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La Aurora de Chile
Número 8. Jueves, 4 de Marzo de 1813. Tomo II.
Especies finas. Extracto de la obra intitulada "Vindiciae contra tiranos", por Esteban Junio Bruto, año 1581. Extracto de la obra indicada. (Continúa en Tomo II, Nº 9, Jueves 11 de Marzo de 1813).

Advertencia.

Esta es una de las obras más interesantes y raras el siglo XVI, por la valentía de las ideas y principios. Es la producción de un republicano que habla de los príncipes como se hablaba en Roma después de la expulsión de los Tarquinos. Su fin es establecer un sistema contrario a los principios perniciosos, y a las máximas ponzoñosas de Maquiavelo.

"La impostura y la adulación, auxiliares de los intentos ambiciosos, hicieron creer a los pueblos ignorantes e incautos que la autoridad de los príncipes no emanaba de la libre voluntad de los vasallos, y que, como si fuesen de una superior y particular naturaleza, habían sido puestos sobre los demás a manera de pastores sobre rebaños de brutos. Este error, indigno de la especie humana, está en contradicción con la naturaleza, y con el testimonio de la historia.

Respecto a que ningún hombre ha nacido hasta ahora con la corona en la cabeza, ni con el cetro en la mano; que nadie puede hacerse rey a sí mismo, ni reinar sin pueblo; y que al contrario, el pueblo puede existir, y en efecto ha existido en mil partes y por larga serie de años antes de los reyes, y sin ellos; es claro que todos los reyes fueron originariamente establecidos y constituidos por los pueblos. Y si el derecho de elección libre parece aniquilado en algunas partes por los hijos de los reyes, aún dura en todas la costumbre de que los hijos no suceden a los padres sin ser antes reconocidos sus herederos, y recibiendo el cetro de las manos de los primeros próceres del reino, que representan la majestad de la nación. Hallamos las huellas de esta institución en Francia, Inglaterra, etc., en donde los reyes se ponen en posesión de su empleo por las asambleas generales, por los pares, los grandes señores, que allí representan al pueblo. Los emperadores de Alemania se eligen por los electores, y los reyes de Polonia por los palatinos.

Pero para que no nos induzca en error la serie no interrumpida de elecciones en ciertas familias, advirtamos que los estados o asambleas generales de estos reinos han, a veces, preferido un pariente al hijo, y el menor al mayor. Así, en Francia Luis fue preferido a su hermano Roberto, Conde de Evreux, y Enrique a Roberto, nieto de Capeto. Aún más, el pueblo ha hecho por su propia autoridad pasar el trono de una familia a otra, a pesar de que vivían los herederos legítimos: así pasó el trono de la casa de Meroué a la de Carlomagno, y de la de éste a la de Capeto; lo que igualmente sucedió en otros reinos. Mas para no salir de la Francia, donde la sucesión está más en crédito, Pharamondo fue electo el 419; Pepin en 751; y los hijos de Pepin en 768, sin atender a sus padres. Después de la muerte de Carloman, en 771, Carlomagno no entró en posesión de la parte del reino que parecía tocarle por derecho de sucesión, sino que solicitó antes el consentimiento del pueblo y de los Estados Generales. Luis, hijo de Carlomagno, fue electo por el pueblo en 812, habiéndole rogado aquel en su testamento que eligiese a uno de sus hijos.

Además de esto hay una infinidad de pueblos que viven sin reyes; mas no puede imaginarse un rey sin pueblo; y no ha sido por ser más bellos, ni mejor constituidos que los otros hombres, o por ser de una naturaleza más excelente, que se elevaron algunos a la potestad real como pastores sobre rebaño de bestias, sino que el pueblo los exaltó para hacerlos depositarios de su poder, de suerte que ellos brillan con un esplendor prestado. La antigua usanza de los franceses de saludar rey al que ellos habían elegido, nos presenta una imagen sensible de todo lo expuesto. En los casos en que el pueblo se separa del rey, desaparece toda su potestad, y no es más que un simple ciudadano. Así se vio en Corinto al tirano de Sicilia servir el empleo de pedante, después de su expulsión del trono.

Si el príncipe es establecido por el pueblo y para el pueblo, es evidente que el pueblo es superior al príncipe. Sería cosa bien ridícula creer que el mundo entero hubiese sido creado para unos cuantos hombres, a las veces más ineptos que los demás; y la razón persuade que el que hace, nombra y constituye, sea superior al nombrado y constituido. El dueño de un bajel le nombra un piloto para que dirija su marcha, y no se despedace contra los escollos; todos los que sirven en el bajel le obedecen, y con todo, el piloto no es más que un hombre que sirve al dueño del buque, y sólo se diferencia de los marineros en ser un empleado más distinguido. En una república, que comúnmente se compara a un bajel, el rey ocupa el lugar del piloto, el pueblo es el dueño del vagel, él obedece a su piloto mientras conserva la seguridad pública, aunque este piloto no sea más que el primer oficial del pueblo, encargado a las veces de nombrar otros oficiales.

Lo que se ha dicho del pueblo considerado en masa, debe entenderse de los que legítimamente lo representan, los cuales se llaman comúnmente grandes oficiales del Estado, de la corona, del reino, etc., y no oficiales, o domésticos del rey: estos reciben la autoridad de su amo, aquellos del pueblo, a lo menos originariamente; éstos, lo mismo que el rey, dependen de la soberanía del pueblo, y deben cuidar de que sus derechos se conserven; y aunque cada uno de ellos sea inferior al rey, todos juntos le son superiores. Todas estas aserciones las iré demostrando.

A proporción que se extienden los límites y relaciones de los estados, es necesario que se varíe el orden de las cosas. Sigamos este orden desde el gobierno patriarcal. Ephron no procede a conceder el derecho de sepultura a Abraham sin el consentimiento del pueblo, sobre el cual reinaba. Hémor, rey de Sichen, no hace alianza con el mismo Abraham sin este consentimiento, porque siempre los negocios de importancia se trataban en asambleas populares. Pero cuando se dilatan los límites de los imperios, siendo ya imposible la reunión del pueblo en un mismo lugar por la confusión que resultaría, se establecieron oficiales o representantes, cuya función era velar sobre los derechos populares, mas con la condición de convocar al pueblo en los casos extraordinarios, sea en la totalidad, sea por medio de los padres de familias, etc. Así, en el reino de Israel el rey tenía sus empleados domésticos y militares, pero el pueblo tenía sus oficiales, o representantes, a saber, los ancianos del pueblo en número de 71, y los jefes o cabezas de las tribus, que velaban sobre los negocios públicos en paz y en guerra. A más de esto, cada ciudad tenía sus magistrados, que se congregaban en Junta General para deliberar en los casos de gran importancia, por mejor decir, sin ellos no se tomaban resoluciones que afectasen a toda la nación. Así David reúne a todos estos grandes oficiales para revestir a Salomón de la majestad real, para aprobar la policía que había establecido, y como estos oficiales representaban a todo el pueblo, dice la sagrada historia, en tales ocasiones, que el pueblo se había congregado. Estos mismos oficiales no consintieron que se diese muerte a Jonathas, aunque había sido sentenciado por el rey. Aún parece que estos oficiales reunidos tenían sobre el rey el mismo poder judiciario que tenía el rey sobre cada uno de ellos, como se advierte por la autoridad que ejerció el Consejo de los Ancianos de Jerusalén después de la división del reino originada del orgullo de Roboam.

En Esparta se apelaba a los Ephoros de las sentencias del Rey, y aún, según Aristóteles, los Ephoros juzgaban al rey. En Egipto el pueblo elegía los ministros del rey; y dice Aristóteles que los gobiernos, que no tienen representantes y oficiales del pueblo, son bárbaros y próximos a la tiranía. Todos saben cuáles eran esta en parte los derechos del pueblo romano: aún después de la ruina de la forma republicana, el senado declaró enemigo del Estado al Emperador Maximino, y creó Emperador a Máximo y Albino, y el ejército prestó juramento de fidelidad al pueblo, al Senado, y al Emperador.

Descendamos a las monarquías modernas. Estas se dividen en electivas y hereditarias. En Alemania, donde se confiere por elección el imperio, hay electores, príncipes seculares y eclesiásticos, condes, barones, ciudades imperiales, que tienen sus diputados, y como todas estas personas públicas velan en particular sobre el bien del pueblo, representan reunidas la majestad del imperio, y cuidan entonces de que el Estado no sufra daño o violencia ni de los atentados de los príncipes de aquella gran confederación, ni de las pasiones de la cabeza del cuerpo germánico. Por este motivo, el imperio y el Emperador tienen aparte sus oficiales, y el imperio goza de una preeminencia tan auténtica, que el Emperador rinde homenaje al imperio. En Polonia los palatinos, los obispos, la nobleza, los diputados de las ciudades, son los oficiales del Estado; ellos hacen las leyes, y deciden sobre la paz y la guerra. Si se preguntase en Polonia si el Rey era superior o inferior al pueblo representado por los palatinos, señores, etc., fuera lo mismo que preguntar en Venecia si era mayor el Dogo o la república.

El mismo orden se observó en los reinos hereditarios, aún en aquellos en que después creció inmensamente la potestad ejecutiva. En Francia la asamblea de los tres estados nombraba los mariscales, al almirante, etc., que prestaban juramento de defender la república. La asamblea de los tres estados, congregada antes anualmente, decretaba como soberana, y sus sanciones eran inviolables. En ella se juzgaba a los reyes convencidos de tiranía, o de negligencia, y se les deponía de su dignidad; en ella se declaraban a veces los hijos del rey inhábiles a la sucesión. La ley de sucesión hecha en favor de ellos, era destruida por la misma autoridad que la había sancionado, lo que prueba que la sucesión se toleraba para evitar la intriga y las guerras civiles. Pero cuando la sucesión traía males más perniciosos, entonces la asamblea hacía valer su autoridad en nombre del pueblo, que representaba, y ponía en el trono a quien más convenía.

Los reinos de España, y principalmente los de Aragón, Valencia, Cataluña, se gobernaban por los mismos principios. Los grandes de Aragón decían al Rey en su consagración y en las Cortes: "Nosotros, que valemos tanto como vos, y podemos más que vos, os elegimos rey con estas y estas condiciones, etc.”. Las Cortes de Aragón anulaban a veces los mandatos reales, y no se imponían contribuciones sin su consentimiento. Lo mismo sucedía en Escocia y en Inglaterra, donde el parlamento es sobre el Rey. La autoridad de este congreso es tan sacrosanta que no osa el rey aprobar lo que el desaprueba. En fin, la historia de Inglaterra, de Hungría, de Bohemia, Dinamarca, Suecia, presenta ejemplares bien terribles para los príncipes.

¿Se dirá que la audacia de estos, y la ignorancia y degradación de los principales hombres del Estado, han sido tan asombrosas que la licencia intolerable de muchos príncipes ha adquirido un derecho de prescripción, y que el pueblo ha cedido tácitamente su autoridad, o la ha perdido por el descuido de hacerla valer?  Pero esta pretendida prescripción, y esta prevaricación real, no pueden aniquilar los derechos populares. No puede haber prescripción contra la libertad, y contra las prerrogativas recibidas de la naturaleza, aunque haya durado siglos la violencia de la servidumbre.

¿Se dirá que los reyes fueron entronizados por el pueblo, que vivía más ha de quinientos o seiscientos años, y por el de hoy? Pero el pueblo no muere jamás. Él, como un río cuya duración es eterna por la permanencia de sus manantiales; la revolución de los nacimientos y las muertes hace al pueblo inmortal; y como aún tenemos al Rhin, al Tiber, y al Sena, que conoció antigüedad, así el pueblo de Alemania, de Francia, de Italia, es el mismo ahora que el que existía mil años antes, en cuanto a su calidad de pueblo, y ni el curso del tiempo, ni la sucesión perenne de individuos pueden alterar sus derechos.

¿Se dirá que el Rey recibió la corona de su padre y no los pueblos? Pero su padre la recibió de su abuelo, y así uno de otro, hasta que vengamos a parar en uno que, o se hizo Rey a sí mismo por la fuerza, o fue constituido por los pueblos. Si fue constituido por éstos, es claro que ellos eligieron la forma de gobierno que más les convino, y que lo mismo pueden hacer los pueblos actuales, pues son tan libres como los antiguos; aquellos y éstos han podido siempre colocar el supremo poder donde les pareció mejor; y en verdad lo han hecho muchas veces, como queda demostrado. Si o el reino, o un aumento intolerable de autoridad, se introdujo por la fuerza, es evidente que el lapso del tiempo no puede perjudicar al pueblo. Nadie escucharía a un esclavo que hubiese esclavizado a su propio amo, y que pretendiese tener sobre él derecho de vida y de muerte, sin dar más razón en favor suyo que la antigüedad de la violencia; ni se admitieran las excusas del que se hubiese entregado al robo por espacio de treinta años, o que alegando ser hijo de un ladrón quisiese justificarse por esta especie de prescripción. Así, el tiempo no destruye los derechos del pueblo; el tiempo no hace más que agravar los ultrajes de la tiranía.

(Se continuará [3]).

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[3] Véase Tomo II, número 9, Jueves 11 de Marzo de 1813 (N del E).
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