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La Aurora de Chile
Número 4. Jueves, 28 de Enero de 1813. Tomo II.
Sin título ["El temblor de Venezuela ha despertado..."]. Sobre el origen de los movimientos telúricos.

El temblor de Venezuela ha despertado el fanatismo, y ha sido un escándalo para los enemigos de la libertad pública, mirándolo como un efecto de la cólera celeste. Un modo de pensar tan indigno de unos tiempos de tanta ilustración y filosofía, prueba bien 1a necesidad de que se hagan en lengua vulgar los buenos estudios, para que se generalicen los conocimientos; e igualmente debe excitar la vigilancia de la administración.

Los terremotos no son más que fenómenos de la naturaleza, pero fenómenos terribles. Por ellos experimenta la faz de nuestro globo las más funestas revoluciones, y presenta a la vista del físico, en una infinidad de lugares, un asombroso montón de ruinas y destrozos: ciudades derribadas, montes hendidos, trasladados, arruinados; provincias enteras sumergidas, inmensos distritos arrancados del continente; dilatados países sepultados bajo de las aguas; otros descubiertos; islas que repentinamente han salido de las entrañas de los mares. Tal es el espectáculo horroroso que presentan los temblores.

Las causas de que proceden son la inflamación de las materias combustibles, contenidas en las entrañas de la tierra. El aire encerrado en sus cavidades, dilatado por estos incendios, y que hace violentos esfuerzos por ensancharse y huir; el agua reducida a vapores, y que eleva con prodigiosa fuerza cuanto se opone a su expansión; y en fin la electricidad, causa fecunda de los fenómenos más asombrosos, del relámpago, del trueno, y del rayo, materia que llena la inmensidad de los espacios, siempre dispuesta a moverse y a mover a otros cuerpos, y que animada del movimiento se inflama, e independiente de toda inflamación estremece, en instantes indivisibles, y hasta unas distancias prodigiosas, masas enormes.

En efecto, la tierra en infinitos parajes está llena de materias combustibles. Lo interior del globo encierra inmensas capas de hulla, de montones de betunes, de turbas, de azufre, de alumbre, de sulfatos, o alcaparrosas, de piritas, etc., materias todas muy a propósito para excitar incendios y conservarlos.

Las substancias bituminosas y aluminosas que acompañan a las minas de alumbre y de carbón de tierra, después de amontonadas y expuestas por algún tiempo al sol y a la lluvia, se encienden por sí mismas, y despiden llamas; cuyos fenómenos son los mismos que los que presenta la química en sus inflamaciones de los aceites por los ácidos y en los piróforos. Sabemos que hay subterráneos de minas que suelen estar llenos de vapores que prenden fácilmente produciendo efectos violentos y terribles: algunos de estos vapores se inflaman por sí mismos, en encontrando a otros, o en mezclándose con el aire puro al que ponen en gran expansión, produciendo un trueno subterráneo. Estos vapores resultan principalmente de la descomposición de las piritas, que se hallan diseminadas con abundancia en todas las partes de la tierra. Todos saben que si se hace una mezcla de una parte de carbón de tierra y de dos partes de la pirita que da sulfito, resulta una masa que amontonada se enciende por sí misma al cabo de cierto tiempo, y se consume enteramente. El arte ha sabido imitar en pequeño lo que hace en grande la naturaleza: mezclando azufre y limaduras de hierro, se tiene una masa humedeciéndolas, que enterrada, produce los efectos de los temblores y volcanes después de cierto tiempo.

Lo interior de la tierra contiene cantidades muy considerables de aire y de fluidos elásticos, que se contienen en las grutas y cavidades de que abunda; ellos salen con silbido y apagan las luces al romper las piedras en muchas minas. Este aire, ayudado de la acción del fuego, se esfuerza en todas direcciones para abrirse paso, y sus esfuerzos son proporcionados a la cantidad de materias encendidas, al volumen de aire puesto en expansión, y a la resistencia que oponen las rocas que lo rodean. Nadie ignora los prodigiosos efectos que debe producir el aire en este estado, y ellos deben operarse necesariamente en lo interior de la tierra.

El agua que contiene en sus profundidades, concurre muy eficazmente a la producción de los terremotos. La acción del fuego reduce el agua a vapores, y a poca física que se sepa, se comprenderá que nada puede compararse con la fuerza irresistible de estos vapores, puestos en expansión, cuando no tienen salida; todo lo cual acreditan, entre otros experimentos, los de la máquina de Papin, los efectos de la bomba de fuego, etc. El agua pues, reducida a vapores por el calor en las cavidades de la tierra, no hallando salida, levanta los peñascos y produce bamboleos violentos. Serán también sus efectos prodigiosos, si llega a caer sobre las materias inflamadas, en cuyo caso se verificarán terribles explosiones: así, si cae un poco de agua sobre un metal en fusión, saltan los talleres y se originan efectos tristes y formidables.

Interesa tocar unas de las circunstancias que acompañan a los terremotos. Sus sacudidas y estragos siguen por lo regular una dirección señalada, con lo que sucede que un temblor conserva edificios y paredes, que no están colocados en aquella dirección, y destruye enteramente a los que se hallan en dirección opuesta. Así, aquel gran terremoto que tomó principio en los incendios del volcán de Tunguragua, arruinó lastimosamente a Riobamba, Ambato, etc., y dejó sin lesión a Quito, Ibarra y a muchos otros pueblos.

Todas las partes de la tierra se han visto agitadas por terremotos en diferentes tiempos con más o menos violencia. En el imperio de Tiberio se demolieron trece ciudades populosas del Asia con muerte de innumerables habitantes. La celebre ciudad de Antioquía experimentó igual suerte, y apenas pudo escapar del desastre el Emperador Trajano, que se hallaba en ella. En 742 hubo un terremoto universal en Egipto y en todo el oriente, arruinándose en una sola noche cerca de seiscientas ciudades, con muerte de un prodigioso número de hombres. En I755 se arruinó Lisboa por un temblor, que se extendió hasta las extremidades de Europa. En él, las aguas del mar se elevaron prodigiosamente y se arrojaron con violencia sobre las costas occidentales del continente europeo: las aguas del Tajo subieron repetidas veces para causar inundaciones. Este mismo temblor se sintió en África con violencia y estragos espantosos. Pero fuera muy largo referir todos los temblores que han esparcido la muerte y el horror por todos los puntos de la tierra, y de que tantos monumentos nos conservan una melancólica memoria. El furor de los elementos no respeta las obras débiles de los hombres, pues estremece y destruye la base sólida que les sirve de apoyo, despedazando perpetuamente las entrañas de la tierra con violentos incendios, hasta que al cabo muden su centro de gravedad, y haciéndose entonces su revolución diaria sobre un eje diferente, corra la naturaleza el círculo de sus revoluciones.

La América es una de las partes del mundo más expuestas a estos infaustos accidentes por la inmensa y prodigiosa abundancia de minerales que encierra en sus entrañas. Ella es cierto que abunda en volcanes, los cuales son un beneficio de la naturaleza, que dan salida al fuego, al aire y al agua reducida a vapores, con lo que impiden en ciertos tiempos la subversión total del país. Pero por la acción del fuego se arruina lo interior de los mismos volcanes; tierra y peñascos se precipitan sobre las materias inflamadas y en fusión, la salida de los fluidos enrarecidos se impide; todos estos agentes poderosos hacen esfuerzos por salir, y preceden terribles conmociones a la erupción de los volcanes. Por eso hay tanta relación entre estas erupciones y los temblores. Las erupciones del Cotopaxi, del Tunguragua, del Pichincha, han sido acompañadas de espantosos terremotos, que se han sentido con viveza, y a veces con estrago en toda la extensión de la zona ardiente.