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Diego Barros Arana. Mi Destitución. Apuntes Para la Historia del Instituto Nacional.

I.
Después de haber desempeñado durante diez años y con todo el celo que me fue posible emplear, la dirección del Instituto Nacional, he recibido en pago de mis servicios un decreto que importa mi destitución.

Esto decreto, los antecedentes que lo han preparado, los escritos que han aplaudido mi separación del Instituto, son, a lo menos en apariencias, la condenación de mi conducta funcionaria. Sin que se hayan formalizado jamás los cargos que se ha querido hacerme, la verdad es que pesa sobre mí una acusación, que no puedo ni debo dejar en pié.

Por más desagradable que me sea el tener que ocuparme de mí mismo, recordar y defender lo que he hecho, y vindicarme de acusaciones vagas e indeterminadas que hasta ahora había mirado con desdén, por grande que sea mi deseo de echar al olvido las hostilidades y persecuciones de que he sido objeto, para buscar mi tranquilidad en el estudio y en el cultivo apacible de las letras, me veo en la necesidad de hacer una sucinta defensa de mis actos y dejar establecidos una vez por todas los hechos que han precedido a mi destitución.

En enero de 1863 fui nombrado Rector del Instituto Nacional. Aunque no había sido profesor ni había desempeñado hasta entonces destino alguno, este nombramiento no causó extrañeza a nadie, y aún mereció francos y sinceros aplausos de la prensa hostil al gobierno que lo decretaba. A falta del prestigio que da el haber desempeñado importantes destinos públicos y de la experiencia que se recoge en la práctica de la enseñanza, yo llevaba al Instituto una pasión sincera y desinteresada por el estudio, y el propósito de vencer a fuerza de trabajo cualquiera dificultad que encontrara en mi camino.

He empleado diez años de mi vida en esta obra; y a pesar de todas las acusaciones que se me hagan, tengo la satisfacción de haber prestado buenos servicios a una noble causa, y la confianza de que más tarde encontraré la justicia que ahora me niegan mis perseguidores.

En estos diez años he introducido importantes reformas en la enseñanza, empeñándome sobre todo en acabar de desterrar para siempre el aprendizaje de memoria, y en buscar el desarrollo de la razón de los jóvenes alumnos cuya educación se me había confiado. Para ello rehice o reformé por mí mismo, o por medio de profesores experimentados, casi todos los textos elementales que se empleaban en la enseñanza; introduje el estudio de ramos tan útiles como la historia natural, la física terrestre, la química y la historia literaria; amplié los programas de casi todos los ramos de estudio; y me empeñé por todos los medios de que podía disponer en despertar en la juventud el amor por el estudio y por la lectura seria. Como un medio coercitivo para conseguir este resultado, establecí una conveniente severidad en los exámenes, que vigilaba por mí mismo, sin que nunca me fatigaran las abrumadoras tareas de fines del año escolar.

Para esta obra conté con la colaboración inteligente de profesores distinguidos que, como los señores Philippi, Amunátegui, Pizarro, Lobeck y Andonaegui, están en las filas de las más altas ilustraciones científicas y literarias de nuestro país. Pero tuve que formar otros profesores; y entonces concebí y ejecuté la idea de distribuir la enseñanza de manera que cada profesor no tuviera a su cargo más que uno o dos ramos; y encomendando éstos a jóvenes de reconocida inteligencia y de verdadero amor al trabajo, formé en el Instituto Nacional un cuerpo docente capaz de satisfacer todas las exigencias de una enseñanza sólida.

Como complemento de esta obra dí un gran desarrollo al material de enseñanza del Instituto Nacional.

Mi distinguido antecesor, don Santiago Prado, había fundado en el Instituto una biblioteca para el uso de los profesores y de los alumnos; pero no tuvo tiempo más que para establecer el principio de una colección de libros útiles. Apoderándome yo de esta idea, incrementé esa biblioteca por medio de compras y donativos, hasta hacer de ella la segunda por el número de volúmenes, pero la primera tal vez bajo muchos conceptos, entre todas las bibliotecas que existen en el país.

El mismo señor Prado había dado principio a la formación de un gabinete de física. Le dí un gran desarrollo; y a mi salida del Instituto he dejado un gabinete que no solo satisface a las necesidades de la enseñanza, sino que también se puede considerar el mejor que existe en Chile.

Establecí un laboratorio de química, un gabinete de historia natural, y adquirí una buena colección de aparatos y de objetos para la enseñanza de la cosmografía y de la geografía física.

Por lo que se refiere al régimen interior del Instituto, mi empeño no fue menor. Mediante algunas economías que pude hacer en los gastos generales, hice construir un departamento interior de que no había sido dotado el Instituto en la época en que se edificó, ejecuté en el edificio muchas reparaciones, consultando la salubridad y el aseo; minoré en cuanto era posible los castigos que se aplicaban a los alumnos, creando al efecto una sala de estudio en que eran penados con un aumento de trabajo los que incurrían en faltas de desaplicación y de mala conducta; y por último, traté de buscar para los alumnos distracciones que fueran útiles a la salud y a su educación intelectual. Establecí para esto aparatos de gimnástica; y fomenté entre los niños el amor a la lectura, recomendándoles yo mismo los libros en que pudieran encontrar distracción y provecho.

Me empeñé por todos los medios de que podía disponer en hacer desaparecer las diferencias entre pobres y ricos, manteniendo rigorosamente para todos los niños, así como para sus padres y apoderados, el mismo régimen. Por último, fijé reglas para la  concesión de becas de gracia, para que éstas recayeran en niños verdaderamente pobres y que hubieran probado aptitudes para el estudio.

Advertiré aquí que al plantear estas reformas y otras muchas que no creo del caso indicar, no he pretendido innovarlo todo ni destruir lo que habían hecho mis antecesores en la dirección del Instituto. Me creía solo el continuador de una obra colectiva en la cual habían trabajado muchos hombres inteligentes, algunos de los cuales figuran entre los más distinguidos que ha producido este país. Creía que mi misión era mejorar o perfeccionar lo existente; y mejorando y perfeccionando lo que encontré establecido, creo haber hecho algo para que no se me condene como un hombre que dejó caer el Instituto del rango en que había sido colocado.

 

II.
En la ejecución de estas reformas encontré siempre una franca y leal cooperación en el gobierno. El señor don José Joaquín Pérez y todos los ministres de instrucción pública que sirvieron a su lado y con quienes tuve que entenderme, mostraron por el Instituto Nacional una viva simpatía, interesándose siempre en su progreso y estimulando sus adelantos. El señor don Miguel María Güemes fue quien decretó la creación de nuevos ramos de estudio que yo le proponía; y los sucesores de éste, los señores don Federico Errázuriz, don Joaquín Blest Gana, don Francisco Vargas Fontecilla y don Eulogio Altamirano, apoyaron todas las innovaciones que les propuse, tan luego como les manifesté la utilidad que había en introducirlas.

Debo agradecer la confianza que en mí tuvieron todos estos señores. Nunca se hizo nombramiento alguno en el establecimiento de mi cargo que no fuera a propuesta mía, o a lo menos sin que mi opinión hubiera sido consultada y atendida. Aunque mi puesto era solo de Rector del Instituto, los señores Errázuriz, Blest Gana y Altamirano, que fueron ministros durante un período más o menos largo, me consultaron en muchas ocasiones sobre asuntos de instrucción pública, ajenos al mismo Instituto. Diversas veces me confiaron el encargo de elegir entre los jóvenes que acaban de terminar sus estudios aquellos que podían servir como profesores en los liceos de provincia o en otros establecimientos de educación sostenidos por el Estado; y puedo decir con orgullo que casi todos los buenos profesores que sirven en esos colegios fueron nombrados por designación mía. En estas designaciones nunca oí empeños ni recomendaciones, ni obedecí a ningún espíritu de secta ni de partido político. Proponía solo a los jóvenes que conocía por estudiosos y aptos para la difícil carrera del profesorado. Podría citar muchos nombres propios para probar esta verdad.

Contando con esta cooperación, pude mantener y aun elevar el crédito del Instituto. Jamás este establecimiento había tenido mayor número de alumnos, ni jamás se vio que su local fuera tan estrecho para atender las numerosas solicitudes de los padres de familia que no alcanzaban a hallar en él colocación para sus hijos. Al Instituto, además, afluían alumnos no solo de toda la república sino de los países vecinos, como el Perú, Bolivia y la República Argentina, donde gozaba de un crédito bien cimentado.

Ya que hablo de lo que fue el Instituto Nacional mientras pude contar con la cooperación del gobierno, séame permitido contestar una acusación que se me ha hecho con mucha insistencia. Se ha dicho que yo carezco de tino para dirigir niños, y que los desórdenes ocurridos en el Instituto en 1872 son una prueba evidente de mi incapacidad. A esta acusación puedo dar una respuesta que creo perentoria e incontestable. Durante nueve años que fui Rector del Instituto contando con el apoyo del gobierno y pudiendo mandar a mis subalternos, ese establecimiento marchó con toda regularidad, sin que ningún desorden turbara su buen régimen. Jamás había reinado allí una tranquilidad tan perfecta durante tan largo tiempo, ni jamás tampoco se habían empleado menos castigos. Este orden se interrumpió solo el día que encontré hostilidad en el gobierno y en que me faltó la colaboración de mis subalternos.

 

III.
Se podría creer que hay exageración en cuanto dejo dicho sobre el estado floreciente a que había alcanzado el Instituto Nacional en 1871, y aun se pensará por algunos que un sentimiento de vanidad ha inspirado ciertas apreciaciones que acabo de hacer. Sin embargo, no me sería difícil el presentar muchos testimonios que confirman mi opinión, y algunos que van más allá todavía, hasta creer que en esa época el Instituto no solo hacía un alto honor al país sino que no dejaba nada que desear. Pero quiero limitarme a trascribir aquí unas pocas palabras de dos importantes documentos públicos, que cabalmente se refieren a la época más inmediata al tiempo en que comienza a prepararse por manos extrañas la desorganización del Instituto.

El señor don Eulogio Altamirano, ministro entonces de instrucción pública, decía en su Memoria Ministerial de 1870 las palabras que siguen:

“Poco puede añadirse a lo que en los años anteriores se ha dicho sobre el estado del Instituto Nacional, en donde no solo reciben educación los jóvenes de Santiago, sino también muchos de las provincias, atraídos por la justa reputación de que goza este establecimiento, que hace honor a la república. Todos los estudios de humanidades, de matemáticas y ciencias preparatorias que en él funcionan, están perfectamente servidos, por medio de profesores especiales y de métodos atentamente escogidos. El plan de estudios se ha realizado en el Instituto en toda su extensión, dedicándose al mismo tiempo otros cursos aislados de ciencias y de ciertos ramos para los que no desean obtener grados universitarios. En este sentido, bajo el régimen del actual plan de estudios, que exige un numeroso personal de profesores, el Instituto no deja nada que desear, empeñado siempre su infatigable Rector en introducir nuevas mejoras para hacer más completa la enseñanza”.

Y el señor Altamirano pasaba en seguida a demostrar que el espacioso edificio que ocupaba el Instituto había llegado a ser estrecho para atender las exigencias de las familias que buscaban en él colocación para sus hijos.

El año siguiente de 1871 el señor ministro don Eulogio Altamirano era más breve, pero no menos explícito al hablar del estado en que se hallaba ese establecimiento. “El Instituto Nacional, decía con este motivo, sigue haciendo honor a la república. Su justa fama atrae a sus cursos no solo a los jóvenes de Santiago y las provincias, sino a muchos de las repúblicas vecinas”. De nuevo volvía el señor Altamirano a demostrar que el Instituto había llegado a hacerse estrecho para atender a las exigencias de los padres de familia, y que en ese año, a pesar de haberse dado colocación en el establecimiento a más de mil alumnos, de los cuales 335 eran internos, había sido preciso desechar más de cien solicitudes de jóvenes que pretendían ser internos.

Después de copiar estas palabras creo inútil exhibir otras apreciaciones sobre el estado en que se hallaba el Instituto Nacional en 1871.

 

IV.
¿Cómo ha podido suceder que el establecimiento que en 1871 se hallaba en una situación tan brillante fuera un año más tarde el teatro de desórdenes, que la paz y la armonía entre todos sus empleados hubiera desaparecido, y que el Rector que había dirigido felizmente el Instituto durante nueve largos años pasara a ser un hombre incapaz de mantener el orden?

Esto es lo que voy a examinar con algún detenimiento, con toda la frialdad posible, y señalando muchos hechos que sirven a mi defensa y a mi justificación.

El crédito y la prosperidad del Instituto no podían ser del agrado de todo el mundo. Hay en nuestro país un círculo político eminentemente reaccionario y enemigo de toda ciencia, que aspira nada menos que a hacer retrogradar nuestros estudios al estado en que se hallaban en los siglos más atrasados de la Edad Media. Aquí como en Europa, ese círculo ha enarbolado la bandera de la libertad de enseñanza, no para proclamar y sostener el derecho imprescriptible de todo ciudadano para enseñar lo que él quiera, sino para combatir la enseñanza que da el Estado en sus colegios, para pedir que se cierren esos colegios donde se educa gratuitamente el pobre, para hacer desaparecer las pruebas de competencia a que se somete a los jóvenes, para proscribir la enseñanza de muchas ciencias, para dar a la enseñanza de otras una dirección torcida y falsa, y por último, para encaminar las cosas de manera que la instrucción de la juventud quede en manos de las congregaciones religiosas.

Ese círculo no podía dejar de ser el enemigo encarnizado de los progresos del Instituto. Allí se inició contra este establecimiento una propaganda oculta y tenebrosa en los primeros tiempos, franca y descubierta cuando se creyó contar con el apoyo del gobierno.

Interminable sería el contestar a todas las acusaciones que en los corrillos se formularon en contra del Instituto. Se dijo que yo tenía empeño en formar libres pensadores, que con este fin descuidaba la instrucción religiosa de los alumnos, que había suprimido las prácticas piadosas y que fomentaba la lectura de libros impíos. Estos cargos iban acompañados de muchos rumores que se hacían circular sigilosamente para alarmar a las familias. Más de un eclesiástico se encargó de esparcir estas acusaciones.

Debo contestarlas breve y sumariamente.

No tengo para que hablar de mis creencias individuales. Yo pertenezco al número reducido en Chile de los hombres que no han pretendido nunca escalar los puestos públicos haciendo protestaciones de fe religiosa; más aún, de los que han creído que es indigno emplear tales medios para buscar ascensos y consideraciones. Si he ocupado un puesto elevado en la dirección de la instrucción pública, lo obtuve sin pedirlo a nadie, y sin pretender conservarlo a costa de manifestaciones de devoción. Los títulos de mi elevación descansaban sobre otra base, menos atendible sin duda a juicio de ciertas gentes, pero que yo considero mucho mas sólida.

Pero la acusación que se me hace de haber desatendido la instrucción religiosa de los alumnos del Instituto es de todo punto injusta. He pensado y pienso que a un hombro regularmente instruido le conviene no ignorar lo que cree como verdad religiosa la sociedad en que vive; y por esto, aunque siempre he sido de opinión de que la enseñanza de la religión no debía ser obligatoria para todo el mundo, tuve un vivo interés en que mis alumnos estudiaran con toda seriedad los ramos de religión que se les enseñaban. A propuesta mía se confió alternativamente esta enseñanza a los señores don Mariano Casanova, actual gobernador eclesiástico de Valparaíso, don José Manuel Orrego, al presente obispo de la Serena, y a don Juan Escobar, profesor tan distinguido como modesto del seminario de Santiago. Los tres pertenecen a la parte más ilustrada del clero chileno; y los tres son testigos de mi empeño por que la enseñanza religiosa que se da en el Instituto fuera sólida, y porque los exámenes, en que yo mismo tomaba parte, tuvieran toda la seriedad apetecible.

Es cierto que yo suprimí algunas de las prácticas piadosas que encontré establecidas en el Instituto, como la misa diaria y el rosario que se rezaba cada noche. Los que como yo han sido alumnos internos de algún colegio, saben que estas prácticas, en vez de producir el resultado que se busca entre los niños, son solo el origen de mil pequeños desórdenes, y que si conducen a algo es cabalmente a lo contrario de lo que se apetece. Fue la frecuencia de esos pequeños desórdenes que se han repetido siempre en todos los colegios, lo que me movió a suprimir las prácticas indicadas.

Por lo que respecta a las confesiones de los niños, no vacilo en exponer francamente mis convicciones, en la confianza de obtener la aprobación de muchas personas, y aun de los cristianos sinceros. Persuadido por mi larga experiencia de colegial, y por la experiencia que recogí a mi entrada al Instituto, de que las confesiones de los niños dentro de los colegios no pasan de ser una jugarreta, y una jugarreta de mal carácter de ordinario, propuse al gobierno que se dejara a los padres de familia el encargo de vigilar las confesiones de sus hijos, llevándose los niños a su propia casa para que se confesaran bajo su inmediata inspección. Según mi pensamiento, dentro del colegio no debían confesarse sino aquellos niños que no tenían familia en la capital o cuyos padres no quisieran llevarlos consigo. Este sistema fue aprobado por el señor don Miguel María Güemes, el más sinceramente católico de los ministros que ha habido en Chile; y se hizo extensivo más adelante a todos los liceos de la república y a la Escuela Militar, por reglamentos que llevan la firma del señor don Federico Errázuriz.

Por más que se haya dicho muchas veces, y aun que se haya insinuado en un documento oficial, que yo suprimí en el Instituto las pláticas religiosas que se hacían a los alumnos, el hecho es completamente falso. Para desmentir esta acusación me bastará citar el decreto del 25 de mayo de 1867, dado a petición mía, por el cual se encarga al capellán del establecimiento la obligación de hacer estas pláticas.

Pero peso a ocuparme de una acusación que parecerá más grave todavía, la de haber estimulado entro los alumnos la lectura de libros irreligiosos. Comenzaré por decir que la biblioteca del Instituto Nacional posee muchas obras de ciencias o de filosofía que no están en armonía con las doctrinas católicas. Por muy poco conocimiento de libros que se tenga, se comprenderá que no se pueden reunir 8 o 10 mil volúmenes de ciencias y de buena literatura, sin que se encuentren muchas obras de esa naturaleza. Por poco que se haya estudiado, se sabe que muchos de los más grandes sabios en ciencias filosóficas y naturales no están en manera alguna acordes con la ortodoxia; y sin embargo, una biblioteca no puede considerarse regularmente completa si no posee las obras de esos genios. En corroboración de esta idea, me bastará decir que en las bibliotecas de los mismos seminarios se encuentran las obras de escritores tales como Voltaire, Condillac, etc. Para salvar todo inconveniente, yo hice en el Instituto Nacional dos catálogos, uno general y comprensivo de todas las obras, destinado para el servicio de los profesores, y otro más reducido en que solo estaban anotados los libros que sin inconveniente alguno podían entregarse a los jóvenes estudiantes.

Creo que estas breves explicaciones servirán para demostrar el poco fundamento de las acusaciones que contra mí se propalaron durante mucho tiempo, por medio de rumores empeñosamente distribuidos alrededor de los padres de familia y de las personas sinceramente piadosas. Debo también declarar aquí que estas acusaciones no hicieron el menor daño al crédito del Instituto, y que continuó aumentando cada año el número de sus alumnos. Era aquella una guerra enteramente estéril en que todos los esfuerzos clericales y ultramontanos no podían obtener ventaja alguna, mientras no contaran con el apoyo decidido del gobierno.

 

V.
Conviene advertir aquí que los enemigos del Instituto buscaron ese apoyo, y llevaron al gobierno las acusaciones que hacían circular por todas partes. A pesar de todo, el señor don José Joaquín Pérez y sus ministros continuaron en la marcha que se habían trazado, y no me negaron la confianza que me habían dispensado.

Pero, desde mediados de 1871 la saña y la arrogancia de los enemigos del Instituto subieron de punto. Casi no se pasó un día en que no se me diera aviso de alguna calumnia o de alguna maquinación contra este establecimiento. Estos avisos iban acompañados de las amenazas que se proferían contra mí por personas a quienes debía considerar altamente colocadas. Por diversos conductos se me dijo que el Presidente de la República, don Federico Errázuriz, había empeñado su palabra a muchos de los hombres que más interés habían puesto en su elevación, de separarme del Instituto, y de destruir la obra que yo había ejecutado y en que él mismo había tenido una parte principal como ministro de instrucción pública del gobierno del señor Pérez. En la sesión del Senado del 8 de julio de 1872, el señor Altamirano, ministro entonces del interior, hablaba de estos rumores persistentes que habían alejado del gobierno a algunos de sus amigos.

Estos avisos, aunque repetidos con una insistencia particular, no me alarmaron. No podía convencerme de que el celo con que había servido a la causa de la instrucción pública pudiera traerme por única recompensa una injusta persecución. Sin embargo, esta amenaza llegó a ser un rumor público no solo en Santiago, sino en toda la república, y lo que es más singular, fuera de ella. Se dijo en todas partes, en la prensa y en los corrillos, que el Instituto sería detenido en su marcha de progreso, y que yo sería expulsado en pocos meses más.

Tuve ocasión de hablar con el señor Errázuriz sobre este particular. Me manifestó su buena disposición en favor del Instituto, y las consideraciones que estaba dispuesto a guardar a mi persona. Más explícito fue todavía con algunos de mis amigos. Expresó que era cierto que muchas personas le habían pedido con instancia mi destitución; pero que estimaba mis servicios y mi consagración a la enseñanza, y que nunca firmaría mi destitución ni haría nada contra el Instituto.

No me creo autorizado para revelar aquí los nombres de las personas que me dieron estos informes; pero si puedo recordar las palabras pronunciadas en público por algunos de los amigos más íntimos del señor Errázuriz, y reproducidas más tarde por la prensa de Santiago.

A mediados de noviembre de 1871 tuvieron un banquete los profesores del Instituto Nacional. A él fueron invitadas algunas personas amantes de la ilustración, pero extrañas al profesorado. Dos diarios de la capital, el Ferrocarril y la República, publicaron en su número del 15 de noviembre una descripción del banquete y un resumen de los brindis pronunciados. Tomo de esa relación las palabras proferidas por cuatro personas que gozaban y, según creo, siguen gozando de la amistad y de la confianza del Presidente de la República.

“Don Aníbal Pinto (ministro de la guerra) brindó por la marcha próspera del Instituto y por los adelantos llevados a cabo en él, merced a la inteligencia y constancia del actual Rector, y concluyó deseando para el establecimiento y su digno jefe el apoyo y simpatías del actual gobierno y de los que viniesen mas tarde”.

“Don Benjamín Vicuña Mackenna, porque el Instituto Nacional continuase siendo lo que era al presente bajo la dirección de su digno Rector don Diego Barros Arana; porque sea, como es al presente, la escuela de los soldados de la libertad y el reducto de las ideas de ciencia y de progreso.

“Creo, agregó, que si una mano extraña llegara a embarazar la marcha del Instituto, eso probaría que la libertad había plegado sus alas en Chile. Es cierto que se han esparcido rumores atribuyendo al actual Presidente de la República propósitos hostiles a este establecimiento; pero el conocimiento de veinte años me permite asegurar que don Federico Errázuriz es y ha sido liberal, y no puede faltar en ningún caso al compromiso contraído por sus antecedentes.

“Terminó diciendo que la permanencia del señor Barros Arana en el Instituto Nacional era un hecho de tanta importancia hoy día, que su nombre era para los amantes del progreso y de la ilustración, un verdadero emblema”.

“El señor don Alejandro Reyes brindó por el amigo, por el digno decano de humanidades, por el distinguido literato, por el eminente Rector del Instituto Nacional. Recordó el celo y los desvelos del señor Barros Arana en el desempeño de su puesto, la consagración absoluta y completa que a este objeto había hecho él de sus facultades y de su vida.

Agregó que, como padre de familia, no tenía para el señor Barros Arana sino sentimientos de la más profunda gratitud por la autoridad paternal y diligente que había empleado con sus hijos. Acerca de los rumores hostiles que corrían contra el señor Barros Arana, dijo que él los ignoraba, pero que sí sabía bien una cosa: y es que el Presidente de la República era un amigo muy fiel y uno de los más entusiastas admiradores del Rector del Instituto; por lo cual se atrevía a afirmar que éste no sería jamás hostilizado en la gran terea a que había consagrado su vida.

“El señor Barros Luco, implicado para hablar de los altos méritos contraídos por su amigo y pariente el señor Rector, brindó por los profesores que coadyuvaban tan dignamente a la obra emprendida por aquel, enalteciéndola y declarando que merecían la aprobación y gratitud de todos los chilenos”.

Después de oír estas palabras, no debía quedarme duda de la efectividad de estos hechos. Era de todo punto falso que el gobierno estuviera dispuesto a apoyar la cruzada ultramontana y clerical contra el Instituto; y 2º yo seguiría contando con la confianza y la cooperación del Presidente de la República señor don Federico Errázuriz, como había contado con ellas cuando el mismo señor Errázuriz fue ministro de la instrucción pública.

 

VI.
Sin embargo y a pesar de todas estas protestas que más tarde se repitieron oficialmente en el Senado, mi destitución era una cosa resuelta, y debía llevarse a cabo en poco tiempo más. Faltaba solo encubrirla, desfigurarla un poco para que no apareciera como tal destitución; y entónces se emprendió una nueva serie de trabajos de que tengo que ocuparme contra mi voluntad, y a pesar del desagrado que me causa el recordarlos.

Si se me hubiera destituido clara y simplemente por medio de un decreto franco y explícito, se habrían violado solo las garantías de estabilidad que la ley asegura a los empleados públicos; pero se buscó otro camino mucho menos recto, como si se hubiera tenido un particular interés en procurarme desagrados y amarguras, en agotar mi paciencia y en labrar mi desprestigio. Si al llegar al término de esta campaña, si después de año y medio de una lucha tan desfavorable para mí, he podido conservar mi crédito entre los alumnos del Instituto y la mayoría, casi la totalidad de los profesores y de los empleados, y la consideración de muchas personas extrañas a la enseñanza, debo mostrarme satisfecho y casi podría decir orgulloso.

Al poco tiempo de inaugurada la nueva administración, recibí una carta del señor ministro de instrucción pública don Abdón Cifuentes, en que me comunicaba que tenía fuertes empeños para dar una clase que había vacante en el Instituto a un joven que se le había recomendado, pero que no haría nada hasta no saber mi opinión. Mi informe fue francamente desfavorable al solicitante; pero a pesar de él, se le nombró profesor del Instituto dándosele conocimiento de mi carta para que supiera que se le nombraba contra mi voluntad.

Pocos días después, algunos de los inspectores de internos del Instituto entraban en comunicaciones con el señor ministro. De aquí nació una acta de acusación que esos inspectores presentaron contra mi, y en la cual me imputaban graves faltas cuyo único fundamento era el haberme opuesto a la aplicación de castigos muy severos y notoriamente injustos. Parecerá natural que el señor ministro hubiera devuelto esa acusación, como un acto que no puede permitirse a los empleados subalternos contra su jefe, o que en caso de contener hechos graves se hubiera llamado a éste para pedirle explicaciones. Por mi parte, yo habría acudido gustoso a demostrar hasta la evidencia que las acusaciones que se me inician eran simples patrañas que se desvanecían ante la menor explicación. Pero no se hizo nada de eso: el señor ministro recibió la acusación y guardó conmigo la más completa reserva. Desde entonces, esos inspectores creyeron que el medio más seguro de obtener ascensos en su carrera de empleados era el de suscitarme dificultades de cualquier género. De este modo, esos jóvenes, a quienes había colocado yo mismo en el Instituto, y a alguno de los cuales había prestado todo género de servicios, habían entrado en comunicaciones con el señor ministro de instrucción pública y hacían armas contra mí para merecer los favores del gobierno.

Temería fatigar la atención de mis lectores señalando muchos otros hechos de esta misma naturaleza, y dirigidos como los anteriores a minar mi autoridad y mi prestigio cerca de mis subalternos. La mala voluntad del gobierno hacia mi persona y hacia la obra a que yo había consagrado todos mis esfuerzos, no podía ser más evidente. Revelábase en todas las medidas generales que se tomaban sobre instrucción pública, y en las resoluciones que caían sobre asuntos de mero detalle. Algunos otros empleados del Instituto se habían acercado al señor ministro de instrucción pública, y habían salido persuadidos de que desacreditando el establecimiento y suscitando dificultades al Rector obtendrían otros empleos, ascensos en su carrera, y aumento de sueldo.

 

VII.
Conocidos estos antecedentes, no debe extrañarse que la tranquilidad, la paz, la armonía que reinaba en el Instituto Nacional hasta mediados de 1871 comenzaran a desaparecer. Contra este establecimiento se habían desencadenado todos los odios de un partido político que pretendía apoderarse de la instrucción pública para aniquilarla, y que contaba con auxiliares y servidores en las regiones del poder.

Ocurrieron entonces los desórdenes de junio de 1872. Cuando hube hecho algunas averiguaciones sobre las causas que los habían producido, se me comunicó por muchos conductos que esos desórdenes no eran el resultado espontáneo del descontento de los alumnos, como yo lo había creído en el primer momento, sino que había habido incitaciones hechas con más o menos franqueza o disimilo por algunos de los empleados, y que la revuelta de los niños era el resultado de un plan elaborado por los enemigos del Instituto.

El desorden había ocurrido el sábado 15 de junio. El siguiente día, a pesar de ser día festivo, cuando me ocupaba en adelantar las investigaciones, recibí una orden terminante del ministerio de instrucción púbica por la cual se mandaba suspender el internado del Instituto mientras el gobierno investigaba la causa de los desórdenes del establecimiento. Con esta orden se conseguían dos objetos principales: 1º Dar a los desórdenes del Instituto una importancia y una magnitud que no tenían; y 2º Impedir que yo siguiera en la averiguación de los antecedentes de esos mismos desordenes. Mi acción quedaba, pues, anulada por completo.

Según el tenor de la orden a que me refiero, el gobierno quería saber algo más que los nombres de los alumnos que habían tomado parte en el desorden, quería conocer las verdaderas causas que lo habían preparado y aun someter a juicio mi conducta. En efecto se había preparado artificiosamente un nuevo denuncio que firmaron algunos empleados del Instituto, en que se me acusaba de todo género de faltas; e importaba esclarecer lo que había de verdad en esas acusaciones.

La ley ha previsto el caso en que los empleados de la instrucción pública sean enjuiciados por faltas en el desempeño de las funciones de su cargo; y ha confiado al consejo de la Universidad la jurisdicción necesaria para entender en esta clase de asuntos; pero exige como condición indispensable que se oiga al acusado. El artículo 53 del reglamento del consejo es terminante en este punto. Y yo no tenía nada que temer de un juicio semejante: me habría presentado ante ese o cualquier otro tribunal con la conciencia de que podía destruir todas y cada una de las acusaciones que se me hicieran, y que del examen de mi conducta como funcionario había de resultar mi más completa vindicación.

Pero, no era esto lo que se quería. Se iba a arrancarme del tribunal organizado por la ley para juzgarme, y se iba a organizar para mí un tribunal especial que me juzgara sin oírme, que me condenara sin permitirme que yo hiciera mi defensa.

El 17 de junio de 1872 fue organizado este tribunal especialísimo, con el modesto título de Comisión Encargada de Informar Sobre el Instituto Nacional. Componíanlo los señores don Ignacio Domeyko, don Manuel Camilo Vial, don Enrique Tocornal, don Francisco de Borja Solar y don Antonio Varas. Celebraron éstos su primera reunión en el ministerio de instrucción pública, en presencia del señor ministro. El señor Varas no asistió a esta primera sesión. Parece que allí se trató extensamente de la situación del Instituto, y se indicó el remedio de todos los males que se señalaban.

La comisión funcionó durante muchos días, celebrando reuniones largas y frecuentes. Esperaba yo que me llamara a su seno para oír mis descargos, que se oyera también el parecer de los profesores más antiguos, más experimentados y más caracterizados del Instituto, y que se recogieran informes del vicerrector y de otros empleados. Pero no se hizo nada de esto: la comisión oyólas acusaciones que se formulaban contra mí; pero no quiso oírme ni oír a ninguno de esos funcionarios.

Insisto en estos incidentes porque más de una vez la prensa clerical ha pretendido hacerme cargos fundándose en el fallo de esa comisión. Ese fallo, favorable o adverso, no tiene valor alguno, ni puede ser citado jamás como la expresión de la verdad. ¿Qué tribunal de la tierra puede dar una resolución cualquiera sin haber oído al acusado? ¿Qué fe debe merecer un fallo dictado sin conocimiento de causa, sin que se permita el imprescriptible derecho de defensa?

Pero, ese fallo no era tampoco mi condenación. La gran mayoría de los padres de familia que tenían niños en el Instituto, publicaron en los diarios una acta [sic] en que manifestaban que estaban satisfechos con el régimen existente en el Instituto, y contentos con la manera como yo dirigía el establecimiento. Los profesores de ciencias de la Universidad expusieron en otro documento igualmente publicado que desde que yo estaba encargado de la dirección de la enseñanza secundaria en el Instituto los jóvenes recibían allí una instrucción científica que les permitía seguir perfectamente los estudios superiores porque habían adquirido todos los conocimientos preparatorios. En el mismo seno de la comisión, después de largas discusiones, no se halló fundamento alguno serio en que apoyar mi condenación; y al fin se resolvió dar el dictamen que todos conocen.

El informe de esa comisión ha sido publicado muchas veces. En medio de mil vaguedades, dice en último resultado que la instrucción había ganado en el Instituto durante el último tiempo; pero que la educación había quedado estacionaria; que el ensanche y desarrollo del establecimiento hacían indispensable que se descargara al Rector de algunas de sus obligaciones para dejarle más tiempo de ocuparse en la enseñanza, y que convenía nombrar dos vice-rectores. El gobierno, protestando someterse a las conclusiones de ese informe, dio el decreto de 1º de julio, que creaba dos rectores, uno encargado del régimen interior del Instituto, y otro de la dirección de la enseñanza. Esta resolución no era lo que había pedido la comisión informante: ésta quería dos vice-rectores, dependientes de un solo rector: el gobierno creaba dos rectores, esto es dos cabezas para un solo cuerpo. El último destino, bautizado con el nombre de delegado de la instrucción secundaria, se me confió a mí.

 

VIII.
Antes de pasar adelante, séame permitido hacer aquí una observación necesaria.

Los desórdenes del Instituto no habían tenido el carácter de gravedad que empeñosamente se les daba. Habían sido solo leonas de niños incitados a la revuelta, en que no se había intentado cosa alguna contra nadie ni contra nada. Se habían roto algunos vidrios y algunos muebles, se habían dado muchos gritos, pero no se había hecho cosa alguna que significara descontento u odio por el Rector. Tanto en el Instituto mismo como en otros establecimientos habían tenido lugar muchas veces desórdenes más graves, para cuya represión y castigo no se habían tomado nunca las ruidosas medidas y el estrepitoso aparato que ahora se ponía en juego. Para reprimir ese desorden e impedir que se repitiera, habría bastado tomar algunas medidas de régimen interior, separar a los alumnos más desaplicados y de peor conducta, y fortificar por parte del gobierno la autoridad del Rector para dictar providencias de esa naturaleza, lo que pocos días antes se había pretendido negarle. Era aquella la primera vez que se empleaban estos expedientes no contra el desorden mismo, sino contra el jefe del Instituto cuyo carácter y cuyas aptitudes para gobernar niños estaban probados con el hecho incuestionable de haber regido ese establecimiento durante nueve largos años en medio de un orden y de una tranquilidad de que nunca se había gozado allí por tan largo tiempo.

Pero, se comprenderá mejor el objeto que se perseguía con el nombramiento de comisiones y con todo el aparato que se daba a los asuntos del Instituto recordando un hecho ocurrido a los pocos días de los desórdenes de que he hablado.

En esa misma época, y como un mes después de los sucesos que acabo de recordar, tuvieron lugar en otro establecimiento del Estado, en la Escuela Militar, desórdenes mucho más graves aun que los del Instituto. Los alumnos tomaron las armas, atacaron a sus superiores y desobedecieron a su jefe. El gobierno no siguió, sin embargo, la misma conducta que había seguido con el Rector del Instituto; ni suspendió su acción por un solo instante, ni nombró comisión investigadora, ni quiso aprovecharse de esa situación para hostilizar a nadie. No se crea por esto que yo trato de hacer el menor reproche al señor Director de la Escuela Militar: me parece, por el contrario, que entonces cumplió bien con su deber; pero recuerdo este suceso para que se vea cuán diferente conducta seguía el gobierno en dos casos análogos.

Este procedimiento inusitado del gobierno alarmó naturalmente a muchas personas. Si el gobierno, se decía, puedo elegir cualquier día tribunales o comisiones designadas especialmente para someter a juicio a los empleados de quienes quiere deshacerse ¿a qué quedan reducidas las garantías de estabilidad que la Constitución asegura a esos funcionarios? ¿Qué se ha hecho la prescripción de que nadie puede ser juzgado sino por los tribunales legalmente establecidos?

Siete senadores, justamente alarmados por estos procedimientos, presentaron a la consideración de ese cuerpo un proyecto de ley que tenía por objeto afianzar la estabilidad de los empleados de la instrucción pública, cuya remoción no podría hacerse en adelante sin el acuerdo del consejo de la Universidad. Ese proyecto dio lugar a una larga y animada discusión. El gobierno, representado por sus ministros, declaró que nunca había pretendido destituir a nadie y que no había motivo para ninguna alarma.

En la sesión del 8 de julio el señor ministro del interior don Eulogio Altamirano, recordaba cierto vago descontento que alejaba del gobierno a muchas personas, atribuyendo a ese mismo descontento el origen del proyecto en discusión. “Precisamente, decía, el Instituto Nacional ha sido la fuente inagotable de esos cargos anónimos. Se ha dado por hecho entre algunos de nuestros antiguos amigos que el actual gobierno traía al poder el plan muy madurado y muy resuelto de minar al Rector señor Barros Arana para hacerlo saltar de su puesto y entregar la dirección de la enseñanza no solo a otra persona sino a otras ideas”. El señor Altamirano se empeñaba en seguida en probar que el gobierno no había tenido nunca tal propósito, que no pensaba en destituciones, y acababa por pedir que se aplazara la discusión de este asunto. “Los empleados de la instrucción pública, decía, quedarán inseguros en sus puestos por algunos días más, pero ese peligro no alarmará a nadie que, juzgando del porvenir por el pasado, esté cierto de que la política del actual ministerio seguirá inspirándose en la justicia y en el bien entendido interés del país”.

Estas protestas gubernativas hechas con tanta solemnidad y repetidas en términos más o menos semejantes por algunos de los otros ministros, hicieron creer al Senado que en realidad el gobierno no pensaba entrar en la vía de las destituciones. El proyecto de ley fue aplazado; y el Presidente de la República conservó el poder de legislar por sí y ante sí en materia de instrucción.

 

IX.
Antes que la comisión hubiera presentado su informe, y por tanto, mucho antes que se hubiera dado la resolución a que he aludido, una persona altamente colocada se me acercó para decirme que el gobierno había resuelto decididamente dividir en dos el cargo de Rector del Instituto, y me manifestó cuáles, iban a ser las atribuciones que se me dejarían. La comisión encargada de informar sobre ese establecimiento, se me dijo, está convenida en hacerlo en ese sentido, a lo menos así lo ha prometido la mayoría de sus miembros. Me agregó que el Presidente de la República no había hallado otro medio de zanjar la cuestión entre las exigencias clericales que cada día le reclamaban con mayor empeño mi destitución, y la palabra que había dado de no firmar mi destitución. Por lo demás se me dijo que el Presidente tenía por mí verdadera estimación, y que apreciaba debidamente los servicios que yo había prestado a la instrucción pública.

Mi primera determinación al recibir esto aviso, fue retirarme definitivamente del Instituto. A pesar de todas las injurias que entonces me prodigaba la prensa clerical y de las calumnias que se forjaban contra mí, estaba seguro de que, pasada la efervescencia del momento, se me haría la justicia que por el momento se me negaba. Aunque desprovisto de bienes de fortuna, y sin inclinación alguna a los negocios que pudieran apartarme de mis estudios, creía que mi tranquilidad personal exigía que abandonase el campo a mis perseguidores para vivir en paz, lejos de los puestos públicos en que había recibido tantos desengaños y tantas ofensas.

Algunos de mis amigos me disuadieron de aquella determinación. Debía, según ellos, resignarme a todo, mantenerme firme en el puesto que ocupaba, por más que se me despojara de muchas de mis atribuciones, y trabajar sin descanso en la mejora de la enseñanza. Las razones en que se apoyaba este consejo eran diferentes, más aún, contradictorias entre sí, pero dirigidas todas ellas a un solo fin. Me decían unos que la situación que se me creaba tenía la ventaja de dejarme libre de las molestias que imponía la inspección  del régimen interior, y en aptitud de consagrar todo mi tiempo al desarrollo de la instrucción, es decir, a la parte más interesante y más útil de las obligaciones del cargo que había desempeñado; y se obstinaban en demostrarme que, llenando estas funciones, no tendría motivo alguno de desagrado. Otros me manifestaban que la división del cargo de Rector era una concesión arrancada al gobierno por las influencias clericales; que mis enemigos no se contentarían nunca con lo que se les daba, que luego pedirían mi destitución por completo, y que yo debía quedarme esperando que llegase esa destitución. Cedí a estas exigencias de mis amigos, conservé las funciones de delegado y seguí trabajando con todo interés y con toda contracción en la inspección de la enseñanza.

Esta corta explicación hará comprender que es completamente falso el hecho circulado con particular insistencia de que yo hubiera recibido con satisfacción el desenlace que por entonces se daba a la cuestión del Instituto. Muy lejos de eso, si acepté el puesto que se me ofrecía fue contra mi voluntad y cediendo solo a los amistosos consejos de algunas personas cuyo interés por la causa de la instrucción pública me era bien conocido.

 

X.
Al hacer la división del cargo de Rector entre dos funcionarios diferentes, el gobierno protestó en la Cámara y por su prensa que no había sido inspirado más que por el pensamiento de consultar el mejor servicio en la dirección del Instituto. Queremos, decían los ministros, que la instrucción quede a cargo de un empleado y la educación y régimen interior del establecimiento a cargo de otro. Y al efecto, se me declaró jefe de los profesores, y director de todo lo que tuviera relación con la enseñanza.

Pero, ¿hasta qué punto eran sinceras estas declaraciones? ¿Quería en realidad el gobierno que existiera esta separación en las atribuciones de los dos jefes del Instituto? ¿Deseaba que el delegado fuese el jefe exclusivo de los profesores y de todo lo que se relaciona con la enseñanza, y el Rector el jefe exclusivo del régimen interior del establecimiento? Fueron tantas las declaraciones y protestas que se hicieron a este respecto, que yo mismo llegué a creerlo así por un instante: pero luego ocurrieron algunos hechos que venían a probar que nada había estado más lejos de la mente del gobierno que el separar esas atribuciones.

Todo el mundo comprenderá que según estas declaraciones, era el delegado quien debía presidir el consejo de profesores, firmar los diplomas que se dan a los alumnos como premio de su aplicación y aprovechamiento, colocar a los alumnos en las clases correspondientes según el estado de su instrucción y los exámenes que hubieran rendido, y por último dar a los profesores las licencias que por enfermedad u otra causa solicitaran por algunos días designando él mismo el suplente. ¡Pues bien! El ministerio de instrucción pública declaró por una nota de fines de agosto o principios de septiembre que no tengo en mi poder, y que por eso no puedo citar textualmente, que todas estas atribuciones, anexas sin duda al cargo del delegado, no correspondían a éste sino al Rector, encargado del régimen interior del establecimiento, y extraño por esto mismo a toda intervención en la enseñanza. No cabía, pues, duda de que el gobierno no quería otra cosa que la confusión de atribuciones, y por tanto seguir adelante en un plan de hostilidad que pudiese hacer imposible mi permanencia en el Instituto.

Este propósito fue más claro pocos días después. Supe que algunos profesores y empleados del Instituto fueron hablados para empeñarlos a que hicieran armas contra mí. Parece que se trataba de obtener una acta [sic] de acusación firmada por algunos profesores, semejante a la otra que meses antes habían firmado varios inspectores. Algunos de ellos me hablaron de esto privadamente, y por eso me creo impedido para revelar sus nombres, puesto que mi revelación habría de atraerles persecuciones y tal vez su destitución; pero ha habido uno que lo ha referido en público, por la prensa, y bajo su firma. ¿Podía caberme duda del plan que se seguía contra mí?

Poco más tarde ocurrió la destitución del vicerrector don Félix 2º Bazán. Era éste un excelente empleado, cuya conducta no podía dar lugar a ningún reproche serio. En efecto, no se le pudo hacer más que un solo cargo, que era amigo mío. Esta destitución fue seguida de la de algunos inspectores que siempre habían cumplido bien sus obligaciones, y contra los cuales no se podía formular más que una sola queja, y era que no querían hacer cosa alguna contra mí, y que se mostraban resueltos a guardarme todas las consideraciones.

Estos procedimientos, por irregulares que parezcan, no tenían nada de ilegal. Las destituciones no comprendían más que a empleados que no estaban bajo mi dependencia. Sus funciones pertenecían al régimen interior de que era jefe exclusivo el otro jefe del Instituto, esto es, el Rector. Pero poco más tarde fue destituido el mismo señor Bazán de las funciones de profesor, que había desempeñado con entera competencia y con grande exactitud. ¿Cómo se había salvado el precepto constitucional que exige que ningún empleado pueda ser destituido sino a propuesta de su jefe respectivo? No lo sé; pero sí puedo asegurar que yo, jefe entonces de los profesores, no he pedido nunca la destitución del profesor don Félix 2º Bazán; más aún, que no habría podido pedirla sin cometer una enorme injusticia.

Después de estas ocurrencias, era fácil comprender que mi destitución no podría tardar mucho. Me resigné a esperarla con los brazos cruzados para ver cómo se desenlazaba aquella comedia.

 

XI.
Sin embargo, el decreto de destitución que yo esperaba de día en día no llegó. En su lugar, el ministerio de instrucción pública dictó uno con [sic] 28 de febrero último, por el cual se quitaban al delegado de la instrucción secundaria casi todas las atribuciones que se le habían conferido, y entre ellas la de fijar las horas de clase, la de presidir los exámenes y la de cuidar de la biblioteca y de los gabinetes científicos del Instituto. Casi es innecesario recordar que era yo quien había formado esa biblioteca y esos gabinetes, y que al privarme de su dirección no se buscaba el mejor servicio, sino simplemente la manera de ofenderme.

Pero ¿cómo conciliar esta resolución con el decreto del 1º de julio de 1872 que había creado el cargo de delegado, y con las declaraciones anteriores por las cuales el gobierno había repetido tantas veces la necesidad y la conveniencia de tener en el Instituto un jefe encargado exclusivamente de la dirección de la enseñanza? Resuelva quien pueda esta dificultad.

La atribución de fijar las horas de clase de cada profesor de que se me privaba, sirvió, como se sabe, para deshacerse de algunos empleados. Ella fue también la causa de deplorables acontecimientos que han lamentado todos los que tienen un verdadero amor por el Instituto, y los que quisieran que este establecimiento no fuera nunca el asiento de pasiones violentas ni de injustas persecuciones.

 

XII.
Tal vez el gobierno esperó que yo presentase mi renuncia después del decreto por el cual se me privaba de casi todas mis atribuciones. No quise hacerlo, sin embargo. Quería que un decreto de destitución viniera a premiar mis servicios de diez años.

Ese decreto llegó al fin; pero la destitución tenía una forma particular que merece recordarse. Héla aquí.

“Santiago, marzo 12 de 1873. He acordado y decreto: Suprímese el cargo de delegado en las dos secciones del Instituto Nacional. En adelante, la sección universitaria correrá a cargo del Rector de la Universidad, quien asumirá las funciones de delegado universitario; y la sección de instrucción secundaria correrá, como antes exclusivamente a cargo del Rector del establecimiento.

Tómese razón y comuníquese.- Errázuriz.- Abdón Cifuentes”.

Tal fue el desenlace de la campaña clerical emprendida contra mí en septiembre de 1871, y llevada a término con tanto afán y con tanto tesón. El gobierno no había olvidado más que una cosa, y era el haber nombrado en marzo de 1873 una comisión informante acerca de Instituto para echar sobre ésta la responsabilidad de haber destruido lo que se hizo bajo la responsabilidad de la comisión de junio de 1872.

Pero este decreto se presta a una observación mucho más grave. Su único y verdadero objeto fue el separarme a mí de la dirección del Instituto, en cumplimiento de compromisos contraídos con el círculo ultramontano y clerical. Para encubrir esta destitución, se la llamó supresión del cargo de delegado de la instrucción secundaria, creado ocho meses antes con tanto aparato y con tantas declaraciones y protestas de lo que importaba la institución del nuevo destino. Y por último, para encubrir de algún modo esta supresión del cargo que yo desempeñaba, se suprime el de delegado de la instrucción superior, destino que solo había existido accidentalmente a causa de la ancianidad y achaques del señor don Andrés Bello, Rector entonces de la Universidad, que no podía atender por sí mismo ciertos detalles de la inspección de la enseñanza. Ese destino estaba suprimido desde seis años atrás. ¿Qué significa entonces la supresión decretada en marzo de 1873?

Se creerá tal vez que yo he recibido el decreto de destitución como un golpe, y que por tanto he experimentado la rabia que medidas de esta clase suelen producir en el ánimo del agraviado. No ha sido así sin embargo. Ese decreto, aun cuando hubiera estado concebido en términos más francos, no habría importado nunca un baldón para el empleado que supo cumplir puntualmente con sus obligaciones y que tiene por testigos de sus actos uno o dos centenares de funcionarios que han servido bajo sus órdenes, y miles de jóvenes que han hecho los estudios bajo su dirección. Ellos dirán ahora y más tarde si yo descuidé alguna vez las obligaciones de mi cargo, si olvidé por un momento los intereses de la enseñanza y de la propagación de los conocimientos útiles.

El decreto de mi destitución, por otra parte, me permite vivir en paz, porque pone término a dieciocho meses de hostilidades y persecuciones que habrían agotado la paciencia de cualquier hombre que no hubiera tenido como yo el propósito de esperar el desenlace de esta lucha. Si escribo y publico esta exposición, no es como podría creerse por algunos, por un sentimiento de despecho. Lo hago para justificar mi conducta y para probar mi empeño en mantener muy alto el crédito del Instituto. Si este establecimiento decae, si el número de sus alumnos se ha reducido a menos de la mitad, si la paz y el orden han desaparecido, no tengo yo en ello la menor culpa ni la menor responsabilidad.

Diego Barros Arana.