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Fuentes Bibliográficas
Agustín Edwards. Recuerdos de mi Persecución.
VIII. Mi Última Palabra.

MI ÚLTIMA PALABRA

Poco queda ya que contestar y agregar. Todas las mayores quedan así lo espero definitivamente reducidas a las proporciones de majaderías calumniosas. Quedan menudencias que apenas merecen un plumerazo para sacudirlas. Un diario esporádico, de esos que nacen como los mosquitos en los pantanos cuando el aire está pesado y el barómetro marca tempestad, publicó, entre otras cosas de más grueso calibre, que yo había solicitado una entrevista del coronel del Marmaduque Grove, cuando era Ministro de la Defensa Nacional, en la época de la Junta  de Gobierno de los señores Puga, Dávila y Matte, para implorar de él ciertos favores. Al darle publicidad ahora, a un hecho que ocurrió en junio y que no tuvo nada de oculto, pretende presentarlo en una luz falsa que me obliga a puntualizar las cosas.

A mediados de junio un grupo de agitadores  provocó en El Mercurio una huelga, la primera y única que ha tenido esa Empresa en 105 años de existencia. Necesité saber si esa huelga y ciertas exigencias relacionadas con ella en la instigación y apoyo del Gobierno que se hacía llamar “Socialista” y si tenía libertad para entenderme con mi personal o si éste iba a encontrar en el Gobierno apoyo para sus pretensiones por manera que toda discusión se hiciese inútil. Con el coronel Grove he cultivado buenas relaciones personales desde mi intervención en el conflicto de la Marina con el Ejército, el 23 de enero de 1925. Cuando el coronel Grove fue Adicto MiIitar en Londres, escudriñó, orden del Gobierno de Ibañez, los archivos y cuentas de la Legación durante los 14 años que la tuve a mi cargo, en el deseo de este último de encontrar capítulos de acusación, y tuvo la hidalguía y honradez de declarar la verdad, esto es, que no había cosa alguna que no fuese correcta. Ese gesto, si bien de estricta justicia, me hace guardarle, hasta hoy, reconocimiento personal lo que no obsta, por cierto, para que condene sus ideas políticas y desapruebe sus actos públicos como contrarios al interés nacional.

El coronel Gruye, informado de mi deseo de aclarar esa precisa situación que indico, aceptó celebrar conmigo una entrevista en casa de un amigo común, me explicó cuál sería la actitud del Gobierno en lo concerniente a la huelga del personal de El Mercurio y pude orientar mis esfuerzos a un desenlace feliz de ese conflicto. Eso es todo lo que ocurrió.

Un señor Juan B. Rossetti, a quien no conozco sino de reputación, también se permitió decir en La Nación que yo había solicitado una entrevista de don Carlos G. Dávila para pedirle ciertos favores. El hecho es totalmente falso. La única vez que vi al señor Dávila fue en casa de un amigo común que me invitó a almorzar junto con otras personas, y no hubo más conversación que la muy general entablada alrededor de una mesa. Por lo demás nada habría tenido de particular que yo hubiese hablado con el señor Dávila, allí o en otra parte.

Mis relaciones personales con él son buenas desde que fue durante varios años empleado en El Mercurio y se desempeñó con eficiencia y corrección. Siempre fue atento y considerado conmigo. Tampoco obstan estas circunstancias para que yo disienta fundamentalmente de sus ideas políticas y para que censure su actuación pública última, que considero contraria a los intereses del país.

¡Y basta de tanta majadería! En este país se malgasta el tiempo primero en inventar tonterías e interpretar malévolamente hasta los actos más banales y en seguida en desmentir las invenciones y explicar el alcance de las ocurrencias diarias. ¡Supervivencias de la superstición indígena!

Durante varios días he venido ocupando la atención pública con asuntos que si bien tiene atingencia considerable con la vida nacional de los últimos años son, en cierto modo, de índole personal. Precisamente por eso me había resistido hasta ahora a ventilarlos en artículos de prensa. Me he resignado por dos razones a romper un silencio que me parecía la única respuesta que la discreción, el respeto a la sociedad en que vivo y mi propia dignidad aconsejaban. Es la primera que todos los que me rodean así en la intimidad del hogar como en mis negocios y especialmente en la casa de El Mercurio me han exigido que haga llegar al público lo que ellos y yo sabemos, a fin de concluir con la atmósfera creada por la n do unos y la maledicencia do otros, que, en parte, recae indirectamente sobre ellos. Es la segunda que en esta campaña de difamación que renace a través de cinco años hay, en realidad, un propósito de más alcance que echar lodo sobre un hombre que, como yo, no desempeña ningún rol político, ni administrativo. Las fuerzas anárquicas y disolventes que trabajan por demoler hasta el último vestigio de los cimientos en que descansó la estructura política de Chile durante el siglo en que fue grande, prestigiado, ordenado y progresivo no desmayan un instante. Con una perseverancia inaudita trabajan por presentar a la clase social que logró convertir ésta, la más pobre de la colonias españolas en la más floreciente y respetada de las Repúblicas latinoamericanas, como un grupo de holgazanes, logreros y estranguladores de la riqueza fiscal y del bienestar de la clase obrera, Necesitan a toda costa ejemplos de carne y hueso que señalarle al pueblo para despertarle furor de venganza; y a falta de verdaderos culpables de los de los delitos denuncian, acuden la calumnia, a la mentira y torciendo la verdadera naturaleza de los hechos, les dejan cierto superficial contacto a lo menos de nombres y fechas, con la  realidad y los hacen penetrar en la mente cándida, y acaso afiebrada por el hambre y la miseria de muchas gentes ignorantes. Explotan así, también — ¿por qué no decirlo?—, la tendencia diabólica a la canalleria que yace dormida en el fondo de la mayor parte de la humanidad y despierta con ímpetu apenas la adversidad la aguijonea.

He pensado que talvez les prestaría un servicio a las gentes de bien y, por ende, a la paz pública, quitando de manos de esas fuerzas anárquicas y disolventes, las calumnias que han esgrimido en mi propia contra más para demoler la reputación de toda una clase social que para atacar a un hombre que no tiene figuración política.

Y he roto el silencio del desprecio con que he mirado todas estas miserias en aras de los míos y de los que a la par conmigo han compartido las responsabilidades, afanes y honores de toda una época de nuestra vida nacional. Que por lo menos no puedan servirse de mi pobre persona para seguir minando el respeto que merecen los viejos servidores de la nación que nunca asaltaron el poder, ni esquilmaron el erario, ni rehuyeron la fiscalización de los Congresos, ni cobraron dieta parlamentaria, ni exigieron sueldos para servir en los hospitales y fundaciones de beneficencia.