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Fuentes Bibliográficas
Agustín Edwards. Recuerdos de mi Persecución.
III. Los Once Meses de Arica.

LOS ONCE MESES DE ARICA

A virtud del convenio entre el Ejército y la Marina, el Presidente Constitucional de la época, don Arturo Alessandri, regresó a Chile y reasumió el mando a fines de marzo de 1925. El Comité Militar aceptó ese regreso, no como el restablecimiento de la legalidad que nunca comprendió ni supo respetar, sino corno un compás de espera. Escudado en él, pudo reforzar sus huestes con todos los sedientos de ambición desordenada y asegurarse, no una posición subordinada de influencia relativa, sino el primer puesto de la Nación y el imperio de su absoluta voluntad en la persona de su caudillo.

Poco antes de la llegada del Presidente Alessandri recibí un telegrama de Monsieur Albert Thomas, Director de la Oficina Internacional del Trabajo en Ginebra, diciéndome que el Consejo General le había encargado, por unanimidad, que me invitara a aceptar la Presidencia de la Conferencia Internacional del Trabajo que debía celebrarse en el mes de mayo de 1925. Me explicaba que el Consejo no viene al caso reproducir, me decía que se habían deseaba que un sudamericano presidiese esa Conferencia, y usando conceptos inmerecidos que no viene al caso reproducir, me decía que se habían fijado en mí. Antes de dar una respuesta creí necesario poner en conocimiento del Presidente de la Junta del Gobierno Provisional, a la sazón don Emilio Bello Codesido, tan honroso ofrecimiento, y a instancias de él y de sus colaboradores, contesté a Monsieur Albert Thomas aceptando y agradeciendo el honor que se me ofrecía.

En la primera entrevista que celebré con el Presidente Alessandri le expuse lo ocurrido, y éste me declaró que aun cuando apreciaba en todo su significado el honor para Chile de ver presidida por un chileno la Conferencia Internacional del Trabajo, creía que no podía prescindir en esos momentos de mis servicios para otra misión incompatible con aquélla. Y me declaró que no me ofrecía el cargo de Miembro Representante de Chile en la Comisión Plebiscitaria sino que, como Presidente de Chile, me ordenaba que aceptase esa resolución suya. El Laudo del Presidente Coolidge había sido dictado pocos días antes. Agregó que tenía derecho a exigirme que aceptase un puesto de avanzada por ingrato que fuese, ya que no poca responsabilidad me cabía en su regreso al país a continuar un mandato constitucional que tantos sinsabores le había proporcionado.

Grave era el dilema. El cargo de Ginebra era honroso, cómodo, de fácil desempeño, pues ya tenía práctica en la presidencia de Asambleas Internacionales. El de Arica, también muy honroso, era difícil, ingrato, ajeno a mi carácter, incómodo hasta desde el punto de vista material de la vida diaria. Responsabilidad infinitamente mayor, resultados muy problemáticos, ataques rudos, inevitables tal era la perspectiva de Arica. Me pareció negarme a servir en un puesto erizado de sinsabores para acogerme a un ofrecimiento en que no había sino halagos, era una ingratitud para con mi país que ya me había colmado de honores Y acaté resignado la resolución del Presidente Alessandri sin imaginarme en los más negros momentos de preocupación, hasta qué punto iba la misión en Arica a servir los fines de los que me habían señalado como víctima para despejar de obstáculos el camino de sus ambiciones.

La Memoria que presenté al Gobierno al terminar aquella misión en 1926 deja constancia de esa labor tan ingrata como ímproba. ¿Batalla de once meses en que se puso a prueba la paciencia, la energía y hasta la resistencia física de los que formamos aquella Comisión que defendió los derechos plebiscitarios que el Laudo del Presidente Coolidge le otorgaba a Chile? (1) No faltaron quienes se permitieron lanzar especies que nos presentaban como logreros de ciertas granjerías del ramo de abastos. Entre los conspiradores de marras se recibían con complacencia y se repetían con fruición las más burdas majaderías. No entro en detalles que los curiosos recibirán de mis labios cuando quieran conocerlos, por que no me parece propio descender a tan ridículas menudencias.

Pero hubo en la misión de Arica imputaciones más graves y perturbaciones más serias de nuestra obra, que estas mordeduras comparables a la de los zancudos que en aquella región dan la fiebre terciana.

Entre los elementos militares estacionados en Arica, la inmensa mayoría hizo una labor patriótica de cooperación. No faltaron, sin embargo, unos pocos que jamás se resignaron a acatar las órdenes que emanaban de la Comisión Plebiscitaria y que obedecían única y exclusivamente a inspiraciones directas de un cuerpo de Santiago que no aceptaba otra dirección de los negocios públicos  que la empresa por ellos en sus cábalas y conciliábulos. Y no creo exagerar al decir que reconvirtieron de hecho, y sin duda inconscientemente, u cómplices de los enemigos del plebiscito. Si dar reiteradas órdenes e instrucciones de la Comisión Plebiscitaria se hubieran cumplido por esos recalcitrantes, no habrían tenido ni el General Pershing ni el General Lassiter motivo alguno para declarar que las condiciones reinantes en Tacna y Arica no permitían la celebración de un plebiscito libre y correcto. Los sucesos del 6 de enero y del 5 de marzo de 1926 no se habrían producido y el proceso plebiscitario ya comenzado después de una ímproba labor para arrancarle a la Delegación Americana una ley electoral, habría seguido su curso hacia su natural desenlace. Fueron esos elementos los que dieron pábulo a las quejas americanas. Debo agregar, sin embargo, en honor de la verdad absoluta, que la Delegación Americana llevada de su instintiva aversión a la solución plebiscitaria que el Laudo había declarado procedente y factible, hizo caudal exagerado de estos sucesos como de todas las demás incidencias en aquellos once meses.

Los sucesos del 6 de enero fueron particularmente graves. Muy seria responsabilidad recae en ellos sobre ciertos funcionarios policiales, que ya desde entonces aparecían ligados con el grupo que les dio una vez llegado al Poder, tanta autoridad y tantas oportunidades de lucir sus dotes. En el caso del 6 de enero uno de ellos se excedió a sí mismo pues ‘‘preparó” un accidente que pudo costarle la vida al Almirante Gómez Carreño, a la sazón Intendente de Tacna y fiel colaborador de la obra apaciguadora de los ánimos que proseguía la Comisión Plebiscitaria. El hijo fiel Almirante Gómez Carreño puede corroborar que en el dormitorio en que éste yacía mal herido, el autor del atentado confesó su delito. Con este antecedente pedí su salida de Tacna y no tuve noticias de él sino cuando dos años después, estando en Europa, inventó el complot de Dover, en el cual me asignó, por un sentimiento poco generoso pero muy humano de venganza, un papel imaginario. Por lo demás la intervención de estos funcionarios policiales en los sucesos del 6 de enero de 1926 en Tacna esta relatada, sin nombrarlos, en la página 146 y siguientes de la Memoria que presenté al Gobierno y publiqué en julio de aquel año.

En los desórdenes del 5 de marzo apareció más oculta la mano del grupo que hacía política propia, siguiendo las inspiraciones de los conspiradores de Santiago, que, según mis informaciones, se mantenía en constante comunicación con ellos. A lo menos hay fundamento para afirmar que los perpetradores inmediatos de los desórdenes de ese día contaron con su apoyo y fueron sus instrumentos.

El efecto sobre la Delegación Americana fijó aun más deplorable que el producido por el atentado salvaje contra el comandante Rotalde, del Rimac, y en seguida contra el propio almirante Gómez Carreño. Habíamos conseguido va avanzar mucho en el proceso plebiscitario y restablecer la confianza de la Delegación americana en la buena fe y decisión de la Comisión Plebiscitaria chilena para dar garantías efectivas de un plebiscito libre y correcto. Las inscripciones mismas estaban por comenzar. Los sucesos del 5 de marzo nos hicieron perder todo el terreno ganado, por obra y gracia de los que, escudados o la sombra, no admitían más política plebiscitaria que la que ellos habían ideado.

Después de inauditos esfuerzos la Comisión Plebiscitaria logró que las inscripciones se iniciaran el 27 de marzo. Parecía, por fin, que  a pesar de todos los obstáculos, la anhelada votación plebiscitaria. En ese momento la campaña contra los ‘‘plebiscitarios’’ como se nos llamaba con cierto desdén muy en boga, cambió de plan. Subió más alto, y de las encrucijadas de Tacna y de las callejuelas de Arica se trasladó a la Moneda y al Congreso, en donde los iniciadores de ella encontraron cooperadores influyentes y activos. Comenzó en la Moneda la gestión de los “Buenos Oficios” que estimuló a la Delegación Americana en Arica a acentuar sus procedimientos dilatorios en el acto plebiscitario y en el Congreso un ataque recio al miembro chileno de la Comisión. Y aunque las sesiones fueron secretas no faltaron almas caritativas que me hicieran llegar el eco de las imputaciones que se me hacían. Prescindo de las infinitas majaderías con que algunos representantes del pueblo regalaron los oídos siempre solícitos para recibir la calumnia en todas las asambleas deliberantes, y me concreto al cargo de haber desatendido el cumplimiento del Laudo, que era mi único papel en Arica, para lanzarme a hacer proposiciones que a más de contrariar la política del Gobierno y burlar el plebiscito no contaban según ellos, con el favor popular.

Se dijo que yo había propuesto al general Pershing la neutralización del territorio. Algunos venerables senadores temblaron de indignación ante una idea que conceptuaban una verdadera traición a la patria. Diputados fogosos pedían sangre y exterminio para el traidor. El Embajador americano, a la sazón Mr. William Collier, ante un artículo de prensa que le atribuyó al general Pershing la paternidad de la idea, siguió la corriente pública, y en un comunicado oficial me señaló como el autor de la proposición. El Ministerio de Relaciones Exteriores, en vez de explicar los hechos reales, guardó silencio y el señor Mathieu, que lo desempeñaba en esa época, se ha llevado a la tumba en que descansa, después de haberle prestado muchos y muy buenos servicios a su país, el secreto de esa actitud. Parecía, pues, que el horizonte entero se cerraba para el Miembro Chileno de la Comisión Plebiscitaria que escribe estas líneas y, lo que era más grave, para el plebiscito mismo que había servido con tanto ahínco y a costa de tantos sacrificios. Se le había dado a su autoridad moral un verdadero ‘‘cuadrillazo’’ y las posiciones de la Comisión Plebiscitaria ya muy debilitadas por los desórdenes promovidos en el territorio plebiscitario violando sus instrucciones expresas, quedaron en el aire a los ojos de la Delegación Americana y los peruanos mismos, que recibían de sus adversarios tan inesperado refuerzo para alcanzar su objetivo de frustrar un plebiscito que iba a serles fatal.

Entretanto la Campaña parlamentaria contra el Miembro Chileno de la Comisión Plebiscitaria y la singular afirmación del Embajador americano se basa han en un error de hecho. En telegramas cruzados con el Ministro de Relaciones Exteriores que se parafrasean textualmente en las págs. 32 y siguientes de la Memoria Oficial que presentó, quedó constancia que jamás se había formulado una proposición semejante y que la suposición de su existencia se basaba en ciertas conversaciones informales sobre uno de los medios a que podía ocurrirse para darle al problema de Tacna y Arica una solución política una vez celebrado y ganado el plebiscito ya que esto último constituía únicamente una  solución jurídica de la dificultad.

Este alcance tan distinto y limitado de aquel cambio de idea elevado, por intereses políticos de otro orden, a la categoría monstruosa de una “traición a la patria” había quedado bien de relieve en febrero de aquel año (1926), cuando el Ministro Sr. Mathieu, con motivo de los buenos oficios ya aceptados por Chile, me había pedido un memorándun con bases concretas de las ideas cambiadas con el general Pershing, y yo le había manifestado que era prematuro formularlas concretamente mientras no se celebrase el plebiscito, pues estaban subordinadas al evento de ganarlo Chile. Le envió en esa ocasión al Ministerio una exposición detallada (también publicada en la Memoria oficial) de todo lo ocurrido a este respecto, agregando que como mero Agente de Gobierno “en Arica para un objeto determinado no me correspondía hacer publicaciones en la prensa y menos todavía cuando podía adquirir tintes de polémicas con un Embajador acreditado ante el Presidente de la República’’. Puntualicé en esa exposición que “la idea de convertir a Tacna y Arica, una vez ganado por Chile el plebiscito, en una zona franca, con una administración local de elección popular que goce de autonomía” era una idea que personalmente me atraía como solución permanente y contaba en el territorio con muchísimos partidarios, y la terminaba pidiéndole al Ministro de Relaciones Exteriores que si resolvía no publicar esa declaración la diese, en todo caso, a  caso, a conocer a S. E. el Presidente de la República, al Consejo de Ministros y a las Comisiones de Relaciones Exteriores del Senado y de la Cámara de Diputados.

Todo fue en vano. En el Senado a pesar de la buena voluntad de un grupo de sus miembros persistieron y redoblaron los ataques, en tal forma, que don Arturo Alessandri que conocía a fondo lo ocurrido y que acababa de ser elegido contra su voluntad senador por Antofagasta, en un gesto de generosa lealtad que no es el único que le debo, resolvió incorporarse a la sala para esclarece la verdad. Fue, por lo demás, el primero y el último de sus actos de senador electo. En la Cámara de Diputados no faltaron voces que se levantaran para combatir la insidia con que se tergiversaba la verdad. Pero todo fue en vano. La palabra “traición” quedó flotando en la atmósfera. No en balde dijo Beaumarchais ‘‘calomniez, calomniez, il en reste toujours quelque choise!” Quedó siempre el Miembro Representante de Chile envuelto en una sombra. Algunos de los que más tarde tuvieron gran figuración en la Dictadura fueron más lejos y convirtiéndose en paladines de la causa peruana nos señalaron como autores de un fraude electoral monstruoso que manchaba el prestigio internacional del país. Inútil fue decirles que se habían inscrito con la aprobación de los propios americanos, más empeñados que nadie en la pureza del acto, 5.500 votantes cuyas calidades no fueron impugnadas por nadie a pesar de las facilidades que para ello otorgaba la ley electoral y no obstante la severidad gastada para probar los requisitos exigidos. Más puritanos que los descendientes de los peregrinos de la Mayflower, rasgaban sus vestiduras y se cubrían de ceniza la cabeza llorando sobre la ruina moral de Chile, pocos meses antes de pisotear la Constitución, de atropellar el derecho de los ciudadanos, de procrear un Congreso completo sin elecciones y de dejar en ruinas el crédito exterior de la República. No querían oír ni saber que desde el momento en que se les había concedido por los americanos el derecho a voto a lo empleados y obreros del Ferrocarril de Arica a La Paz nuestra mayoría plebiscitaria legítima, insospechable, era abrumadora.

Y así ocurrió que el Miembro Representante de Chile en la Comisión Plebiscitaria quedó lo suficientemente zarandeado y maltrecho para que pocos meses después se le hiciera salir del país y se le acusara de los más burdos y ridículos delitos, con la complacencia de gran número de ciudadanos.

Tan pesada era la atmósfera, que se temía que se desencadenara sobre su cabeza una lluvia de improperios si intentaba siquiera publicar su Memoria Oficial, en la cual una simple y descarnada relación de los hechos bastaba para vindicarlo de las acusaciones que se le dirigían. ¡Y hasta sus mejores amigos se asustaron! Dos de ellos lo visitaron a altas horas de la noche instándolo a que al día siguiente ordenase substraer de la circulación los ejemplares de su Memoria, que ese día iban a repartirse. Agradeciéndoles la buena intención insistí en repartirla. En los cinco años transcurridos desde entonces, nadie ha contradicho una sola de las aseveraciones documentadas de esa Memoria. Una carta recibí agradeciendo el ejemplar que envié a su firmante. Es la siguiente:

‘‘Santiago, 30 de diciembre do 1926.

Señor don Agustín Edwards. Presente. 

Distinguido señor y amigo: He tenido el agrado de recibir el valioso trabajo de recopilación de los antecedentes plebiscitario correspondiente al largo período en que le cupo a usted la honra de servir en forma tan brillante y patriótica los intereses chilenos en el litigio del Norte.

Lo felicito por esa amplia e ilustrada Memoria, que constituye el mejor exponente de la labor abnegada desarrollada en Arica por usted y sus cooperadores, y queda como siempre a sus órdenes su Afmo. amigo y S.S. Carlos Ibáñez C.”

Fue, por lo demás, la única que me dirigiera un miembro del Gobierno. No obstó para que el grupo de conspiradores que el entonces Coronel Ibáñez encabezaba, continuara ensañándose en la reputación del que esto escribe, y propalando que a más de “traidor’’, de ‘‘falsificador de elecciones’’ era ‘‘prevaricador’’, pues eran muchos los millones de los gastos plebiscitarios que había aprovechado en beneficio propio. Olvidaban que la Comisión Plebiscitaria era de carácter exclusivamente diplomático y jurídico, que el Miembro Representante de Chile no había tenido ingerencia alguna en los gastos plebiscitarios, ni en el manejo de fondos. E instituyeron una tras otras varias comisiones investigadoras que escudriñaron con ensañamiento y acuciosidad hasta la última partida de aquellos gastos.

Algunos meses después, desterrado, perseguido, despojado hasta del derecho de defender mi honor en mi propio diario, tuve la satisfacción de leer en la prensa de mi país una declaración oficial de la Dictadura, sobre la pureza y corrección con que se habían administrado los fondos plebiscitarios. Decía así:

“Declaración Oficial del Ministerio de Relaciones Exteriores.

El Gobierno, después de conocer los informes de las dos comisiones nombradas por el Ministerio de Relaciones Exteriores para examinar las cuentas del Plebiscito, una de Peritos Contadores y otra de Intendentes Militares, está en situación de declarar que no tiene cargos que hacer a las personas que administraron los fondos destinados a este objeto.

Las observaciones consignadas en los informes de esas se refieren a  actos del Gobierno que no afectan a los  funcionarios encargados de la preparación y realización del Plebiscito en Santiago, junio 10 de 1927.”

 

Notas.

1. Relativo al diferendo de Tacna y Arica, según el cual era necesario precisar la posibilidad de aplicar el plebiscito acordado en el tratado de ancón en el contexto de entonces.