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La Aurora de Chile
Número 5. Jueves, 4 de Febrero de 1813. Tomo II.
Discurso hecho a este Gobierno sobre los medios de moderar los estragos de la lúe venérea [6]. Sobre el tema indicado en el título. (Continúa en Tomo II, Nº 6, Jueves 11 de Febrero de 1813.

Si se reflexionase el inmenso costo que produce a la sociedad la mantención y educación de un hombre hasta llegar a la edad de la pubertad, la autoridad tutelar cuidaría con más eficacia de su conservación. Un gobierno se cree satisfecho de cumplir con sus sagrados deberes, con solo evitar las guerras exteriores y vigilar sobre el orden interior para conservar la vida de los ciudadanos. Pero las más sangrientas guerras no hacen a veces tanto estrago cuanto un defecto en 1a legislación, o una omisión sobre la salud pública. Un pronta inundación de un río es verdad que destruye vastos y fértiles campos, pero presto las aguas se recogen en su lecho, y dejan a la industria humana, y al tiempo el reparar aquel daño, mas cuando estas aguas se estancan sin causar tan grande destrozo, poco a poco se levantan de su superficie deleterios y pestíferos gases, que infestan vastas regiones. Un sabio gobierno debe escrupulosamente atender a todos aquellos ramos que son indispensables a la conservación de la raza humana, de cuyo aumento pende de la prosperidad de una nación. Este es un deber de que no puede eximirse sin incurrir en el más atroz delito: la felicidad de los hombres es el blanco a que deben dirigirse sus miras; es el principal, y único motivo de su establecimiento.

El estado social, aunque análogo a la naturaleza humana, trae consigo varios inconvenientes que deben repararse. Un Estado que se encamina a la prosperidad, es verdad que da movimiento a la industria y a las artes, ofrece una abundante manutención a sus individuos, y con esto anima los medios de propagación; pero aleja al hombre de su estado primitivo y lo transforma; su instinto se pervierte, y sus deseos no reclaman una verdadera necesidad. Son inmensas las enfermedades que se desarrollan en medio de una númerosa y opulenta sociedad, males que se ignoran entre las naciones bárbaras y vagantes. Los últimos cálculos hechos por orden del gobierno británico, y en otras naciones de Europa, demuestran que las muertes son en razón directa de la población; que en las ciudades populosas se extingue mayor número de habitantes que en las villas, lugares y campaña. A vista de esto, el gobierno debe seriamente atender a los ramos de la salud pública con el establecimiento de buenos hospitales, y otras obras necesarias para que los ciudadanos se pongan al abrigo de tantos agentes que continuamente amenazan su existencia; con vigilar sobre la policía, tanto interior como exterior de las ciudades, y dar disposiciones para que las enfermedades contagiosas no destruyan a sus habitantes. Y dejemos al sabio legislador fijar reglas para procurarse vigorosos y robustos ciudadanos, aptos a cualquiera ocupaciones, que florezcan al mismo tiempo en su seno los principios de una sublime virtud, que está tan ligada a la constitución física del hombre.

Los estragos de la lúe venérea recaen sobre la parte más preciosa de la sociedad, y preparan la infelicidad a futuras generaciones. Su importancia es tal que debe llamar, pronta y seriamente, la atención de un gobierno que sabe meditar sobre las funestas consecuencias que acarrea la universal propagación de esta terrible enfermedad, que le prive de buenos defensores de sus derechos, y da campo a una constante y futura desolación. Todas estas consideraciones me animan a llamar los cuidados de un gobierno nacional, para que tome activas evidencias sobre un objeto, que tanto interesa al bienestar de los hombres y de la nación entera.

Poco se adelanta con notar los defectos a que desgraciadamente están condenadas las obras de los hombres, si no se indica un modo de perfeccionarlas. Un célebre escritor italiano, hablando de Montesquieu, aunque lo llama su maestro, dice, que estuvo muy distante de perfeccionar su obra, pues aunque indicó los defectos que contienen las legislaciones de las naciones cultas de Europa, no enseñó el camino para evitarlos. Así se explicaba Pitt en las acaloradas disputas que se suscitaban en el Parlamento británico, sobre reformar varias leyes; y con solo esto imponía silencio a todos sus miembros. Nada hubiera yo hecho en demostrar a este gobierno los innumerables males que produce la lúe venérea, si no indicara un método de evitarla, que aunque imperfecto, pudiera recibir enmienda de los que conocen los obstáculos que presentan las preocupaciones de la antigua nación española; y basta esta advertencia para los inteligentes.

La lúe venérea es tan difícil de extinguirse cuanto procede su contagio de una necesidad, que es común a los seres orgánicos, de la reproducción; pero si no se puede aniquilar, por no haber el género humano sido tan dichoso como en la extinción de la viruela, a lo menos puede hacerse más raro, y acaso puede limitarse a una porción de la clase más indigente.

Tres métodos se proponen; el primero es purificar de este virus al sexo que desgraciadamente se presta al público desorden; el segundo es el establecimiento de varias obras que hacen más dificultosa su introducción; el último es vigilar sobre la conducta de los que están destinados a la conservación de la salud de los ciudadanos.

El virus sifilítico se recibe con un inmediato contacto con la persona afecta: las acciones lascivas aumentan la acción del sistema sanguíneo; el sistema vascular de la periferia está en un estado de turgencia, que comunica a las papilas nerviosas un gran eretismo; esta sensibilidad aumentada dispone al virus a ser introducido por el sistema absorbente de los órganos genitales, y partes adyacentes en el cuerpo humano; de tal modo, que es necesaria una exaltación en la sensibilidad para facilitar su contagio. Esta reflexión patológica sirve mucho para demostrar que la lúe venérea difícilmente se propaga de otro modo, y que el beber en vasos de personas afectas de úlceras venéreas en la boca, pocas veces ha introducido el virus en la constitución. Sin embargo debe cuidadosamente evitarse. Así, debe siempre atribuirse al desorden su introducción.

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[6] (Nota en el título). Este discurso continúa en tomo II, Número 6, Jueves 6 de Febrero de 1813 (N del E).