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Fuentes Bibliográficas
Julio Bañados Espinosa. La Batalla de Rancagua. Sus Antecedentes y sus Consecuencias
Capítulo I

CAPÍTULO PRIMERO
Primeras operaciones de la Revolución.- Sitio de Chillán.- Destitución de José Miguel Carrera del mando del ejército patriota y nombramiento de Bernardo O’Higgins.- Desembarco de Gabino Gaínza.- Juan Mackenna se atrinchera en Membrillar.- Lentitud de O´Higgins y causas de ella.- Batalla del Membrillar.- Combate del Quilo.- Unión de O’Higgins  y Mackenna.- Paso del Maule.- Defensa de Quechereguas.- Estado de la revolución en la América española.- Llegada a Chile del Comodoro Hillyar.

 

El 18 de setiembre de 1810 Chile formó la primera Junta Nacional y entró en el camino de la revolución, rompiendo así con el gobierno español.

Cuando Abascal, virrey del Perú, tuvo conocimiento de los propósitos que animaban a los caudillos de este país y cuando vio que el movimiento entrañaba un gran peligro para la causa del monarca, envió con presteza al general Pareja con la orden de ahogar en su cuna la sublevación y de castigar con severidad a los rebeldes.

Después de los combates de Cancha Rayada y San Carlos, los realistas fueron obligados por los insurgentes a encerrarse y fortificarse en la ciudad de Chillán. En el curso de las operaciones militares de la campaña, agobiado por crueles y amargas decepciones y por dolorosa enfermedad, sucumbió Pareja, sucediéndole en el mando el tenaz y porfiado capitán Juan Francisco Sánchez.

Los patriotas, dirigidos por José Miguel Carrera, apoderados de Concepción y Talcahuano, pusieron sitio a Chillán, que estaba hábilmente defendida con trincheras y empalizadas, el 8 de julio de 1813.

El sitio se abrió en el rigor del invierno. Los patriotas establecieron su campamento a la intemperie, sin más techumbre que los cielos, recibiendo de frente las lluvias torrenciales, el rocío de las noches y los vientos helados de la cordillera. Tenían que batirse, emprender asaltos y resistirlos a su vez, sumidos en el barro y en anchas pozas de agua que cubrían la tierra a causa de las lluvias. A pesar del hambre, del frío y de las resistencias de la naturaleza, los insurgentes se batían mañana y tarde, dormían con el arma en el brazo y el lanzafuego encendido a los pies de los cañones. La situación llegó a ser desesperante. No hay colores bastantes vivos para pintar aquel cuadro de horror.

A la naturaleza se agregó la fatalidad. Un proyectil enemigo cayó en uno de los parques del ejército sitiador e hizo volar las últimas municiones con que se contaba para seguir el bombardeo de la plaza. Inútiles fueron los viriles esfuerzos de Carrera, O’Higgins y Mackenna. El 7 de agosto, la irresistible fuerza de los acontecimientos hizo que los patriotas levantaran el sitio, y que, diezmados, sin caballos, abatidos por las inclemencias del tiempo, pero con el alma entera, se replegaran a Concepción.

Este sitio verdaderamente desastroso para la patria, comprometió el prestigio de José Miguel Carrera a los ojos de los oficiales y sobre todo en la capital en donde se diseñaron disgustos que luego se tradujeron en cambios y medidas de alta trascendencia para la marcha de los acontecimientos. En Santiago llegó a tal extremo la oposición contra Carrera, que se acordó que la Junta de Gobierno, compuesta de los esclarecidos patriotas José Miguel Infante, José Ignacio Cienfuegos Agustín Eyzaguirre, se trasladase a Talca con plenos poderes para dar nueva organización al ejército y vigoroso impulso a la campaña. Los actos de la Junta eran inspirados por el enérgico revolucionario José Miguel Infante, cuyo carácter inquebrantable, cuyo corazón ardiente y pasiones vigorosas, lo arrastraban a obrar con valor y audacia.

Apenas la junta se persuadió que podía contar con oficiales y soldados en número bastante para vencer las resistencias que pudiera oponer Carrera, envió a éste el 9 de noviembre de 1813 una larga nota que concluía exigiéndole la renuncia de su puesto de general en jefe. Más tarde, viendo la Junta que Carrera vacilaba y aun pensaba resistir las órdenes superiores, no trepidó en dar, el 27 del mismo mes y año, cuatro decretos por los cuales destituía de sus cargos respectivos a los tres hermanos Carrera y nombraba en lugar de ellos a personas que le inspiraban plena confianza. Fue designado para general en jefe, don Bernardo O’Higgins que con tanta bravura y modestia se había batido en el sitio de Chillán y en diversas campañas a la frontera araucana. El 1º de febrero de 1814, don José Miguel Carrera entregó el mando del ejército a su sucesor.

Un día antes, el 31 de enero, había desembarcado en el puerto de Arauco el brigadier español don Gabino Gaínza que venía del Perú en reemplazo de Pareja, trayendo consigo víveres, armas y municiones en abundancia. Apenas puso pie en tierra, procedió a agitar con energía las operaciones de la campaña, se incorporó a las tropas de Sánchez, se hizo reconocer como jefe del ejército con solemnidad, se puso al habla con los mejores oficiales para penetrarse de la situación de los beligerantes, mandó organizar guerrillas a los intrépidos Ildefonso Elorreaga y Manuel Barañao, y dio las órdenes necesarias para romper las hostilidades.

O’Higgins, tomado el mando y sabido el desembarco de Gaínza, desplegó los recursos de su gran voluntad y patriotismo a fin de organizar sus soldados profundamente abatidos con el sitio de Chillán y divididos con el cambio reciente de jefes. El ejército patriota estaba distribuido en dos partes, la una en Concepción con O’Higgins y la otra en Quirihue a las órdenes de Juan Mackenna.

El secreto de la victoria estaba en la unión de ambas divisiones, circunstancia que no se escapó a la mirada escrutadora de Mackenna ni al ojo de experto soldado de O’Higgins. Gaínza comprendió también que el secreto del triunfo de las armas realistas estaba en batir en fracciones a los patriotas.

Concebir el plan y proceder, fue algo simultáneo en el jefe español. Al efecto, desparrama ágiles guerrillas en la extensa zona que separa las divisiones patriotas y, dejando cubierta su retaguardia, avanza contra Mackenna. Este experimentado oficial, luego que supo los propósitos de Gaínza, abandonó a Quirihue y acampó en el Membrillar, punto estratégico muy bien escogido y que Mackenna atrincheró de un modo admirable. Fortificado allí por la naturaleza y el arte, dirigió repetidas notas a O’Higgins, su superior e íntimo amigo, exigiendo de él la pronta movilización de sus tropas para que así ambas divisiones se unieran antes que Gaínza las destrozara en detalle.

O’Higgins, que estaba en perfecto acuerdo con Mackenna en cuanto a la rápida concentración de los patriotas, no podía levantar su campamento con la presteza deseada por carecer de caballos, municiones, víveres y medios que le permitiesen lanzarse en socorro de su subalterno en peligro. Sin embargo, haciendo heroicos sacrificios y esfuerzos sobrehumanos, dejó 200 hombres en Concepción y marchó a reunirse con Mackenna.

La marcha fue muy penosa al través de campos recorridos sin cesar y en todas direcciones por las guerrillas y montoneras enemigas. Después de sobrellevar con paciencia mil amarguras y contratiempos, de resistir con evangélica resignación los rigores de una naturaleza que parecía haber firmado pacto de alianza con los realistas y de vencer los golpes de mano y las celadas que le tendían los españoles, pudo llegar el 19 de marzo a las escabrosas alturas de Ranquil y derrotar el mismo día en Quilo a una gruesa partida de 400 soldados que al mando de Manuel Barañao estaban encargados de impedir la unión de los patriotas.

La lentitud en los movimientos de la división de O’Higgins, ha sido criticada con dureza por el hábil historiador don Benjamín Vicuña Mackenna, tanto en la Vida del general Mackenna, como en la Vida del Capitán General de Chile don Bernardo O’Higgins y en las notas que el año 1867 puso a la Memoria que, con el título de Primeras Campañas de la Guerra de la Independencia de Chile, presentó a la Universidad don Diego José Benavente.

En la Vida del General Mackenna, el señor Vicuña llega a decir estas palabras respecto de O’Higgins:

“La confusión, la flojedad, la contradicción aún y una irresolución extraña en sus disposiciones, eran la causa de su demora, que iba a perder el país si la Providencia no hubiese inspirado a Mackenna, en los momentos en que debió sucumbir, una calma heroica, y a sus soldados el denuedo de la desesperación”.

Para ensalzar la conducta de Mackenna en la gloriosa defensa del Membrillar, no hay necesidad de reprochar tan acerbamente a O’Higgins.

El sucesor de Carrera tuvo razones muy poderosas para no acudir al llamado de su compañero de armas y amigo con la rapidez que se lo pedían sus propios deseos y su patriotismo. Que alimentaba idea de obrar con más ligereza, lo demuestran las cartas citadas por el mismo señor Vicuña y escritas más con el vivo anhelo del alma que con la pluma.

¿Por qué entonces no ejecutaba sus planes y realizaba sus aspiraciones?

Porque su ejército estaba en el peor estado de disciplina, de moralidad y de falta de recursos que imaginar se puede. Las penurias del sitio de Chillán primero y las disensiones que nacieron con el cambio de jefes después, lo habían reducido a una situación por demás precaria y en consecuencia o imposibilitaban para abrir una campaña difícil, en medio de las inclemencias del tiempo y contra un enemigo más o menos fuerte y organizado.

Don Claudio Gay, en el Tomo VI de su Historia Física y Política de Chile, hablando de la situación del ejército de O’Higgins, dice:

“Su marcha fue tan lenta como penosa. Muchos soldados de caballería estaban desmontados desde la derrota de Hualpén, los víveres eran tan escasos que los soldados se mantenían con uvas, que merodeaban en los campos inmediatos”.

Pero démosle la palabra al Mayor General de la división de O’Higgins, don Francisco Calderón, que como protagonista, es el mejor juez sobre la materia. En una nota de su Diario de las ocurrencias del ejército de la Patria que da principio el 14 de marzo de 1814, pieza histórica notable que permaneció manuscrita en poder de don Diego Barros Arana hasta que éste la publicó en el número 79 de El País, periódico que dirigía el mencionado historiador el año 1857, que dice:

“Nada se ha dicho del estado en que salió el ejército de Concepción. El ejército desnudo, las armas en muy mal estado, sin plata, víveres ni auxilios, escasos de todo, y la tierra que pisábamos enemiga, porque la poseía el godo: así fue que nos habilitábamos con las bayonetas, marchábamos con cuanto pillábamos. Se amansaban yeguas, potros y hasta burros con lo que nos habilitábamos”.

O’Higgins, por su parte, en la Memoria sobre los principales sucesos de la Revolución de Chile, que está manuscrita en la Biblioteca Nacional y cuya redacción es atribuía a él, a la letra dice:

“Esta poca tropa (la de Concepción) estaba tan inmoral como indisciplinada, sin armamento, desnuda y entregada a sí misma, la caja militar y la del tesoro no tenían un peso ni arbitrios de donde sacarlo, los oficiales divididos en facciones, los pueblos exasperados y reducida Concepción a una Babilonia inentendible”. (1)

Conocido esto: ¿hay derecho y justicia para lanzar sobre la memoria de O’Higgins, siquiera la duda, de que no tuvo la pericia y voluntad suficientes para comprender la necesidad de unirse con Mackenna y de que pudo tener “una irresolución extraña en sus disposiciones”?

No, mil veces no.

El hecho es que como pudo y sobrellevando dificultades enormes y, para otro jefe de menos coraje y patriotismo, insubsanables, llegó a Ranquíl y se cubrió de laureles en Quilo.

Gaínza, al siguiente día de estos últimos sucesos, es decir, el 20 de marzo, cargó con bríos y desesperación a Mackenna que bizarramente se defendió con un puñado de valientes en los reductos del Membrillar. Este lugar, escogido con talento y atrincherado con arte, permitió a los patriotas equilibrar en parte la desigualdad que tenían en el armamento y el número de combatientes respecto de los realistas. Mackenna en persona construyó las barricadas y distribuyó los pocos cañones y soldados que había a sus órdenes.

En este asalto que duró cuatro horas fue derrotado Gaínza por el valor y habilidad estratégica de Mackenna.

El 22 del mismo mes, O’Higgins, unidos los ejércitos patriotas, pudo felicitar personalmente al vencedor del Membrillar.

Chile estaba salvado sólo en parte.

Gaínza no se arredró con los últimos desastres. Con audacia superior a su carácter y al temple de su alma, concibió un proyecto que sin duda se lo inspiraron los avezados capitanes que militaban a sus órdenes. Se propuso concentrar sus tropas y, en seguida, a marchas forzadas dirigirse a la capital que estaba desguarnecida, para dar así un golpe mortal en el corazón mismo de la revolución.

O’Higgins comprendió con facilidad las intenciones del enemigo y resolvió, como era de esperarlo, impedir que Gaínza llevase a cabo el plan, cualquiera que fuera los obstáculos que hubiera que vencer, cualquiera los sacrificios que se tuviera que soportar y cualquiera los combates que hubiera necesidad de resistir. La cuestión era de vida o muerte para el país.

Casi a un tiempo realistas y patriotas levantan sus campamentos y vuelan con dirección al caudaloso Maule a fin de cruzarlo lo antes posible, burlando el más diestro al que por su poca actividad quedase a retaguardia.

Los ejércitos marchaban como en dos líneas paralelas, desplegando los oficiales de ambos una cautela, un sigilo y una constancia propias de la empresa que llevaban entre manos. Se reposaba lo muy necesario. En las noches, los centinelas y las avanzadas sondeaban el horizonte y tenían el oído atento a cualquier ruido sospechoso que en sus alas trajese el viento. Los infantes dormían arma al brazo, los artilleros con el lanza-fuego encendido y los soldados de caballería al pie de sus cabalgaduras.

En un mismo día y a una misma hora llegaron a las márgenes del río disputado y lo cruzaron, los realistas en cómodas embarcaciones y los patriotas con el agua hasta el pecho.

Al amanecer del 4 de abril se encontraron los dos ejércitos en la orilla opuesta. La victoria era del más activo. Comprendiéndolo así O’Higgins, siguió a paso redoblado su marcha al norte, venció en el encuentro de Tres Montes una partida realista, atravesó a tiro de pistola de las guerrillas enemigas el río Claro y, aventajando en táctica y rapidez a Gaínza, acampó en la hacienda de Quechereguas. Allí dio descanso y buen alojamiento a sus tropas mortificadas con tantas evoluciones y contratiempos.

Sólo en a mañana del 8 de abril se presentó Gaínza con miras hostiles, guiado por la resolución de obtener por la fuerza de las armas lo que no pudo ganar con ágiles movimientos. La empresa no era tan hacedera. Los patriotas estaban fuertemente atrincherados en las casas de la hacienda. Debido a esto y sobre todo el valor de los defensores, los asaltos emprendidos por los realistas ese día y el siguiente fueron infructuosos, al extremo de haber experimentado una completa derrota que contribuyó a desmoralizarlos. Gaínza, perdidas sus esperanzas de victoria, evaporadas sus ilusiones y sus sueños militares, despechado con tantos desastres e infortunios: concentró su ejército, reunió las fuerzas disponibles y, triste, sombrío, sintiendo en el alma el escozor de amargas decepciones y divisando en la cima de sus proyectos de reconquista tan sólo negro caos, se dirigió a Talca a fin de encerrarse allí y entregarse a las veleidades del destino.

Al pasar revista a sus tropas, notó con viva sorpresa que el descontento no tenía límites, que los últimos combates las habían casi aniquilado, que en la caja militar no existía dinero para pagar los sueldos, que los víveres estaban escasos y que la mayor parte de los soldados ansiaban volverse al seno tranquilo de sus hogares. Aquellos hombres, arrancados de los brazos de sus familias y de las chozas queridas con falaces promesas, sentían en el corazón los desgarradores efectos de una verdadera nostalgia.

El ejército patriota, por el contrario, había recibido de la capital el auxilio de una división mandada por Santiago Carrera y una buena cantidad de provisiones de boca y de guerra. Había en él más moralidad y entusiasmo que en sus adversarios.

Pero, si es cierto que la situación de nuestros soldados era hasta cierto punto lisonjera, en cambio, en el horizonte político de la Europa y de la América se diseñaban graves acontecimientos que eran un peligro para Chile y una amenaza para su libertad e independencia. En el diáfano cielo de las esperanzas y triunfos de los patriotas, se dibujaban a lo lejos pequeños puntos negros y fugaces nubecillas, precursores de la tempestad.

En efecto, los ingleses y los españoles que se habían aliado con el propósito de expulsar de la Península a los franceses, habían obtenido sobre las tropas de Napoleón I dos espléndidas victorias en los Pirineos y en Vitoria. Estos sucesos hacían esperar con fundamento una próxima restauración de Fernando VII, quien al empuñar de nuevo su cetro de hierro, enviaría a Chile expediciones capaces de apagar hasta la última chispa de insurrección y capaces de encadenar hasta el último patriota que alimentase entre las ilusiones más queridas las nobles ideas que entrañan las palabras libertad e independencia.

En América sucedían hechos de no menos trascendencia. El león ibero no soltaba su presa. Los argentinos habían sido derrotados en Vilcapugio y Ayouma; la infortunada Venezuela había sido reconquistada a sangre y fuego; el virrey del Perú, con las victorias que Pezuela obtuvo contra las tropas mandadas por Belgrano, podía sin peligro organizar otra expedición que viniera a Chile a sofocar la rebelión deshojando así las esperanzas que como esmaltadas flores habían brotado en el alma de los patriotas.

A pesar de esto, O’Higgins organizaba sus soldados para lanzarse a Talca y atacar a Gaínza hasta en sus últimos atrincheramientos.

Pero de repente, en medio de sus preparativos, tuvo que suspender sus movimientos a causa de una orden expresa recibida del gobierno de la capital.

¿Qué podía detener nuestras bayonetas que, inclinadas hacia el sur, esperaban ansiosas la hora del combate y de la victoria?

 

Notas:

1. Creemos la utilidad citar todavía la nota que envió O’Higgins desde concepción el 3 de febrero de 1814, el mismo día que tomo los inventarios del ejército a Mackenna, dándole cuenta del estado de las tropas: “Con esta fecha noticio al Exmo. Gobierno Supremo del Estado, mi llegada a esta ciudad el día de ayer a las seis y medía de la tarde e igualmente quedar recibido en las divisiones de este ejército por general en jefe del Restaurador, en virtud de la orden dada el día 1º cuya copia dirigí a Ud. desde a Planchada de Penco; asimismo detallo en globo el lamentable estado de estas tropas, su desnudez y créditos pendientes a su favor. Los ningunos víveres para su subsistencia escasez de caballada para entrar en acción y últimamente el desagradable aspecto que de este conjunto resulta. Ello es que si no se socorren con mano franca estas urgentes necesidades, el ejército se destruye y el pueblo perece. Mi honor queda comprometido y de sus funestas consecuencias no podré ser responsable: todo lo que noticio a US. para que continuando sus sacrificios en servicio de la patria, active con su notorio celo las diligencias a fin de que tenga efecto a la mayor brevedad la remisión de caballos, vacas, víveres, dinero y vestuario, pues el pequeño número que de los citados artículos conduje, sabe Ud. muy bien es reducido al consumo de pocos días. Sin estos auxilios nada se puede avanzar sobre las operaciones militares contra el enemigo ni menos poner a las tropas en el indispensable y esencial requisito de una ciega subordinación cortando al mismo tiempo la raíz infecta de los demás vicios que son consiguientes y de que se hallan corrompidos hasta lo sumo.

Dios guarde, etc.- Concepción, febrero 3 de 1814.- Bernardo O’Higgins.- Al señor general de la división auxiliadora señor Juan Mackenna”.