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Fuentes Bibliográficas
Agustín Edwards. Recuerdos de mi Persecución.
II. El 23 de Enero de 1925.

EL 23 DE ENERO DE 1925

Pocos meses antes de mi regreso a Chile había salido del país el Presidente Alessandri a consecuencia de los sucesos del 4 de septiembre de 1924. Una junta presidida por el general Altamirano gobernaba en espera de elecciones presidenciales, que debían celebrarse poco después. Una Convención acababa de proclamar la candidatura presidencial de don Ladislao Errázuriz. Ninguna participación me cupo en la política de ese período agitado e incierto que precedió al estallido del 23 de enero. Llegado a Chile en diciembre de 1924 me había instalado en Viña del Mar y entregado por entero a mis negocios privados. La atmósfera estaba preñada de amenazas. Unos hablaban de revolución social y señalaban como síntoma confirmatorio de sus temores las huelgas de obreros, la ligas bulliciosas de arrendatarios insolventes, las reuniones irritadas de empleados que se coligaban con ánimo de hacer  imposiciones fulminantes y perentorias, en suma, todo ese fermento social que mantuvo perturbada la paz pública antes y después del pronunciamiento del 23 de enero.

Otros hablaban de motín militar para impedir que llegase a la Moneda el candidato escogido por la Convención, don Ladislao Errázuriz, a quien señalaban como un caudillo de la oligarquía, término hueco en Chile que nunca me ha sonado a otra cosa que a vocablo movilizado con fines electorales, ya que en un régimen igualitario de democracia y libertad no hay privilegios aristocráticos ni existen diferencias de castas y los llamados oligarcas no son sino los individuos que en la comunidad, partiendo de una misma base y disponiendo de los mismos medios que los demás, sobresalen por su talento, su ilustración y aun por su fortuna, que en el fondo es fruto de una habilidad para amasarla o por lo menos para conservarla, si no es obra propia y exclusiva.

No cabe aquí juzgar si fue acertada o desgraciada, en aquellas circunstancias, la designación del señor Errázuriz. Corresponde, sí, señalar el paralelismo notable que surge entre los fines que se atribuían a la revolución social y su mentor doctor Salas, cirujano militar, ungido poco tiempo después, candidato a la Presidencia de la República, y los propósitos antioligarcas (así en obsequio a la brevedad del lenguaje) de los conspiradores militares. Un órgano de la prensa de entonces, “fin Nación” de Santiago. Aparecía como el hogar periodístico de unos y otros. Y digo “aparecía porque no me consta sino que en sus columnas encontraban eco las ideas que sustentaban.

El aire cargado parecía anunciar tempestad. En las calles y plazas de Valparaíso desfilaban casi diariamente procesiones de ciudadanos llevando estandartes y letreros y se efectuaban reuniones en las cuales se pronunciaban discursos violentos y aún subversivos.

No me extrañó, pues, en la tarde del 23 de enero saber que había estallado en Santiago un motín y que los cabecillas que formaban el Comité Militar se habían apoderado de la Moneda y reducido a prisión a la Junta de Gobierno, salvo uno de sus miembros y algunos de los Ministros de Estado. Entre los prisioneros figuraban dos jefes de Marina de gran prestigio: el almirante Neff y el almirante Gómez Carreño. Esta  circunstancia y la conciencia de sus deberes para con la patria, de los jefes que entonces dirigían la Marina de Guerra, impulsó al Consejo Naval a desconocer la autoridad del Comité Militar, que se había arrogado el carácter de Gobierno Revolucionario. El fermento social ya descrito de las masas y la acefalía anárquica del Gobierno constituían una gravísima amenaza para Chile.

En esta circunstancia y bajo el peso de estas impresiones y temores, un amigo marino retirado me informó que la exaltación de los ánimos en la Marina era considerable y que de un momento a otro podrían producirse hechos de sangre que nos precipitaría en una guerra civil del peor carácter. Como dato ilustrativo me agregó que el Almirante Latorre había cambiado de fondeadero, a fin de alcanzar con sus cañones la vía férrea a Santiago sin dañar las poblaciones de Valparaíso y Viña del Mar. Su propósito, al comunicarme estos detalles, era sugerirme la conveniencia; de hacer algo por evitar tamaña tragedia. Creía este amigo que mi intervención podría ser no sólo útil, sino, quizás, decisiva. Me repugnaba la idea de aparecer mezclándome en los negocios públicos, cuando había tomado la resolución de mantenerme estrictamente alejado de ellos. No tenía, además la fe que demostraba él en la eficacia de mi acción. Por otra parte, era grande la responsabilidad que iba a pesar sobre mi conciencia si estallaba la  guerra civil, después de negar mi concurso para intentar por lo menos, evitarla. Pesó más en mi espíritu la voluntad de servir, que el amor de ver interpretada  mi actitud como una prueba de mi intención de tomar parte activa y dirigente en la política y autoricé al marino retirado en cuestión para decirle al Consejo Naval que si la Marina y el Comité militar de Santiago aceptaban mi mediación para llegar a un acuerdo, podían contar con mi voluntad de servirlos.

Entretanto, inquirí si se encontraba en Viña del Mar algunos de los hombres públicos que habían actuado en primera fila en los últimos tiempos, a fin de consultarlos sobre este paso, y se me informó que el único que estaba allí era don Luis Barros Borgoño. Le busqué, le expuse la situación y le pedí consejo. Me estimuló con insistencia a intervenir y aun tuvo frases de inmerecido elogio por la buena voluntad con que me prestaba para tomar sobre mi tarea tan ingrata.

Algunos otros hombres públicos de igual figuración que se encontraban en Santiago no pensaron de igual manera, y apenas tuvieron noticias de mi mediación se aprestaron no sólo para frustrarla, sino para torcer el verdadero móvil que me guiaba. Ante la perspectiva del éxito de una misión semejante, pensaron más en lo que pudiera valerle políticamente al mediador, que en el beneficio que pudiera reportarle a la paz pública. Su acción entorpecedora se dejó sentir durante todo el curso de las laboriosas negociaciones de dos días, que terminaron en el telegrama a Roma, pidiéndole unánimemente la Marina y el Comité Militar al Presidente Constitucional de Chile que volviese a asumir el mando y a terminar su período. Aceptada por el Consejo Naval y el Comité Militar la mediación, mi primer cuidado fue declararle a uno y otro que desde, ese momento quedaba moralmente inhabilitado moralmente para tomar parte alguna en el Gobierno Provisional que se organizaba, si obtenía éxito en mis gestiones. El Consejo Naval no dudó nunca de la sinceridad de mi declaración. No ocurrió lo mismo en el Comité Militar.

No encuadra aquí una relación detallada de aquellas gestiones. Conservo un diario que algún día verá la luz pública. Sólo cabe anotar, porque tiene una estrecha y determinante relación con las persecuciones de que fui víctima mas tarde, el recelo, la desconfianza, la sorda lucha para combatir la sombra ridícula de una ambición que no existía sino en la imaginación enfermiza de aquel grupo de militares y políticos, como reflejo obligado de sus propios apetitos.

Por entre los corredores de la Moneda, invadidos por gran cantidad de jóvenes oficiales atraídos por la novedad y el bullicio, solían deslizarse y escurrirse algunos políticos que fermentaban ese espíritu de sospecha y hostilidad personal, creyendo ingenuamente que más adelante serían ellos los usufructuarios y herederos de la situación.

Más de una vez tuve choques recios con diversos miembros del Comité Militar, y creo que si en un momento dado no hubiesen acudido en mi auxilio varios jefes militares de buena fe y verdadero patriotismo entre los cuales recuerdo al que es hoy el general Blanche que me prestó un apoyo vigoroso, la cábala militar del entonces teniente-coronel Ibáñez y sus a látere civiles habrían dado al traste con la mediación. Estos choques dejaron resquemores tanto más dolorosos cuanto que la paciencia y perseverancia me permitieron alcanzar éxito, evitando una lucha fratricida.

En presencia de la desgraciada sublevación de la Escuadra, del 1º de septiembre último, es oportuno recordar que en aquella mediación la dificultad material más grave fue la petición con que el entonces teniente coronel Ibáñez exigía de la Marina medidas internas contrarias a la disciplina y buena organización, que más tarde pudo él imponer y dieron venenoso fruto poco después de su caída.

El almirante retirado don Carlos Ward puede corroborar esta afirmación que sólo tiene un interés retrospectivo.

Ostensiblemente, el Comité Militar me expresó sus agradecimientos y me envió, a guisa de recuerdo, el acta original del convenio a que se arribó. En el fondo sus sentimientos eran otros y desde ese momento sentí en infinitos detalles y diversas oportunidades, que se me había señalado entre los que era menester perseguir como medida preventiva para despejar de obstáculos el camino de ambiciones hasta entonces encubiertas.

En el próximo artículo relataré cómo esa persecución asumió caracteres precisos y amenazantes durante mi misión en Arica.