sepultarse en un cierto olvido las noticias más dignas de la antigüedad por falta de la dedicación de algunos en colectarlas oportunamente me hizo tomar el empeño de escribir este discurso histórico diario expositivo de todos los acontecimientos ocurridos en la capital de Santiago de Chile desde el 25 de mayo, hasta el 15 de octubre de este año de 1810.

Al principio había meditado hacer una breve y sucinta narración de lo hechos, sin expresa literal referencia de los documentos relativos, porque juzgué que la primera llama suscitada el 11 de julio y apagada el 16 del mismo, mediante la abdicación del mando de la Capitanía General del Reino en el señor Conde de la Conquista, hijo de la propia patria, había puesto término a las anteriores ruidosas convulsiones; así parece lo dictaba la prudencia por las razones que indica la proclama puesta al final de aquella historia; más después que reconocí que aquella había sido la primera erupción del fuego activo que se abrigaba en el seno de los partidarios, y que este crecía y se propagaba rápidamente en secreto, por nuevos y más esforzados proyectos de la instalación de una Junta Gubernativa, volví a tomar la pluma y a seguir el mismo empeño con nuevo examen, mejor crítica y puntualización de los documentos que he podido haber a las manos, preeligiendo los de mayor conduscencia al mejor esclarecimiento de la verdad, a que he aspirado con la mayor sinceridad de mi corazón, libre de las preocupaciones, personal interés y otros motivos.

Bien podrá[n] comprenderse las dificultades que he tenido que vencer para facilitar mi propósito, así en el acopio de los documentos que aquí obran, como para escribir el discurso diario sin ser sentido de aquellos, que oponiéndose diariamente a mi sistema de fidelidad, insidiaban y velaban continuamente sobre mis operaciones y movimientos. La cautela más estudiosa, la abstracción de gentes más anacoretas, no serán semejantes a los días de retiro en que conseguí su organización, sobrecogido siempre de temores, ya de un improviso asalto de los faccionistas, ya de un malicioso denuncio de una acción que habría sido pera mí de la más alta traición y más execrable delito. Son bien perceptibles los riesgos a que se expuso mi persona, mi honor y mi misma vida, solo por hacer este corto servicio al Soberano, a la patria, a la defensa de muchos fieles conciudadanos que constantemente han seguido el verdadero vasallaje y patriotismo.

Este noble fin de mis desvelos, aunque por sí recomendable, no es el primero, ni el más interesante para el ejercicio de mi aplicación. Deseaba íntimamente que el mismo Soberano, distante cerca de tres mil leguas de este reino, teatro de todos los acontecimientos, los examinara del mismo modo que si los hubiese presenciado personalmente, para que, al galope de las reflexiones que despiden, conociera los síntomas de la grave enfermedad que ha acometido a esta capital y todo el reino, y así proporcionalmente sea la aplicación del remedio más pronto, y más ejecutivo. ¿Cuál debe ser aquél? Es una elección reservada a la soberana voluntad, pues que como destinado por el cielo para el cuidado de su tan amplia monarquía, sabrá mejor que otro meditar arbitrios del restablecimiento de esta parte de su precioso patrimonio. Yo habré cumplido con representar los males, mis deseos no pueden pasar a otra esfera, que a la de repetir nuevas pruebas de fidelidad, y patriotismo, siguiendo en el mismo empeño del discurso histórico, hasta ver el fin de estos ruidosos movimientos, como de avisarlos oportunamente.

Napoleón, el devastador general de los imperios, y actual opresor de nuestra península, para activar las llamas de su seducción, y hacer volar las chispas incendiadotas [1]  de sus intrigas, tiene más de quinientos emisarios que, como maestros de su perversa doctrina, repartidos por todo el mundo, tratan de inquietar y conmover los pueblos con el dulce aliciente de una alucinante libertad, haciendo que por este medio las autoridades legítimas se depriman y que el pueblo recobre ese fantástico derecho de mandar. ¿Y habrá de dejarse libremente el campo a tan perversa conquista? La lealtad, el patriotismo, el amor al monarca, ¿no tendrá mecenas que le defienda su real autoridad, si no con las armas, al menos, con la pluma y, contradicción de opiniones? Estos sentimientos que forman en mi una propensión nativa, una inclinación constante, una lealtad inalterable al único poder que he reconocido, y al único imperio que han obedecido mis progenitores, me harán continuar en este corto servicio, como demostración, la más expresiva, de mi antiguo vasallaje y gratitud. Ojala sea de la aprobación del soberano, y universal utilidad del Estado.

 

Notas.

1. Léase incendiarias. (C. Guerrero L).