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Fuentes Bibliográficas
Agustín Edwards. Recuerdos de mi Persecución.
I. Sus Antecedentes.

SUS ANTECEDENTES

Vuelvo a mi país, por primera vez, desde 1927. Cierto es que vine en 1929 y en 1930; pero en esos años éste no era mi país, sino el de la Dictadura. No había libertad de prensa ni ninguna otra. Vine con los labios sellados, bajo la tolerancia de los que se habían arrogado el derecho antojadizo, elástico, arbitrario y acomodaticio de resolver cuáles chilenos teníamos las calidades y méritos exigidos por ellos para vivir en nuestra propia tierra, a cumplir, ante todo con los deberes que me imponía la imponía la voluntad de un hombre que me había confiado, con otros arrebatados a la vida por el destino, la realización de una obra benéfica y de gran trascendencia social.

Había quedado solo para realizarla, y afrontando el peligro de nuevas vejaciones, vine al Chile de la Dictadura por cortos meses, en 1929 y 1930, en calidad de alojado con centinela de vista. Y en ambas ocasiones, a pesar de las declaraciones de garantías de seguridad y respeto, hechas reiteradamente por el Dictador mismo y por sus autoridades subalternas, se me significó, de diversas maneras, que no era un agente libre de mis actos, sino un sujeto “en observación”.

Doy por bien empleado el sacrificio, Si no lo hubiera sobrellevado resignadamente, no tendría hoy la satisfacción de ver realizada ya la etapa primera y más importante de la obra de crear en Valparaíso la Escuela de Artes y Oficios y Colegio de Ingenieros “José Miguel Carrera’’.

En 1929 y 1930 vino, pues, al país un ejecutor testamentario celoso del cumplimiento de su deber. Ahora llega aquí el perseguido de 1927, en pleno goce de un derecho y cuando, a Dios gracias, reina libertad de palabra, de prensa y de acción. Se acabó aquel “Chile Nuevo” que muchos llamábamos “Chile Futurista”, por lo atormentado de sus perfiles y lo abigarrado de los colores del portentoso “camouflage” con que se regaló la ingenuidad de un gran número; y hemos vuelto, por fortuna, al ‘‘Chile Viejo” del respeto y los derechos y a la dignidad de los hombres.

Ha llegado, el momento de relatar, en todos sus detalles, las persecuciones con que me distinguió la Dictadura durante cuatro años. Puede ser que esa relación haga meditar a los gobernantes de entonces, ahora que saborean las amarguras de la sanción. Puede también que haga reflexionar a esa masa inconsciente de gentes, muchas de la llamada alta clase social, que se hicieron cómplices anónimos de mi persecución, repitiendo especies y majaderías para animar conversaciones de club y de salón, que entre personas de poca cultura, decaen lastimosamente cuando no se acude a la reserva fácil e inagotable de la honra ajena.

Infinitas fueron las personas que comprendieron que en todas las imputaciones urdidas por la Dictadura no había sino un móvil político: hundir en el lodo el prestigio que pudieran tener los antiguos servidores, para realzar la posición de los políticos futuristas recién llegados. No se sentían con fuerzas para crecer ellos. Para verse grandes era indispensable envilecer a los demás. Tenían, además, miedo de que los antiguos servidores públicos no consintieran en ser sus cómplices, y de allí a verse amenazados había poca distancia. Necesitaban, pues, pegar primero, y fuerte.

El tiempo se encargó de probar que en esto no vieron claro. Fuimos pocos los que rehusamos ser cómplices. Gracias a eso se prolongó la dictadura y alcanzó ésta a despilfarrar más de 3.000.000,000 de pesos, dejando en el hambre al proletario y próximos a la ruina a los llamados capitalistas. Engañados por una fementida campaña de depuración, legiones de ingenuos e incautos aplaudieron. Los demás guardaron silencio ante las más injustas e inauditas persecuciones, unos por complacencia, otros por miedo a seguir la misma suerte. A los diarios se les coercionó a tal punto que el Director de El Mercurio en carta de 22 de junio de 1927, me decía lo siguiente: “Cuando Ud, partió estábamos bajo la presión más rigurosa no sólo para no publicar ciertas cosas, sino obligados a publicar tales o cuales. Comprendimos que debíamos escoger entre someternos o cerrar el diario. Esto último, fuera de haberle irrogado a UD, un grave perjuicio, habría dejado en la calle a más de quinientas personas, con sus familias’’.

Protestar era como tratar de detener con la mano un tren expreso en medio de la vía. El Ministro de Hacienda de la época en no nota enviada a los diarios con fecha 14 de marzo de 1927 llegó al extremo, no ya de prohibir una publicación determinada, sino de ordenar que se insertasen las informaciones suministradas por la dictadura, ‘‘en obsequio a la independencia de la prensa’’. Que, según él, carecía de ella hasta entonces y era “una de las causas principales que ha producido el desorden pavoroso de las finanzas, y el desquiciamiento general de la administración y de la moral públicas”.

Los depuradores de la época son los acusados de la hora presente. Ante la misma opinión que los aplaudió son reos de grandes crímenes de Estado y su suerte futura está en manos de la Justicia. Ha bastado descorrer el telón espeso de la censura que ocultaba el escenario público para que la luz intensa de la libertad de opinar haga aparecer en el rostro de los protagonistas de la depuración el grosero “maquillaje’’ de la impostura.

A fines de 1924 llevaba catorce años al frente de la Legación de Chile en Londres, y entre ellos los cuatro de la Gran Guerra. Mi sueldo durante esos catorce años fue el que los depuradores y fundadores de “Chile Nuevo” otorgaron después a los secretarios de Legación. No señalo el hecho en son de queja sino simplemente para puntualizar que no disfruté de una prebenda. De mi labor no soy juez. En los archivos del Ministerio y en la opinión de los gobernantes de la época pueden informarse los que deseen aquilatarla en lo que tenga de bueno o de malo. Puedo sí afirmar que fue abundante y puse en ella todo el empeño de que soy capaz. También puedo afirmar que todos los que desfilaron por la secretaría de esa Legación y todos los funcionarios del Ministerio que se entendieron con ella siguen siendo mis amigos. Si hubiera alguna excepción sólo confirmaría la regla.

Me creo autorizado para afirmar, asimismo, que si hubiera querido habría continuado sirviendo esa Legación, casi seguramente hasta el advenimiento de la dictadura en 1927.

Preferí, sin embargo, renunciarla voluntariamente en 1924 y negarme a continuar, como reiteradamente me lo pedía el Gobierno.

No faltaron entre los que asaltaron el Poder a principios de 1925 y sobre todo entre muchos avezados maniobristas de la intriga política, quienes creyeran que al regresar al país intentaba tomar una parte activa en los negocios públicos, con detrimento de sus planes y aspiraciones habría sido tan legítimo ese propósito como el de ellos mismos, pero la suposición era totalmente infundada. No era un designio político lo que me impulsaba a regresar, sino un fin más modesto, prosaico y familiar. Mis asuntos particulares estaban abandonados desde hacía catorce años, durante los cuales el sostenimiento de la Legación en Londres me había demandado considerables sacrificios personales. No era posible seguir abusando de la buena voluntad de los que durante mi ausencia habían sobrellevado solos la responsabilidad y labor de administrar mis intereses. Volvía a Chile a trabajar en cosas propias, con ánimo de desarrollarlas. Me asistía también el deseo de poner a mi único hijo, llegado ya a la edad en que puede hacerse un trabajo fructífero, en contacto personal y diario con las gentes de su país, después de haberse educado, durante los mismos catorce años de mi permanencia en Londres, en Colegios y Universidades de Inglaterra.

Muy equivocados estaban, pues, los que me atribuían designios políticos. Sin embargo, persistieron en achacármelos y en prepararse para cruzarle el camino a quien no pretendía volver a la vida pública. Desde la Convención Presidencial de 1910, en la cual numerosos amigos llevaron mi nombre en sus votos, había rehusado terminantemente los ofrecimientos que en dos ocasiones posteriores, en 1915 y en 1920, se me habían hecho en condiciones muy honrosas para mí. Viven todavía los protagonistas de esas jornadas políticas que pueden confirmar esta afirmación si alguien se atreviese a poner en duda algo que, por lo demás, es de pública notoriedad. No obstante estos antecedentes se me atribuían ambiciones ocultas cuando yo consideraba terminada mi carrera pública. Había entregado al servicio de mi país los mejores años de la vida útil de un hombre. Tenía a la sazón 46 y la había servido 25.

Todo ciudadano tiene, a mi juicio, a guisa de tributo de sangre, una cuota de servicios que llenar en la esfera social que el destino le haya señalado y en la medida que su capacidad y sus medios le permitan. La mía estaba llenada quizás con exceso. Si los ciudadanos por egoísmo o por temor al epíteto de ambiciosos se substrajesen todos a esta obligación, el país caería en manos de los que hacen de la carrera política una profesión lucrativa. Imbuidos en la idea de esta obligación primaria hacia la patria, inculcada en mi conciencia por mis mayores, que también la habían cumplido, había entrado en la vida pública y servido en los puestos que se me habían señalado. Llenada la obligación, me sentía libre para dedicar el resto de la vida activa que el destino me tuviese reservada, a conservar y desarrollar mis propios negocios.

Esta concepción del papel cívico del ciudadano sonaba a demasiado altruista para ser verdadera en los oídos de ciertos políticos de oficio, endurecidos por el ejercicio de la intriga y del engaño habilidoso. Bajo la piel de lanas blancas del manso cordero debía ocultarse necesariamente un lobo negro que, en la primera coyuntura, abriría tamaño el hocico lastimando sus ambiciones con mordeduras venenosas.

Y para precaverse de imaginario peligro comenzaron a susurrarse en los corrillos políticos y en seguida en los círculos de la “giovinezza” (1) militar las especies absurdas de los más siniestros designios. El arma de la calumnia comenzó a esgrimirse sordamente primero abiertamente en seguida, para demoler la primera barrera que defiende el prestigio de un hombre: La respetabilidad.

Poquísimo tiempo después de llegar a Chile me visitó urna persona para ponerme en guardia, pues entre ciertos políticos y ciertos militares se habían hablado ya de la necesidad de alejarme del país.

Mientras no me cupo una actuación pública la campaña fue un tanto vaga y sigilosa. Pero eso duró dos tres semanas. Fue el espacio de tiempo que transcurrió entre mi llegada y el motín militar del 23 de enero de 1925, de cual me ocuparé en el próximo capítulo.

 

Notas.

1. La llamo deliberadamente giovinezza porque se inspiraba un poco en el fascismo.