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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
José Gregorio Argomedo. Diario de los Sucesos Ocurridos en Santiago desde el 10 hasta el 25 de Septiembre de 1810.

Día 10. Este día, a las 7 de la noche, corrió la voz en todo el pueblo de que al día siguiente se iba a hacer cabildo para acordar que el día 12 concurriesen todos los vecinos a cabildo abierto para establecer Junta. Este rumor llegó a oídos del Presidente quien se sorprendió demasiado.

Día 11. A las 9 de la mañana hizo dicho Presidente llamar a su Secretario, y le ordenó que inmediatamente pasase a la Casa de Recogidas, y examinase con reserva si en aquella casa podía encontrarse alguna gente armada y cuanto número, para, en caso de algún tumulto, poner allí alguna tropa para sostener la autoridad del Gobierno.

Fue el Secretario a efectuar su comisión, y creyendo las mujeres recogidas que se iba a tratar de lanzarlas de la casa y echarlas al hospicio, les dijo que se el motivo de aquel reconocimiento no era otro que el ánimo que se tenía de refaccionar la casa y acomodarla mejor.

En el entretanto, se juntó el Cabildo en la sala acostumbrada, y tratando de buscar algún arbitrio cómo [destinado a] tranquilizar al público que estaba alarmado, acordaron enviar una diputación al señor Presidente, compuesta de un alcalde (Eyzaguirre) y un regidor (Errázuriz), suplicándole les permitiese al otro día celebrar un cabildo, al que habían de concurrir dicho Presidente, la Audiencia, jefes de oficinas y cuerpos públicos y los principales vecinos que el Cabildo señalase y su señoría tuviese a bien citar. El Presidente de pronto respondió que dentro de media hora respondería; y luego hizo llamar de [la Casa de] las Recogidas al Secretario, con orden que inmediatamente pasase a palacio, aunque no estuviese concluido el reconocimiento encargado. Pasó éste con prontitud: dijo que en la Casa de Recogidas bien cabrían hasta 250 hombres armados; y consultando el Presidente sobre la contestación que se debía dar al Cabildo, fue de dictamen se le dijese: “Que el Presidente no podría concurrir al otro día a las Casas Consistoriales por hallarse indispuesto; pero que no había embarazo para que el Cabildo, únicamente compuesto de sus individuos ordinarios, pasase a palacio en dicho día, y que del acuerdo que se tuviese resultaría si debían o no concurrir los demás sujetos que pedía el Cabildo”. Este, en vista de la contestación, hizo citar a los cabildantes para el día siguiente, a palacio.

A las siete de la noche aparecieron tres personajes en palacio, solicitando ver al Presidente; lo vieron y le dijeron que sabían de positivo que el Cabildo estaba citando para cabildo abierto al otro día a todos los principales vecinos, y que aún tenían 300 esquelas para repartir a dichos vecinos; se les preguntó qué datos tenían para dar este denuncio, y por qué les constaba la verdad de lo que decían: no quisieron asignar tales datos, y de consiguiente se hubo de despreciar aquella noticia; sin embargo, se hizo llamar al portero del Cabildo, y examinado indirectamente sobre esto, dijo que sólo había tenido orden para citar a los cabildantes.

A las nueve de la noche se vino el secretario a su casa, y poco después fue a palacio el Alcalde Cerda, a decir al Presidente: “Que convenía mucho se citase para el cabildo del día siguiente a la Audiencia y demás concurrentes que citaba el Cabildo; que engañaban a su señoría los que le decían que el objeto de dicho cabildo era establecer Junta; que no tenían otro ánimo que apaciguar al pueblo, y ver modo de que cesasen ya las bullas que lo tenían tan alborotado; que por consiguiente, mejor se podría acordar lo que conviniese concurriendo aquellos vecinos de cuya tranquilidad se trataba”. Cuando en esta conversación estaban llegó el Regente y le dijo al Presidente: “Señor, sepa V. S. de cierto que el ánimo del Cabildo es mudar de Gobierno, y establecer precisamente una Junta; créalo V. S. sin la menor duda, y todo lo demás que quisieran decir, es sorprender a V. S. y engañarlo”. Con estas expresiones y otras más que dijo en la larga conversación que tuvieron, hizo que el Presidente dijese: “Pues si eso hay, que mañana no haya ni cabildo ordinario, nada, nada”. Y se dio orden para que se dijese a los cabildantes citados que ya no había tal cabildo. Cerda se fue, muy disgustado a su casa.

Día 12. Este día a las 9 de la mañana pasó el Secretario (ignorando lo acaecido después de que se vino a su casa la noche anterior) a palacio, a donde debía concurrir para asistir al cabildo, como se lo tenía ordenado el Presidente. Allí supo lo sucedido con Cerda y el Regente, y luego se dirigió a la casa de Cerda, a quién encontró con el Regidor [Francisco Antonio] Pérez; preguntóles porqué no había ya cabildo. Y Cerda muy disgustado, respondió lo mismo que ya se ha referido dijo el Regente al Presidente. Entonces el Secretario les dijo que por qué no procuraban sincerarse del testimonio que se les levantaba de que ellos precisamente querían una Junta y que ya tenían hasta esquelas escritas para repartir a los que querían concurriesen al cabildo abierto; respondieron que trataban de eso y de que se castigase severamente a los que contaron al Presidente la especie de las esquelas, y determinaron ir a ver para este efecto a dicho Presidente. Se juntaron para esto cuatro, que fueron Cerda, Eyzaguirre, Pérez e Infante. Dichos cuatro fueron a palacio, vieron al jefe, y le hicieron presente, a más de lo dicho, la necesidad de un acuerdo para tratar del sosiego y tranquilidad públicas. El Presidente, movido de las razones que le expusieron, hizo venir inmediatamente a los cinco Oidores que concurrieron prontamente. El Cabildo pidió que también era necesario se citasen a todos los cabildantes, a quienes igualmente se hizo venir con la misma prontitud. Congregados todos entraron en acuerdo y el Secretario también. Allí lo primero que propuso el Cabildo fue que el mejor medio de tranquilizar al pueblo era tratar si debía establecerse una Junta gubernativa o no. Este parecer fue tenazmente contradicho por el Regente y los Oidores, alegándose por el Cabildo y la Audiencia muchas razones, cada cuerpo en favor de su dictamen. Propuso asimismo el Cabildo que era necesario resolver que no se debían admitir en este reino a [Antonio] Garfias y [Francisco Javier] Elío. El Secretario, luego que oyó esta proposición, por la amistad que tenía con el último, se salió del acuerdo. Se llevaron controvirtiendo por mucho tiempo, y al cabo se terminó, aunque no como una cosa ya acordada, de que se publicase un bando, amenazando con gravísimas penas al que tratase de Junta o dijese que convenía mudar de Gobierno, etc. Los del Cabildo quedaron muy descontentos, y estando ya al disolverse la sesión de este día, y aun habiendo ya salido tres Oidores del acuerdo, el Secretario que había vuelto a entrar dijo que podía tomarse un temperamento que conciliase la opinión del Cabildo y de la Audiencia, y que a él le parecía que esto se lograría adoptando el dictamen siguiente:

“Primero: que se declarasen desde luego que todas las autoridades y actuales empleados debían conservarse en sus respectivos destinos como nombrados por una soberanía legítima;

Segundo: que para que el pueblo se aquietase y estuviese cierto de que no se trataba de engañarlo, en todos los correos de España toda la correspondencia que viniese dirigida al Presidente, al Cabildo y a la Audiencia se abriese públicamente, y en una junta de dicho Presidente, Cabildo y Audiencia, y con la mayor franqueza, se hiciese saber su contenido al público, sin reservarle nada, ni aun los papeles más secretos;

Tercero: que desde ahora se declaraba que en el caso de que viniesen noticias positivas de la pérdida total de España, o que ya se hallaba en estado de absoluta indefensa [indefensión], debía haber precisamente una Junta Gubernativa del reino de Chile, provisional hasta entregar otra vez el mando en manos de Fernando VII, o su legítimo sucesor;

Cuarto: que a este efecto, se despachase un correo a los gobiernos de Concepción, Valparaíso y Coquimbo, previniéndoles nombrasen sin dilación un diputado para que éste se viniese prontamente a Santiago, aguardando el éxito de España, y si debía o no establecerse la Junta, a fin de que, llegado el caso de que la hubiese, pudiese instalarse con prontitud, y sin que se demorase, o se le pusiese nulidad, por la falta de estos diputados;

Quinto: que asimismo se tratase de nombrar luego el diputado que como representante del reino de Chile debía pasar a la celebración de las Cortes para que éste, si lo permitían las circunstancias de España, fuese a dicha Península, o de no a aquel lugar de América que se designase como punto de reunión para tratar del gobierno de todas las Américas;

Sexto: Que sobre la no recepción de Elío (en que fuertemente insistía el Cabildo) se pidiese con toda reserva un informe a los cuerpos públicos del reino”.

Dicho dictamen acomodó a los concurrentes; adoptado por ellos, prometieron los Oidores hacer que los que faltaban lo aprobasen, y lo mismo el Cabildo. Con lo que se concluyó la junta a las dos de la tarde, suponiéndose que lo acordado era conforme con el dictamen del Secretario.

Pero a la tarde, consultados aquellos pocos cabildantes que ya habían salido del acuerdo cuando dio su dictamen dicho Secretario, respondieron éstos que no se conformaban con él: primero, porque siendo el principal fin del Cabildo y del público que no se recibiese a Gárfias ni a Elío, si para establecer la Junta aguardaban tanto requisito, se entrarían dichos Gárfias y Elío de repente en la ciudad, y ya sería inútil cualquiera providencia que se tomase; y segundo, porque si no se erigía luego la tal Junta, se iría poco a poco acabándose la fermentación actual, y llegado el caso, no habría valor para su instalación. Esto lo hablaban en secreto. Por lo que trataron de suplicar al Presidente permitiese celebrar otro cabildo para acordar lo conveniente respecto a lo que en el de hoy había quedado suspenso.

En este día, a la tarde, se formaban muchos corrillos para averiguar el resultado del acuerdo de la mañana y la junta estuvo bastante alborotada.

A la oración pasó un europeo, dicen que [Nicolás de] Chopitea, a casa del Presidente, y le dijo a don José Gregorio Toro que ya estaba su padre perdido, porque los chilenos trataban de mudar de Gobierno en aquella noche, y formar su Junta, con otras cosas que querían hacer apoderándose al efecto de las armas, y que el único medio de precaver esos males, era encomendar el cuidado de dichas armas, y principalmente la artillería, a varios europeos que ya tenía hablados (él, Chopitea) y aún se dice pagados, pues por la mañana andaba uno ofreciendo un peso diario a cada europeo que velase en el cuidado de la artillería por cada noche. Este hecho es notorio. Don Gregorio Toro impetró del Presidente permiso para que fuesen los europeos a apoderarse de las armas. Y de hecho, a las 10 de la noche, se congregaron sesenta y cuatro europeos, y marcharon presididos por Chopitea, Castillo, Albo y Arangua, (como representante de Arrué) para el parque de artillería, y [Francisco Javier de] Reina tuvo la inadvertencia de entregarles la artillería en cuanto le dieron el recado verbal del Presidente. Allí tomaron espléndido ponche de ron, y luego cargaron un cañón a metralla, y se dice lo subieron al techo del cuartel. Lo cierto es que en el tejado pusieron centinelas y cargaron 18 fusiles.

Sabido esto por los Alcaldes, a las once de la noche, con la correspondiente patrulla, se dirigieron al cuartel de artillería y golpearon las puertas. Abrió el capitán, y viendo los Alcaldes el número de gente que allí había, tuvieron a bien volverse; pero los europeos empezaron a silvarles y hacerles pifias.

Enardecidos con esto, dichos Alcaldes pasaron a esas horas a palacio, y pidieron al Presidente se les permitiese hacer un Cabildo al día siguiente, al cual habían de asistir precisamente las corporaciones y algunos vecinos. El Presidente estaba en cama, ya recogido y no pudo negarse. Convino, pues, en que se citasen dos de los individuos del Cabildo Eclesiástico, dos Oidores, dos vecinos y dos del Tribunal del Consulado para que al otro día, a las once, pasasen a palacio a tener un cabildo. La elección de estos sujetos quedó al arbitrio del Cabildo, que nombró por el Cabildo Eclesiástico a don Vicente Larraín y a don Juan Pablo Fretes, por el Consulado a don Celedonio Villota y don Joaquín Gandarillas, por el vecindario al señor don Fernando Márquez de la Plata y a don Ignacio de la Carrera, y no quisieron citar a ningún Oidor.

A las dos de la mañana desampararon los europeos el cuartel de artillería.

Día 13. A las diez de la mañana pasó el Secretario a palacio, y noticioso de lo acaecido la noche anterior, preguntó al Presidente si era cierto el permiso dado para formar cabildo este día; el Presidente lo negó.

Congregados ya todos los que debían asistir (menos los Oidores) el Procurador General don José Miguel Infante dijo lo necesario que era acordar algunos medios que aquietasen al pueblo sumamente inquietado, y establecer cuál debía ser el gobierno del reino, y que esto parecía debía hacerse con acuerdo de todos los vecinos de Santiago. Ello es que después de dos horas de junta, se acordó que el martes 18 del corriente se celebrase un cabildo abierto al que debían concurrir todos los vecinos y corporaciones para determinar si era conveniente o no que hubiese Junta, y en qué términos debía ésta erigirse; que el cabildo se celebraría en el Consulado para que cupiese la gente que tenía que concurrir; y que se tomasen las medidas convenientes para conciliar el buen orden. Se extendió y firmó por todos los concurrentes este acuerdo.

En dicha tarde, pasó la Audiencia un oficio al Presidente diciéndole: “Que sabía el tribunal que Su Señoría, contra lo acordado el día 12, había permitido se celebrase nuevo cabildo, en el cual se había acordado convocar para un cabildo abierto, y que Su Señoría no tenía facultad para revocar aquel primer acuerdo después de haberse conformado con él. Que por lo mismo, y en atención a lo pernicioso que era citar para dicho cabildo abierto, firmase Su Señoría la acta que se le remitía extendida (en todo el oficio suponen que se acordó el día 12 la publicación del bando, que mandaba castigar severamente al que hablase de Junta)”. Se les contestó que tuviesen presente que el día 12 nada había quedado determinado.

“Que el Cabildo había solicitado con empeño celebración de nuevo cabildo, para determinar lo que había quedado suspenso en el anterior, y que el Gobierno no pudo negarse a una súplica tan respetable; que si los Oidores tenían algo que oponer contra lo resuelto en el nuevo cabildo, concurriesen a las 4 de la tarde del día siguiente, donde se los oiría, y oído igualmente lo que dijese el cabildo, se resolvería o no la reforma del nuevo acuerdo, en inteligencia que si no concurrían, serían responsables de lo que acaeciese por su culpa de no asistir.

En esta noche 160 patricios fueron a una herrería que hay en la plazuela de la Moneda, bien armados y llenos de furia, a esperar si iban los europeos a echarse sobre la artillería, para acometerlos y hacerlos pedazos, no fueron dichos europeos.

Día 14. Por la mañana pasó oficio la Audiencia al Presidente diciéndole que tuviese entendido Su Señoría que todos los que le proponían partidos de juntas o cabildo abierto eran unos sediciosos y revolucionarios y debían castigarse, que firmase el acuerdo (que le habían remitido) como debía hacerlo, y que la Audiencia no podía concurrir a la junta de las 4 de la tarde porque esto sería comprometer más su autoridad y exponerse a sufrir mayores vejaciones, supuesto que si la pluralidad había de decidir, ellos no podrían hacer valer su opinión siendo solo cinco, y opinando todos los demás concurrentes por cabildo abierto.

Sin embargo, el Cabildo pidió se celebrase junta a las 4 de la tarde, compuesta de los mismos de ayer, para determinar en ella el modo o cómo se había de celebrar el cabildo abierto, y se evitasen los desórdenes que pudieran ocurrir, a cuya petición accedió el Presidente.

En este cabildo se acordó que concurriesen al cabildo abierto las corporaciones y vecinos principales de la ciudad, hasta el número de cuatrocientos o más, mandándose al efecto imprimir otro tanto número de esquelas, las cuales habían de ir selladas por el Presidente, y que se acordonase la plazuela del Consulado con tropa para contener cualquier desorden y permitir que sólo entrasen al cabildo aquellos que llevasen dichas esquelas.

A las 8 de la noche pasó Reina a decir al Presidente que temía que aquella noche fuesen a echarse sobre la artillería, y que le pusiese algún refuerzo para defenderla, y el Presidente hizo pasar, fuera de los artilleros, cuarenta soldados más de infantería para que custodiasen el parque.

A esas mismas horas se presentó el Provincial de San Agustín diciendo que sabía se estaba tratando de mudar el gobierno español y establecer Junta, para lo que él ni su comunidad habían sido citados, y así pedía se le tuviese presente para cualquier junta o cabildo que se celebrase con este objeto. Se le puso la siguiente providencia: “Dígase al devoto padre Provincial de San Agustín, se extraña mucho juzgue que se trata de mudar el gobierno español en este reino: que solo se procura conciliar la quietud y la tranquilidad públicas, y para este efecto hará que su devota comunidad interponga sus oraciones y ruegos con la Majestad Divina, como se le encarga lo verifique, conforme al saludable y único objeto de su instituto”.

En esta noche se supo que en casa del Regente había una junta, se fue a examinar y se halló que no había tal. Hubo muchas rondas por las calles en toda la noche.

Se cuentan hasta 300 personas que han salido de la ciudad temerosas de estas bullas, y muchas de ellas en esta tarde con todo el aguacero.

Esta noche hizo otra presentación el Provincial de la Merced, idéntica a la del de San Agustín; el decreto fue el mismo.

Día 15. Este día, a las 8 de la mañana, comenzaron a ocurrir al Presidente prelados y papeles de monjas pidiéndole que se suspendiese la convocatoria para la cual ya se imprimían esquelas. Entre dichas personas fue una la mujer del señor Oidor Concha, que lloró con la mayor ternura las desgracias que le había hecho concebir su amable esposo; estas lágrimas doblaron un poco al Presidente. No debe omitirse que habiendo llegado en este momento el Secretario y sabiendo que algunas lenguas mordaces le hacían autor de lo que no había imaginado, litigó con energía una hora larga con el Presidente, a presencia de muchos capitulares que se hallaban en palacio, sobre que se le admitiese la renuncia que repetía de su ejercicio; en cuyo acto llegó a violentarse tanto en descompasados gritos que, después de serenado, ha tenido que arrepentirse. Los cabildantes y el Presidente sostuvieron con eficacia que debía continuar, y mirando que ni los ruegos ni la furia aprovechaban, dejó allí el despacho, y se retiró su casa. A las doce volvió, con pensamiento de insistir en la misma dejación; pero se le hizo ceder a persuasión de muchos concurrentes.

Por la tarde ocurrió el señor oidor Aldunate al palacio, tuvo una larga sesión privada con el jefe. De sus resultas mandó éste suspender las esquelas de convite. Sabido por el Cabildo, vino prontamente. En este intermedio, se recibió otro oficio del Tribunal insistiendo en lo mismo que había dispuesto el Presidente, y exigiendo pronta respuesta. El Cabildo representó que no había arbitrio para la reforma, el Presidente le previno que informase por escrito sobre todo y se hizo así con una [sic] acta de fuego. En vista de ella repitió el Presidente que si el Cabildo garantía las resultas, desde luego le daría gusto. Se convino en dicha garantía, se ordenó al Asesor que contestase los oficios del Tribunal, y al Secretario, que se había llamado, que se extendiese el auto, fundándose en el acta del Cabildo y en la fianza de éste, que para mayor seguridad debía suscribirla. Cumplido así, instó de nuevo el Presidente que aún aquello no era bastante, y que se le había de dar otro documento, en que constase que sólo por las instancias del Cabildo se adhería a la convocatoria. También convino el Ayuntamiento, y lo firmó todo, evacuándose la sesión a las nueve de la noche. En el resto de ella se continuaron las patrullas y rondas de la anterior. Estuvieron sobre las armas todas las tropas veteranas, los dos regimientos del Príncipe y la Princesa, y quinientos más de las inmediaciones al mando de don Ignacio de la Carrera.

Día 16. El autor, estando en este día a la una y media de la mañana en una casa particular, a donde había sido convidado para una merienda, sintió un gran ruido en la calle, y la curiosidad le movió a informarse de él, y encontró que era causado por el doctor don Bernardo Vélez, que de orden superior comandaba una patrulla, acompañado de gente decente, y entre ella dos nietos del señor Presidente, y trataban de prender a dos soldados de otra patrulla.

A las 9 de la mañana se ha mandado pasar revista de comisario a toda la gente para pagar a cada soldado el prest de ordenanza. A las 10 se expidió [expidieron] decretos para entregar algunas armas a los soldados que carecían de ellas. El resto de la mañana lo han pasado la Audiencia y Cabildo en la novena de Mercedes, rogando aquel tribunal por que se deshaga la junta, y el Ayuntamiento por que se verifique cuanto antes. En el aliento de la confianza hubo muchas caras verdes y otras inflamadas. No se divisa movimiento y es la una del día.

Son las 2 de la tarde, y acaban de decirme que en un pleito mujeril de doña I… A… [Isabel Aldunate] con doña M… V…, ha dicho la primera a la segunda que esta noche aguarda a su marido con un regimiento entero, de que es Coronel, para oponerse a la junta. Se cree fanfarronada desesperada. El señor Presidente, luego que comió, se fue a su chacra, a donde se ha retirado la [Josefa] Dumont a llorar la junta. A la oración volvió con la idea de que de ninguna manera convenía ya ni en junta ni en asistir el martes a la convocatoria. Su hijo, don José Joaquín se empeñó en convencerle, y no pudiendo, se valieron de don Joaquín Sotomayor, quien tampoco avanzó cosa alguna hasta las 8 de la noche que se empeñó con él. La cosa se ha dividido en bandos que ya van tomando mucho calor. He oído en la tarde y noche a muchos europeos opinar ya por Junta. A las 9, estando en el billar de la calle de Ahumada, aseguró una persona fidedigna que la Audiencia había mandado recado al Cabildo diciendo que no hacía ya más gestión, y se convenía con él. Lo dudo mucho. Han seguido las patrullas de ronda y nada de particular ha ocurrido. El pueblo está ya más quieto y seguramente presumo que la Junta se instala. A las 11 tres cuartos de la noche tres soldados, milicianos de caballería, sorprendieron en la esquina del Seminario a don Domingo Salomón, le dieron un golpe y le quitaron la capa.

Amaneció este día el Presidente algo disgustado con que hubiese cabildo abierto. Luego que se avisó esto al Cabildo, pasó don Ignacio Carrera a ver a dicho Presidente, y se estuvo con él más de una hora, convenciéndolo sobre la necesidad de este cabildo, dejándolo al cabo conforme con que lo hubiese. Pero aún se temía que algunos de palacio, parientes del mismo Presidente, volviesen a hablar a éste. Con este motivo se trató de hacer ver a todos los de la casa cuán necesario era el cabildo, y las ventajas que podría traer a todo el reino lo que en él se resolviese, y quedaron todos admirablemente concordes y gustosos que hubiese cabildo abierto.

A las 11 se repitió la misma escena de ayer, a saber, el enojo con que al ir a la novena de Mercedes se miraban mutuamente el Cabildo y la Audiencia.

Día 17. Por la tarde de este día se recibieron dos oficios del Tribunal al Gobierno, reducidos en sustancia: el primero, a que se llevase adelante la disposición del bando dispuesto por dicho Tribunal, y el segundo, a que en el caso de hacerse el congreso de mañana, lo presidiese necesariamente el Gobierno, que de ninguna manera consintiese Junta, y que si de algún modo el Tribunal se presumía instrumento de la revolución, se separaría retirándose al campo. Se contestó a ambos que la cosa era irremediable y la licencia inconcedible. Posteriormente dirigió otro el Oidor señor Concha, ofreciéndose a servir la asesoría que había renunciado, y se le respondió que tampoco había arbitrio ya para despedir al asesor [Gaspar] Marín.

Se denunció al gobierno, a las 5 de la tarde, que don Manuel Talavera reclutaba gente y recogía armas para oponerse a la junta; se le llamó, y averiguado el hecho, resultó falso.

En casa de don Domingo Toro están juntos algo más de ciento de los convidados, tratando sobre quiénes deban ser los vocales de la Junta, suponiendo ya la mayor votación por ella. Entre todo aquel congreso están uniformes en el actual Presidente, el Obispo, Márquez de la Plata, don Juan Rozas, don Ignacio Carrera y don Joaquín Gandarillas. Como traten de que sean 7 discordan en el uno: pero la mayor parte está convenida por don Juan Enrique Rosales; Cisternas, Hurtado y don Manuel Valdivieso eran los otros. Dicen que todos han de votar, por lo que se han sentido algunos cabildantes. El que más llevaba la voz en esta junta, era el licenciado [Carlos] Correa. Son las diez y medía, y aún no se ha disuelto.

A consecuencia, trajo recado don José Joaquín Toro del Comandante Reina, avisando que repentinamente se había enfermado. El Gobierno, por no entrar en competencia sobre a quién debía señalarse para el mando de la artillería, mandó mudar al momento, el cuartel de San Pablo, manteniendo dos cañones cargados para la seguridad de aquel cuartel. Reina se quejó después de cumplida la orden, por un oficio, y se le satisfizo con otro muy honroso manifestándole la seguridad con que descansaba el Gobierno en su fidelidad.

Se denunció también de que el sargento de dicha artillería era sospechoso, y se mandó arrestar en San Pablo a disposición del comandante [Juan de Dios] Vial.

Se ha nombrado de tercer ayudante mayor de plaza al Capitán [Juan] Mackenna. [Manuel Olaguer] Feliú desde ayer está, o se ha hecho enfermo. Son las 7 de la noche, y han avisado los comisionados estar acabadas de repartir las esquelas de convite. Varios oficiales, a quienes también se repartieron, han ocurrido a esta hora a consultar si deberán dejar sus puestos para ocurrir al congreso. Se pasó decreto al Sargento Mayor de plaza para que les previniese que podían ocurrir dejando en su lugar a los que les sucediesen, y procurando volver a ocuparlos con la posible brevedad. Andan muchas gentes y corrillos por las calles, pero siguen las rondas.

Se ha dado orden para que mañana amanezcan cubiertas de tropas las plazuelas de San Agustín, Consulado, Merced, San Pablo y Moneda, la plaza mayor y calles inmediatas, y que un regimiento entero, o más si era necesario, ronde todo el día la ciudad, repartiéndose en compañías por todas las calles.

Toda la noche ha estado la tropa sobre las armas, repartida por toda la ciudad.

Se han visto en el palacio del señor [Francisco Antonio García] Carrasco sesenta corderos abiertos y tres terneras. Se dio parte, y preguntado dicho Carrasco por el objeto para que tiene aquellas provisiones, ha respondido que para dar de comer a los presos. Sin embargo, se está a la mira de que no sea esta señal de algún levantamiento de los europeos, y se han tomado las medidas correspondientes.

Día 18. A las 4 de la mañana se cubrieron de dos filas de soldados todas las plazuelas y calles mandadas custodiar el día anterior, y a esta misma hora un regimiento entero, dividido en compañías, precedido por sus oficiales respectivos, comenzó a rondar todas las calles, principalmente el picadero del palacio del señor Carrasco.

A las 7 se dieron las órdenes respectivas al sargento y ayudantes para guardar la ciudad, y las entradas a la plazuela del Consulado, prohibiendo estrechamente que ninguno se introdujese a ella sin manifestar la esquela de convite. ¡Qué orden se vio en todo el pueblo! A las 9 ya el Cabildo estaba en casa del jefe para acompañarlo a aquella casa. Pasaron de 450 los concurrentes que ya esperaban. Unidos todos, dijo el Presidente a su Secretario, con la mayor entereza, las siguientes palabras. “Secretario, cumpla Ud. con lo que le he prevenido”. Se levantó éste de su asiento, y vuelto a los concurrentes, habló así: “Señores: el M. I. S. P. hace a todos testigos de los eficaces deseos con que siempre ha procurado el lleno de sus deberes.

“La Real Orden de sucesión de mandos lo elevó al puesto que hoy ocupa; lo abrazó con el mayor gusto, porque sabía que iba a ser la cabeza de un pueblo noble, el más fiel y amante a su soberano, religión y patria. Persuadido de estos sentimientos, se ofrece hoy todo entero a ese mismo pueblo, aguardando en las circunstancias del día las mayores demostraciones de ese interés santo, leal y patriótico. En manos de los propios súbditos que tanto le han honrado con su obediencia, deposita el bastón, y de todos se promete la adopción de los remedios más ciertos de quedar seguros, defendidos, y eternamente fieles vasallos del más adorable monarca Fernando. El ilustre Ayuntamiento los propondrá primero, y todos como amantes hermanos, propenderemos a un logro que nos hará honrados y felices. Este es el deseo, y encargo del M. I. S. P.; y cuando yo he sido el órgano de manifestarlo, cuento por el más feliz de mis días el presente”. Se me olvidaba advertir que estaban presentes al Congreso todos los prelados de las religiones, dos Canónigos por el Cabildo Eclesiástico, los jefes de oficinas, a excepción del Contador Mayor y del tribunal de la Audiencia. Luego que acabó el Secretario, pidió el Procurador General [José Miguel Infante] que leyese todo el expediente del caso, y concluido, peroró media hora, exponiendo la necesidad de establecer una Junta Gubernativa provisional, ínterin se congregaban los diputados de las provincias. Fundóse en muchas razones, en los ejemplares de la Central de Sevilla, de otras provincias de la Península y principalmente de las de Cádiz al frente del Consejo de Regencia, en los impresos enviados por ésta con oficio de Regencia, y con expresión de que podría servir de modelo a todos los reinos que quisiesen elegir un Gobierno digno de la confianza, y concluyó con que, habiéndose mandado por el Consejo de Regencia que no fuesen pretensiones a la Corte de gracia y justicia, sino sólo planes de guerra, era forzoso subvenir a esta necesidad de algún modo. Todo el congreso exclamó en altas voces, que se instalase la Junta en el momento. Al momento volvió a levantarse el Procurador, y dijo que debía hacerse bajo de los principios siguientes: manteniendo a las autoridades y empleados, con subordinación a las leyes y obediencia al Consejo de Regencia. Todos convinieron, y aclamaron con el mayor júbilo al Capitán General como Presidente perpetuo, Vice Presidente al señor Obispo Aldunate, primer Vocal al señor Márquez de la Plata, segundo a don Juan Rozas, tercero a don Ignacio Carrera; y aquí se suscitó disputa sobre si debían elegirse dos demás. Cesó brevemente porque también se avinieron en la elección; pero continuó sobre los sujetos y se acordó que se votase. Don Francisco Javier Reina resultó electo con noventa y nueve votos, y don Juan Enrique Rosales con noventa y ocho. Fueron los que sacaron más. Don Joaquín Gandarillas, sacó veintidós; Campino, sesenta; don Manuel Salas, nueve; don Francisco Cisternas, setenta y ocho; don Celedonio Villota, cuarenta y siete; don Manuel Matta, uno; don Agustín Eyzaguirre, catorce; don Manuel Valdivieso, tres; el Provisor, tres; el Fiscal de Lima Eyzaguirre, uno; y don Martín Encalada, Uno.

Luego acordaron que el tratamiento que debía darse a la Junta [era] el de Excelencia, y a cada vocal el de Usía, solo en el tribunal; pero después, en la acta que se extendió, se ha mandado que el Presidente dentro y fuera de la Junta tenga el de Excelencia, y los vocales, del mismo modo, el de Señoría.

Inmediatamente pasaron a prestar su juramento los electos, del modo siguiente: “Jura usted defender la patria hasta derramar la última gota de sangre para conservarla ilesa, hasta depositarla en manos del señor don Fernando VII, nuestro soberano, o de su legítimo sucesor; conservar y guardar nuestra religión y leyes; hacer justicia y u reconocer al Supremo Consejo de Regencia como representante de la Majestad Real?” Sí juro. Llegando a tomarlo al Secretario Argomedo, dijo éste: “señores, yo ¿qué juro? Yo no he adquirido nuevo empleo; el plan que formó al principio de este cabildo y que propuso el Procurador fue que todos los empleados se declaraban legítimamente constituidos en su actual empleo; yo era un Secretario de Gobierno, y cuando me recibí de tal, hice el juramento que hoy me exige; nada he adquirido, pues de nuevo, supuesto que me quedo de Secretario de la misma Junta que representa el Gobierno”. Respondióle don Ignacio Carrera: “Usted tiene hoy voto informativo en esta Junta del cual carecía antes, y ha adquirido de nuevo el principal cargo de su empleo”. Juró, pues, como todos las demás.

En seguida se declaró la Junta con facultad para nombrar los empleos vacantes y que vacasen en atención a que el Consejo de Regencia, en una real orden, tenía dicho que procuraría desentenderse de todas las pretensiones de gracia y justicia poniendo sus cuidados solo en las de guerra.

Reconocida la Junta por el Cabildo secular, los religiosos, los tribunales (cuyos jefes asistieron), y por los jefes de oficinas y demás concurrentes, gritaron varios de estos que se hiciese venir a los Oidores a reconocerla y prestar juramento de obediencia. El Cabildo dijo: “Señores, son ya las tres de la tarde, una hora muy intempestiva; no es regular mortificar a estos hombres y hacerlos venir; mañana a las once del día harán este reconocimiento, para el cual se les citará hoy”. “No, gritaron siempre dichos concurrentes; ahora mismo se les ha de hacer venir”. El Cabildo no lo permitió, y les instó, por segunda vez, que se aguardase hasta mañana.

Concluido, pues, de este modo, el cabildo (en el cual no hubo cosa particular en cuanto a los votos, sino que solo tres hablaron con concierto, y todos los demás se remitieron a lo dicho por el Procurador General, o si no eran de esta opinión, a lo dicho por Izquierdo, y otros gritaban: ¡que haya Junta! ¡Que la haya!) entre muchos vivas y aplausos se condujo al Presidente a su casa y los demás vocales.

Luego rompieron todas las campanas de las iglesias con repique general. Se empezó a extender la [sic] acta de lo acordado, y se remitió oficio a la Audiencia, previniéndole pasase todo el tribunal mañana a las once del día a reconocer y jurar la Junta.

Mientras estaban celebrando el cabildo abierto, el Agente Fiscal Sánchez andaba dando vuelta por la plaza y decía: “No habrá Junta, y si la hay, es nula. Yo digo de nulidad contra ella”.

A esta hora se empezó a extender el bando que se había de publicar mañana, anunciando al público la instalación de la Junta y a trabajar el ocio que se había de remitir a todas las subdelegaciones.

A la oración denunciaron a la Junta que el escribano Rebolleda había hablado mucho contra ella, diciendo que era un establecimiento sedicioso y revolucionario, hecho por unos revoltosos y otras cosas más. Se le formó su causa criminal y se despachó mandamiento de prisión. Conducido esa misma noche a la Junta para tomarle su confesión, se presentó aquel infeliz llorando amargamente. Los de la Junta tenían ánimo formal de castigarlo con mucha severidad. Rebolleda dijo: “Señor Excelentísimo: suplico a V. E. me mire con caridad: mi mujer está muy enferma y se muere seguramente si tiene noticia de mi posición: yo soy un pobre y solo subsisto de mi trabajo diario, y perecerá de necesidad si estoy en la cárcel. Si he hablado alguna cosa ha sido sin reflexión y V. E. perdóneme”. El Secretario Argomedo sabía de la enfermedad de la mujer de Rebolleda e intercedió mucho por él, pero los jueces se mantenían siempre inflexibles, especialmente Rosales, quien dijo: “En este punto es inútil cualquier empeño, pues que no puede haber remisión para un delito en que es poco castigo el más cruel”. Fueron necesarias muchas lágrimas y muchas reconvenciones de Argomedo para conseguir que no se le pusiese preso. Fue tremenda la reprehensión que llevó; y salido dicho Rebolleda, dijo Rosales a Argomedo: “Usted en adelante bien puede excusarse de semejantes empeños, en inteligencia que ellos en este punto serán desatendidos y mirados con desprecio”.

¡Qué iluminación tan hermosa hubo esta noche! ¡Qué banderas! etc. Mucha alegría general en todo el pueblo. El señor Carrasco, no contento con poner luminarias en la puerta de su palacio que cae a la plaza, puso en el Picadero; una orquesta de música, la más completa que ofrece el país, estuvo dando un esquinazo en casa del Excelentísimo Presidente y cada uno de los Vocales siguieron las rondas.

Cuentan que anoche, avisándole a Campino varios de los concurrentes al cabildo de hoy, que lo iban a elegir de Vocal, juró no admitir el empleo, aunque lo hiciesen Presidente.

Día 19. Se siguió trabajando los papeles y oficios que debían remitirse a las subdelegaciones, y se dieron órdenes para prevenir las solemnidades con que hoy se había de publicar el bando.

A las 9 del día pasó oficio la Audiencia al Presidente diciendo: “que había recibido el Tribunal un oficio en que se le avisaba concurriese para el día de hoy a prestar reconocimiento a una Junta, que decían haberse instalado; que ellos no tenían noticia de tal cosa, y en caso de que la hubiese, la reputaban por ilegítima; y que así era necesario se les mandasen las actas de la instalación para examinarlas, ver con qué fundamentos se había establecido, y resolver con maduro acuerdo, si debían o no reconocerla”. Le dan al presidente tratamiento de US. y rotularon el oficio de este modo: “Al M. I. P. don Mateo de Toro Zambrano, Conde de la Conquista, caballero cruzado de la orden de Santiago, Brigadier de los reales ejércitos, Gobernador y Capitán General del reino de Chile y Presidente de su Real Audiencia”.

Se les contestó: “que sin demora menor pasasen a hacer el reconocimiento que se les previno en el oficio; que esto se les amonestaba con amor y dulzura, para evitar desaires, porque sería muy doloroso para la Junta usar con ellos de todo el lleno de su autoridad”. Este es el contexto literal de los oficios, que este último nada más decía. Cosa particular: antes de diez minutos ya estaban en palacio la Audiencia, con su Agente Fiscal Sánchez, prontos a hacer el reconocimiento. Los señores Vocales de la Junta acordaron, antes de que entrasen los Oidores, recibirles paseándose por la sala, y al tiempo de sentarse no guardar ceremonia ni preferencia en los asientos, todo a fin de no disgustar más a la Audiencia, sino sentarse conforme fuesen llegando a las sillas.

Se presentaron los Oidores, y dijeron que ya estaban allí, que se les hiciese saber el modo con que se había establecido la Junta. Se les respondió que allí debían ir a reconocer dicha Junta, y jurarle obediencia. Dijo el Regente: “pero este reconocimiento y juramento no se halla prevenido en ley alguna, y en caso de que el Tribunal entre por este partido, será con la protesta formal de que no perjudicará en lo menor a nuestros derechos y dignidad y que, en caso de declararse ilegítima la Junta deba tenerse por no hecha, porque en la realidad él es bajo de condición y para sólo el caso en que S. M., a quien ya tenemos dado cuenta de los sucesos del día, la apruebe”. Contestóseles que jurasen y la reconociesen y fuese con la protesta que quisiesen. Juraron, pues, obediencia a la Junta y la reconocieron por superior. Luego pasaron a sentarse, y fue en el orden siguiente: el Presidente, después se había sentado el señor Plata, pero cedió su asiento a Ballesteros, después de Plata, Concha, de ahí Carrera (que dicen cedía también su asiento a Aldunate, y éste no lo admitió), después Aldunate, Reyna, Bazo y Rosales. Sentados en esta forma, les dijo el Presidente que ya podían leer las actas de la instalación (acaso estaría advertido el Conde para permitirles leer las actas sólo después de reconocida la Junta). De facto las leyeron, y no hallaban cómo dar satisfacción de la oposición que habían hecho; dijeron que presumían no hubiese sido instalada con tanto acuerdo y sabiduría. Sólo Rosales pareció mal.

Hecho este reconocimiento, salieron los señores de la Junta y todos los tribunales con la mayor solemnidad a publicar el bando para que se reconociese. No se ha publicado otro más solemne. Dos regimientos enteros, con su música, iban escoltando a los tribunales. En cada esquina de la plaza se botó mucho dinero. ¡Qué gustoso iba el Cabildo!

Concluida esta función, verdaderamente magnífica, volvió todo el acompañamiento a dejar a la Junta en palacio.

En esta tarde se concluyeron todos los papeles que deben remitirse a todo el sur hasta Valdivia. Propuso el doctor Argomedo, como un medio muy capaz de conciliar los ánimos del Intendente de Concepción al partido de la Junta, declarar que ésta iba a proveer todos los empleos de milicias, que de cuatro años a esta parte se hallaban allí vacantes en los oficiales de aquella tropa más meritorios. La elección de Rozas tuvo por objeto atraer [a] los de Concepción al partido de la Junta.

Siguió esta noche la iluminación de las calles lo mismo que la anterior, y hubo la misma orquesta de música en casa de los vocales.

Se dieron órdenes para hacer mañana la jura de la Junta públicamente en la plaza y que allí la reconociese toda la tropa. Para este fin, y para hacer más solemne la publicación del bando de hoy, han hecho permanecer aquí todos los regimientos.

Se ha hecho una suscripción para recompensar a la tropa los servicios con que ha trabajado estos días rondando, y las más noches sin dormir. En poco más de seis horas están ya juntos más de 700 pesos.

Se acaba de denunciar que el marqués de Cañada Hermosa, don Tomás de Azúa, está acampado en el camino de Valparaíso, inmediato la ciudad, con 1.000 hombres, y que viene contra la Junta. Se ha conmovido el pueblo. Se ha empezado a formarle a dicho Azua causa, y se han despachado exploradores para averiguar la certeza de este hecho. Ha resultado falso, y Azúa ha entrado a la ciudad.

Día 20. Se construyó un hermoso tablado en medio de la plaza para la jura. Llegada la hora, (a las 10 del día), pasaron todos los tribunales (excepto la Audiencia) con los prelados de religiones, a sacar a la Junta de palacio y con la mayor solemnidad salió a la plaza. Subió al tabladillo, rodeada toda la plaza de tropa, y allí fue reconocida y jurada por todos los jefes militares. Se botó bastante dinero. No hubo por entonces salva de artillería, por la multitud de gente y especialmente por la tropa de caballería que había en la plaza. Concluida la ceremonia (a la cual se debe advertir que no asistió la Audiencia porque no se halló por conveniente citarla), volvió la Junta con el mismo acompañamiento y muchos vivas a palacio.

Se dio comisión a don José María Rozas para que llevase a todas las provincias del sur hasta Concepción los pliegos de la instalación de la Junta. Lleva también la orden para que presentasen los oficiales de aquella tropa sus respectivas hojas de servicio, para que proveer en ellos, según sus méritos, las vacantes.

Igual comisión se dio al regidor Errázuriz para que llevase los pliegos a Valparaíso para el Gobernador y Cabildo, y otros para los comandantes militares, con oficios de los jefes militares de Santiago, avisándoles el reconocimiento y jura que hoy han hecho las tropas. Ambas comisiones ya se han extendido por escrito, y mañana salen los comisionados.

En los oficios dirigidos a los Cabildos se les pide nombren con brevedad su diputado para que concurra a la nueva elección de vocales.

Despachó la Junta un oficio a cada uno de los Provinciales de las religiones diciéndoles “que estaban obligados ellos y sus comunidades a estimular al pueblo pública y privadamente, para que reconociese y contase con la Junta como con un Gobierno el más benéfico y en que estribaba su felicidad. Que debían hacer esto con la mayor eficacia, como que dichos Provinciales habían sido testigos del regocijo y satisfacción general con que se había instalado, y que la obligación de hacerlo así era tanto mayor cuanto que ellos mismos habían permitido se predicasen en sus conventos varios sermones en que pintaban a la Junta como un gobierno sedicioso y revolucionario”.

Se despachó asimismo el siguiente oficio a la Audiencia: “Ordenamos y mandamos que en todos los casos de vacante de Fiscal supla por él y haga su oficio durante la vacante, el Oidor más moderno de la Audiencia donde sucediese, habiendo en ella suficiente número de jueces para la expedición y despacho de los negocios fiscales y de parte, de suerte que el Oidor no haga falta en ellos. Este es el expreso tenor de la ley 29, título 16, libro 2° de Indias. Cuánto no fue el dolor de US. cuando vio quebrantada y menospreciada esta soberana disposición en el anterior Gobierno del señor don Francisco Antonio Carrasco, en que sin embargo de las representaciones que hizo US., se mandó continuar despachando la fiscalía a los agentes. No tuvo otro consuelo la amargura de US. que elevar sus quejas al Trono, esperando de allí el cumplimiento de una ley tan terminante. Pero hoy que vive US. bajo un Gobierno justo y celoso, ya debe contar con el remedio de estos males. Mande, pues, US. que en el día se encargue del despacho de la fiscalía el Oidor menos antiguo, a cuyo efecto hará separar de él a los agentes.— Dios guarde a US. muchos años.— Santiago, septiembre 20 de 1810.— El Conde de la Conquista.— Fernando Márquez de la Plata.— Ignacio de la Carrera.- Francisco Javier Reina.— Juan Enrique Rosales.— Señores del Real Acuerdo”.

En viendo los Oidores las firmas de los de la Junta y que el oficio empieza: “ordenamos y mandamos”, se mueren de cólera; y para darles este mal rato, se ha hecho así.

Día 21. No ha habido cosa particular. A la noche ha llegado un propio de Buenos Aires, de apellido Caroca, arriero de don N. Quiroz. Cuenta y lo escriben igualmente de Mendoza por la relación del mismo, que en el camino en la capilla de las Cruces, donde se dividen Córdoba con Buenos Aires, una partida de setenta hombres alcanzó a la que conducía a Liniers, Concha, Allende, Moreno y Rodríguez del dicho Córdoba, y manifestó las órdenes que traía de la Junta para darles muerte, concediéndoles sólo tres horas para los auxilios de cristianos. Liniers suplicó al comisionado les concediese siquiera ocho horas más y por consideración se les dio una hora más. A las cuatro horas los amarraron a una carretilla y los abalearon. Al Obispo lo condujeron a Buenos Aires, todos los cinco fueron enterrados en la capilla y a los dos días pasó por allí la mujer de Concha para Buenos Aires, sin saber todavía este suceso, porque nadie tenía valor de contárselo. El Caroca asegura que presenció el suplicio. Con el correo llegó la confirmación de las muertes de los presos de Córdoba, y unos anónimos que refieren el temor tan grande que tiene la Junta de Buenos Aires, y las precauciones que torna para resguardarse.

No quiso dicha Junta confiar la ejecución de la sentencia ni a su General que tomó a Córdoba, ni al oficial que conducía a los reos para Buenos Aires. Comisionó al señor Castelli, Vice-Presidente de la Junta; y éste, temiendo que no sólo no quisiese auxiliarlo el oficial conductor para la ejecución, sino que aun se echase sobre dicho Castelli, pidió que lo fuesen custodiando sesenta hombres.

Llegó al lugar de la Cabeza de Tigre, y preguntando allí por los reos, se le respondió que no habían pasado, y que sin duda venían caminando, aunque ya estarían cerca de aquella posta; los esperó, y en cuanto divisó la tropa que los traía, hizo formar sus sesenta hombres, y apenas llegaron los reos cuando Castelli mandó al oficial hiciese poner en fila los coches en que venían los reos. Puestos así les previno a éstos bajasen a un tiempo, y ya el secretario que llevaba Castelli estaba prevenido para leerles la sentencia en cuanto pusiesen el pie en tierra, como lo verificó. Liniers fue el que habló, y dijo: “Obedezco la sentencia; ¿qué he de hacer?, pero sólo me admira que vengan aquí firmados dos que son mis hijos y que me deben la representación y fortuna que allí gozan (lo dijo por Castelli y Saavedra) Ud. mismo y sobre todo Saavedra, a quien yo saqué de la oscuridad en que vivía ¿cuándo habían de cree ahora cerca de tres años que habían de ser los que condenen a muerte al Virrey Liniers? pero muero gustoso por mi Rey y la fidelidad que le juré; quise sostener esta parte de sus dominios, que la Junta, con pretexto de conservarlos, ha tratado de usurpárselos. Tres horas es muy poco para prevenirme, no me son suficientes, ni aun para conformarme con la muerte. Siquiera que se me concedan seis horas más”. Se negó Castelli a esta prorrogación de tiempo; pero por las réplicas del oficial que lo conducía, dijo: “Vaya, se le concede a Ud. una hora más para que se conforme con que ha de morir, y las tres para que se disponga”. El mismo rancho de la posta les sirvió de capilla; a cada uno lo pusieron en una esquina de él, y al quinto a la puerta. Cumplido el término, pidió Liniers que a él fuese al primero que arcabuceasen, y lo consiguió. A la tercera descarga murió, porque la primera no le causó el menor daño; a la segunda, aunque le rompió el pecho, siempre quedó hablando, y dicen que entonces un dragón se desmontó de su caballo y a boca de cañón le tiró con una pistola por un oído. Siguióse Allende y después Concha.

Día 22. Esta noticia conmovió mucho a todo el pueblo de Buenos Aires, a que se agregó que la Junta mandó nuevamente desterrar a varios sujetos y confiscar sus bienes; y hoy se ha averiguado que no ha habido tal destierro sino que a todos los han muerto secretamente, porque no han llegado hasta hoy al castillo a donde dijo la Junta iban destinados. Lo mismo se cree haya sucedido con Ansay y los Oficiales Reales de Mendoza que tampoco han llegado a Buenos Aires.

Toda la artillería que había en el Retiro, la hizo pasar la Junta al fuerte, donde se ha hecho poner 500 hombres de centinela y mandado que en las cuatro bocacalles de la plaza se hagan fosos de cuatro varas de ancho y la misma de profundidad. Ya están hechos. De día para el tránsito de la gente, se ponen unos tablones, que se alzan de noche. El 1º de septiembre se huyeron seis vecinos y obligaron al dueño de una falúa los condujese a Montevideo para llevar estas noticias. Luego que llegó el dueño de la falúa, se echó sobre él la Junta, y no le valió decir que lo habían obligado por fuerza, y a puro escapar dio gracias que sólo lo condenasen a trabajar en las obras públicas junto con los facinerosos.

Han llegado a Buenos Aires las siguientes noticias de Montevideo: el navío San Pedro, procedente del Callao, arribó allí y dejó al Gobernador 100 mil pesos, de los que llevaba al Consejo de Regencia, el Gobernador dijo que no necesitaba más dinero porque esperaba tropas y dinero del Brasil. De cierto, la Carlota mandó a aquella plaza 200.000 pesos, y avisó estaba ya en Río Grande, próxima a partir, la tropa que al mando del marqués de Casa Trajo [¿Irujo?] había determinado despachar para subyugar [a] los rebeldes de Buenos Aires.

No ha llegado carta, ni la menor noticia de España; así me lo dijo Formas. Una voz vaga corre de que don Joaquín Fernández se halla en el Consejo de Regencia, como Diputado del Reino de Chile.

El señor Irigoyen, lleno de amarguras por la Junta y la muerte de sus hermanos y cuñados, ha pedido licencia para retirarse por unos días al campo. En los fandangos que se dieron a los Vocales de nuestra Junta, en los días siguientes a su instalación, pasaban por casa de cada Oidor y le tocaban la marcha de la guillotina.

Ayer 25, ha despachado la Junta el siguiente oficio a la Audiencia: “Cuando el día 19 del corriente pasó US. a presentar su reconocimiento y obediencia a esta Junta Superior, tuvo ella el placer de ver aprobada su instalación, con el voto del ministerio y fiscal que más se había opuesto a su establecimiento. Al tiempo de firmar hizo US. una protesta, que la Junta tuvo que disimular, por no turbar el gozo general de aquel día. Hoy se ha sabido que US., en sus conversaciones públicas y privadas, habla de esta protesta como de un acto por el cual no deben prestar, como todos, su ciega obediencia a las disposiciones de la Junta. Sírvase US. avisar si entiende que todo cuanto expresó en los oficios remitidos al anterior Gobierno, antes de la instalación de la Junta, se comprendió en la protesta que hizo el día 19, porque en este caso se le ordena a US. de una satisfacción pública a la Junta de que la protesta no debe entenderse en esa forma; en inteligencia que, en caso de resistirse a tal satisfacción, sabría este Gobierno Suprior tomarlo por sí, cumpliendo en esto con la obligación que tiene todo magistrado de hacer respetar su dignidad.

José Gregorio Argomedo.