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Fuentes Bibliográficas
Julio Bañados Espinosa. La Batalla de Rancagua. Sus Antecedentes y sus Consecuencias
Capítulo XV

CAPÍTULO XV
Descripción de la ciudad de Rancagua.- Descripción y número de las trincheras mandadas construir por O’Higgins.- Distribución que éste da a sus tropas y cañones en la plaza.- O’Higgins toma el mando en jefe de la ciudad.- O’Higgins hace colocar banderas negras.- Despliegue de las fuerzas enemigas.- Distribución que Osorio da a sus tropas.- Rodea la ciudad con las cuatro divisiones.

 

La ciudad de Rancagua era en aquel tiempo un villorrio de corto número de habitantes, edificado, a un paso del rumoroso Cachapoal, sobre el valle dilatado y hermosísimo alfombrado de rica y variada vegetación, dividido en su mayor parte en grandes haciendas, cubierto de bosques profundos, encajonados entre montañas de regular altura y unido al de Santiago por la Angostura de Paine. Las casas de adobes, de tabiques o de otro material más ligero aún. En los alrededores y extramuros se empinaban numerosas chozas pajizas en donde vivía mucha gente pobre y menesterosa.

Este fue el lugar escogido por O’Higgins para hacer una defensa memorable y sublime.

La plaza principal de Rancagua mide una cuadra cuadrada de superficie y desembocan en ella cuatro calles en lugar de ocho como sucede en la demás de la República. Tiene la forma de figura geométrica denominada cuadrado que, como se sabe, consta de cuatro lados iguales y de cuatro ángulos rectos. Pues bien, las calles que afluyen a la plaza mencionada, en vez de abrirse entrada en los ángulos de las esquinas, penetran por el centro de las líneas laterales cortándolas perpendicularmente por mitad.

El 20 de septiembre había ordenado O’Higgins construir en las cuatro calles anteriores, pero a una cuadra más adelante de la plaza, trincheras especiales con adobe, barro y maderas, que tenían más o menos un metro de altura y el espesor necesario para resistir proyectiles de poco calibre, no así de cañones de sitio que por felicidad no poseía el ejército invasor. Estas especies de barricadas habían sido levantadas en la pequeña lonja de terreno en donde las primeras calles de atravieso, más inmediatas a la plaza, se cruzan y cortan horizontalmente con las que desembocan en ella. De aquí por qué cada trinchera tenía tres frentes: uno que miraba hacia la prolongación en línea recta de la calle que se unía a la plaza, otro que miraba a la derecha de la calle atravesada, y el tercero a la izquierda del mismo punto.

O’Higgins distribuyó sus doce cañones y  sus tropas de la siguiente manera; la trinchera de la calle de la Merced, al norte de Rancagua, la confió al capitán Santiago Sánchez a cuyas órdenes puso cien soldados y dos cañones; la de la calle de San Francisco, al sur, la puso al mando de los capitanes Antonio Millán y Manuel Astorga con doscientos hombres y tres cañones; la de la calle de Cuadra, al oeste, la entregó al capitán Francisco Molina con dos cañones y ciento cincuenta patriotas; y la de la calle del este fue dada al capitán Hilario Vial con otros dos cañones y cien infantes. En la plaza se colocó el resto de las fuerzas y la caballería mandada por Ramón Freire y el capitán Rafael Anguita, a fin de acudir al punto más amagado o más en peligro (1).

Para proteger las obras de defensa de la ciudad e impedir que el enemigo atacase por las calles circunvecinas, desparramó por sobre los tejados y tapias de las casas y sitios cercanas a las trincheras, numerosos fusileros encargados de dar fuego de manpuesto y hacer imposible los asaltos con éxito.

En varios edificios hizo perforar las murallas y abrir troneras en los tabiques, colocando en los huecos intrépidos guerrilleros que tenían la misión de secundar la defensa general de la ciudad.

O’Higgins, por su parte, espada desnuda y a caballo, esperaba la hora del ataque rodeado de sus ayudantes Astorga, Flores y Urrutia (2).

A las nueve de la mañana del sábado 1º de octubre la defensa de Rancagua estaba organizada.

Hasta ahora hemos visto que era O’Higgins quien daba las disposiciones del combate, siendo que Juan José Carrera era jefe más antiguo y en consecuencia le tocaba por la ordenanza el mando supremo del ejército. Sin embargo lo que pasó fue que al entrar con su división a Rancagua, Juan José se dirigió a O’Higgins y le dijo:

- General y amigo: Ud. tiene toda la fuerza a su mando, pues, aunque no tengo órdenes para entregarle mi división, considero que Ud. le dará la dirección acertada que siempre acostumbra y porque sé que mis granaderos lo han de seguir a Ud, a donde quiera guiarlos (3).

Juan Thomas en sus bellos y muy interesantes Apuntes pinta así la distribución y los preparativos de la defensa: “De los doce cañones que poseen ambas divisiones, coloca dos en cada trinchera y los restantes los deja en la plaza (esto es una equivocación manifiesta) de respeto, así como el parque y reserva de infantería. Corona las torres de las iglesias y los tejados de las casas anexas a las trincheras, con pelotones de fusileros y destaca otra parte de la infantería a la protección de los cañones detrás de los parapetos; asigna a cada trinchera sus jefes, encomendando la de la calle del sur formada junto a la iglesia de San Francisco a los capitanes Astorga y Millán; la opuesta del norte al capitán Sánchez; la del este al capitán Vial; y la del oeste al capitán Molina. Sitúa la caballería en unos corrales espaciosos al mando de los capitanes Freire y Anguita, y él mismo toma su puesto en la sala del Cabildo, con sus ayudantes Astorga, Urrutia y Flores”.

O’Higgins, por más ilusiones que se formara del valor de los suyos y de un auxilio de la 3ª división, no pudo menos de comprender que Rancagua, dado el número de los enemigos y la dispersión de las milicias de Portus, era, en lugar de una prenda de victoria, una tumba grande como su heroísmo e inmensa como su amor a la patria.

Por eso hizo poner en las banderas más visibles que flameaban en las torres y trincheras de la ciudad, negros crespones en señal de que ni daba ni recibía cuartel. Aquellos emblemas de color de la noche, más parecían adornos de un funeral. Eran a la vez, un reto desesperado al enemigo y el triste luto que con anticipación ponían los hijos a la madre patria antes de morir cubiertos de glorias inmortales entre las ruinas y el incendio de Rancagua.

El miedo no cabía en O’Higgins. No esquivó el mando, lo aceptó gozoso porque ya había tomado la resolución inquebrantable de vencer o morir. Y esta resolución no era hija de un arrebato del momento: era la consecuencia lógica de aquella alma que en los peligros parecía recibir de los cielos sublimes inspiraciones y de aquel soldado que en medio del fuego y del bullicio del combate sentía crecer sus facultades, ensancharse la vida, dilatarse el corazón. O’Higgins, como el mar, era imponente cuando las tormentas se desencadenaban sobre él.

Antes que la batalla empezara, el héroe de Rancagua subió a la alta torre de la iglesia de la Merced, desde la cual se dominaba el campamento español y a la vez se divisaba allá en lontananza los vivac de la 3ª división, a fin de penetrarse del plan de ataque de los realistas y de seguir los movimientos de José Miguel Carrera en el caso que viniese a socorrer a la plaza. Devoraba el espacio con sus miradas y observaba las maniobras del enemigo con la estoica calma de un valiente y con la impasible serenidad de espíritu que debe tener un jefe en los peligros. Impuesto de los propósitos de su adversario, bajó de la torre, dejó de vigía en ella a un oficial y subiendo de nuevo a caballo arregló las últimas disposiciones. Los subalternos de O’Higgins, entusiasmados con la voluntad del jefe, esperaban ansiosos la hora de morir por la libertad e independencia del país que los vio nacer.

¿Qué hace entretanto Osorio?

Lanza sus cuatro divisiones sobre las cuatro calles que dan a la plaza, coloca parte de sus caballerías a las órdenes de Elorreaga y Quintanilla en la cañada de Rancagua, y él con su estado mayor se sitúa en una casa del lado sur de la población, fuera de todo peligro. Elorreaga tenía la misión de impedir con sus escuadrones las comunicaciones de la plaza sitiada con la capital y de estar alerta a cualquier movimiento sospechoso que hiciese la 3ª división.

Las fuerzas realistas fueron distribuidas de este modo:

A Maroto, Velasco y Barañao con los Talaveras, el Real de Lima, los Húsares de la Concordia y seis cañones, que hacían un total de novecientos hombres, se les confió el ataque de la trinchera que defendía la calle de San Francisco. Como antes hemos dicho los patriotas tenían en este punto a los capitanes Millán y Astorga con doscientos defensores y tres piezas de artillería.

Lantaño y Carvallo a la cabeza de mil dos infantes de los batallones Valdivia y Chillán y además cuatro cañones, penetraron por la calle de la Merced a batir al capitán patriota Sánchez con sus cien rifleros y dos piezas de artillería.

Montoya con las mil cincuenta plazas de los dos batallones de Chiloé y cuatro cañones se prepara para asaltar la trinchera que cierra el paso de la calle de Cuadra al oriente y que está a cargo del capitán Molina con ciento cincuenta patriotas y dos piezas de artillería.

En fin el coronel Ballesteros, con cuatro cañones y los batallones Concepción y voluntarios de Castro que sumaban mil cuatrocientos soldados, rompió su marcha en dirección a la calle del oriente cuya barricada estaba defendida por el capitán Hilario Vial con dos piezas y cien infantes.

 

Notas.

1. En esta distribución he seguido al señor Barros Arana, porque él la ha tomado de los datos de viva voz que le dieron Antonio Millán, Maruri, Freire y otros oficiales salvados de la batalla. En la Memoria atribuída a O´Higgins, se describe la distribución de las tropas de la siguiente manera:

“Una división de trescientos infantes con cuatro piezas de artillería puso (O´Higgins) al frente de la calle de San Francisco a una cuadra de la plaza mayor, al mando del capitán Manuel Astorga. Doscientos hombres con dos cañones colocó al lado opuesto en la boca-calle de la Merced a las órdenes del capitán don Santiago Sánchez. Cien infantes con otras dos piezas de artillería colocó en la boca-calle del oriente al mando del capitán don Hilarión Vial; y otras dos piezas con ciento cincuenta hombres destacó al occidente de la plaza al mando del capitán don Francisco Molina y el resto de las divisiones quedó en la plaza mayor, de reserva”.

2. El valor y la serenidad de O’Higgins en la batalla es proverbial. San Martín hablando del coraje de este jefe, desde Francia en carta particular decía:

 “O’Higgins tenía el valor del cigarrito, esto es, era capaz en medio de un combate, cuando las balas llevaban la muerte a todos lados, de preparar su cigarro y de fumarlo con tanta serenidad como si estuviera en su habitación, enteramente libre de temor”.

Su émulo, José Miguel Carrera, había también dicho de O’Higgins en el parte oficial del combate del Roble, que era “un soldado capaz en sí solo de reconcentrar y unir heroicamente el mérito de las glorias y triunfos del Estado chileno”.

3. Palabras puestas en los apuntes atribuidos al mismo O’Higgins.

Según Juan Thomas, las que dijo Juan José Carrera al jefe de la 1ª división fueron:

- “Aunque yo soy brigadier más antiguo, Ud. es el que manda”.

El señor Barros Arana, refiriéndose a este incidente, dice:

“El brigadier Carrera, sea por un acto de deferencia por el jefe de vanguardia, o, lo que es más probable, porque no se hallaba con ánimo para dirigir la resistencia, cedió a O’Higgins la parte que le correspondía en el mando de las tropas”.