ACTAS DEL CABILDO DE SANTIAGO PERIODICOS EN TEXTO COMPLETO COLECCIONES DOCUMENTALES EN TEXTO COMPLETO INDICES DE ARCHIVOS COLECCIONES DOCUMENTALES

Aņo 1810
Agosto de 1810

SESIÓN DE 1° DE AGOSTO DE 1810.
A solicitud del Procurador General, se acuerda sesionar diariamente, solicitando para el efecto la venia del Presidente.

En la ciudad de Santiago de Chile, en primero de agosto de mil ochocientos diez, estando los señores de este Ilustre Cabildo, Justicia y Regimiento juntos en esta sala capitular, en Cabildo pleno, a efecto de tratar varios puntos interesantes a la patria, recibieron una representación de su Procurador General don José Miguel Infante, en que solicita que por las delicadas circunstancias del tiempo y gravísimos negocios que diariamente ocurren, los que no pueden despacharse con la debida meditación en los dos días semanales de acuerdos ordinarios, se extendiesen éstos a otros más en días extraordinarios, según lo exigiese el estado de las cosas, lo cual era conforme a nuestras leyes municipales; y en su vista, acordaron dichos señores juntarse diariamente a las horas acostumbradas en su sala de acuerdos a tratar cuanto fuese útil y conveniente a la patria y breve expedición de sus asuntos, solicitando para el efecto la correspondiente venia del Muy Ilustre señor Presidente, acompañándole a este efecto testimonio de esta acta con la representación original del Procurador General, por medio del oficio acordado; y así lo dijeron, mandaron y firmaron dichos señores, de que doy fe. Agustín de Eyzaguirre.- José Nicolás Cerda.- Marcelino Cañas Aldunate.- Pedro José Prado Jaraquemada.- Justo Salinas.- Ignacio Valdés.- Francisco Diez de Arteaga.- José Joaquín Rodríguez.- Francisco Ramírez.- Francisco Antonio Pérez.- Ignacio José de Aránguiz.- El Conde de Quinta Alegre.- Fernando Errázuriz.- Agustín Díaz.

 

SESIÓN DE 3 DE AGOSTO DE 1810.
Acuerdo facultando al Procurador General para que a nombre del Cabildo pidiese por el tanto la vara de Regidor vacante por muerte del Doctor don Francisco Aguilar de los Olivos.

En la ciudad de Santiago de Chile, en tres días del mes de agosto de mil ochocientos diez, estando los señores de este Ilustre Ayuntamiento, Concejo Regimiento de esta capital en Cabildo pleno y ordinario, dijeron: que facultaban al señor Procurador General de ciudad para que a nombre del Cabildo pidiese por el tanto la vara vacante de Regidor, por fallecimiento del doctor don Francisco Aguilar de los Olivos, dados que fuesen los pregones y precedido que sea su avalúo. Y así lo dijeron, acordaron y firmaron, de que doy fe. Agustín de Eyzaguirre.- José Nicolás Cerda.- Diego de Larraín.- Pedro José Prado de Jaraquemada.- Justo Salinas.- Francisco Ramírez.- Francisco Antonio Pérez.- José Joaquín Rodríguez.- Doctor Pedro José González Álamos.- Ignacio José de Aránguiz.- Fernando Errázuriz.- Agustín Díaz, escribano público y de Cabildo.

 

SESIÓN DE 7 DE AGOSTO DE 1810.
Acusaciones en contra del ex Presidente Francisco Antonio García Carrasco.

En la ciudad de Santiago de Chile, en siete de Agosto de mil ochocientos diez, estando los señores de ese Ilustre Ayuntamiento, Justicia y Regimiento de esta capital en Cabildo pleno y ordinario dijeron: Que por cuanto tenían informado a S. M. los justos y graves motivos que influyeron en la turbación y zozobra que experimentó este pueblo en los días precedentes a la abdicación que hizo del Gobierno el señor ex Presidente don Francisco Antonio García Carrasco, pero que no habiéndose acompañado por la angustia del tiempo los correspondientes comprobantes, protestando hacerlo después, debían al efecto acordar y acordaron se extendiese la presente acta, dirigida a puntualizar los varios hechos que comprueban la arbitrariedad y despotismo de que usó dicho señor en el discurso de su mando, y últimamente las miras hostiles y de violencia que proyectaba contra este pueblo, cuyos hechos, referidos clara y sucintamente, son como siguen:

1º. Apenas tomó este jefe posesión del Gobierno, quiso, contra las leyes, hacer Rector de la Real Universidad al señor don Juan José del Campo, y porque el Real Claustro le hizo la más honrosa y sumisa representación, exponiéndole que le privaba del derecho de elegir, que tenía por sus constituciones, guarneció de tropas lo exterior y interior de la escuela, las avenidas de las boca calles, y dio las disposiciones más alarmantes que podían exigirse para el momento de una invasión de enemigos y que jamás había visto esta capital; es cierto que después revocó su providencia, pero fue a esfuerzos, e instancias de varias personas sensatas, que con anuncios de recursos a la Corte que podrían desconceptuarlo, le hicieron desistir de su propósito.

2º. A poco tiempo ocurrió la fragata Escorpión al mando de su capitán Tristán Beunter. Tuvo las mejores proporciones para decomisarla de cuenta de S. M., como se reconocerá del expediente que debe existir en la Secretaría del Superior Gobierno, y de otros documentos que hasta ahora no ha contradicho el nominado señor ex-Presidente y, sin embargo, comisionó a varios particulares que se hiciesen dueños de este cargamento, lo que ejecutaron asesinando y robando impíamente a sus dueños, después de haberlos atraído donde ellos estaban, protestándoles con afectada sinceridad la seguridad de sus individuos, y suponiéndose marqueses, para con esta recomendación lograr mejor su engaño, y si hemos de asentir a la voz general, tuvo dicho señor parte de la presa en un cuantioso regalo que recibió.

3º. Este cruel atentado se ejecutó cuando ya en todo el reino se sabía la alianza de la Gran Bretaña con nuestra España y la generosidad con que le auxiliaban para sostener la guerra contra la Francia. Por este motivo y el de precaver la defraudación de la Real Hacienda, ofició inmediatamente la Administración General de la Real Aduana al señor Presidente para que se consignase aquel cargamento hasta dar cuenta al Rey y saber su soberana resolución. Lo mismo exigió verbalmente el Teniente Coronel don José Santiago Luco, pero todas estas prevenciones se despreciaron por el señor Presidente e hizo ejecutar prontamente el reparto de aquella presa.

4º. Desde entonces, seis o siete individuos, los agentes e interesados en este negocio, aborrecidos de este honrado pueblo por la cruel muerte que dieron a su capitán y despojo de la Real Hacienda, han formado su corte, han llenado su confianza, y con el mayor orgullo han hecho frente a todo este pueblo, distinguiéndose con el nombre de “escorpionistas”.

5º. Acaeció después el fallecimiento del señor Fiscal, y debiendo sucederle el señor Oidor menos antiguo por ministerio de la ley, y exigiendo sobre esto la Real Audiencia, quiso que los agentes fiscales (el uno de ellos lo era el nominado Doctor Campo) continuase este ministerio; y así se ejecutó.

6º. Por este mismo tiempo nombró asesor suyo (despojando del empleo al Licenciado don Pedro Díaz Valdés, nombrado por el Rey) al mismo Doctor Campo; por una miserable vanidad se empeñó en que este individuo (a quien en todo quería distinguir) debía presidir al Cabildo, y a pesar de la oposición y firmes representaciones que se le hicieron sobre el caso tomó el violento partido de doblar la guarnición del palacio, convocar a su sala el Cabildo y hacer que a viva fuerza se recibiese allí al Doctor Campo.

7º. Imploró este Cuerpo la protección de la Real Audiencia contra la fuerza, y aunque este superior tribunal conoció que la hacía, como lo expuso en su oficio de contestación, tuvo a bien, por precaver el desaire de su superior autoridad, instigar al Cabildo a que hiciese este nuevo sacrificio por la quietud y tranquilidad de la patria, no obstante que se vulneraban sus fueros y prerrogativas.

8º. En esta misma época recibió el señor ex-Presidente y algunos individuos del palacio y otros varias cartas de la Princesa del Brasil, la señora doña Carlota, que alarmaron sumamente al público, creyéndose por opinión general que se pensaba en que este reino fuese entregado al dominio de los portugueses, cuyo designio conocían todos era opuesto a las leyes.

9º. Coincidía para más afianzarse en este concepto el que estando un día de visita en su palacio varios sujetos de lo principal del pueblo, les dijo que su Secretario don Judas Tadeo Reyes era del partido carlotino, y, con todo, lo mantuvo siempre a su lado, como uno de los de su mayor confianza.

10º. Lo cierto es que el señor ex-Presidente, sin consulta del Cabildo, ni de alguna autoridad, repentinamente sacó las lanzas (única armadura de la gente de a caballo del reino) y las remitió al puerto de Valparaíso para despacharlas a Lima, y de allí a España, como socorro de la metrópoli, auxilio inverosímil, no sólo por la calidad de la arma, sino principalmente porque siendo allí mucho más barato el fierro, estaba mejor mandar en dinero su valor. En efecto, el Procurador General de ciudad don Juan Antonio Ovalle se presentó manifestando la indefensión en que quedaba el reino y el partido que se debía tomar, oblando la ciudad mucho más en dinero del importe de aquel donativo.

11º. A estos datos inductivos de la más vehemente sospecha contra el jefe, se agrega el que habiendo mandado su antecesor construir un campamento militar, cuyo costo ascendió a más de diez mil pesos, dio orden para que se deshiciese, vendiendo las maderas que lo formaban en un ridículo precio. Asimismo los regimientos de infantería y caballería que en el anterior Gobierno se mantenían en asidua disciplina, no tuvieron alguna en su tiempo, sin embargo de ser más los enemigos contra quienes debíamos en esta época guardarnos.

12º. A todo esto siguió el último atentado de aquel señor y la desolación del reino. El nominado Procurador General don Juan Antonio Ovalle, el Maestre de Campo don José Antonio Rojas y el Doctor don Bernardo Vera fueron sorprendidos en una noche rigidísima de invierno, consignados en el cuartel de San Pablo, y representándose al Acuerdo una sumaria formada por el señor ex-Presidente de enemigos de aquellos tres preciosos ciudadanos y de la gente más despreciable del pueblo, a que se añadieron los informes verbales que dio el mismo jefe al Acuerdo de una conjuración meditada, y el inminente peligro de su vida y la del señor Regente, se despachó a estos hombres en caballos de prorratas a las doce y media de la noche, sin permitirles la menor comodidad ni abrigo, treinta leguas de esta capital, para embarcarlos en la fragata Astrea, que iba a darse a la vela para Lima. Precisamente eran estos tres ciudadanos por su literatura, nacimiento, empleos y conducta de los más bien reputados.

13º. En efecto, penetrados el Cabildo y la nobleza de su inocencia y desgracia, propusieron al señor ex-Presidente las garantías más solemnes por la seguridad pública y particular de los reos. Y en su virtud, después de varios activos movimientos de la expresión de la voluntad general para castigar estos reos si fuesen delincuentes, se consiguió con acuerdo de la Real Audiencia que se retuviesen en los castillos.

14º. Ya todo permanecía cuasi tranquilo; las partes hacían sus gestiones; un Ministro de la Real Audiencia pasó a Valparaíso a tomar sus confesiones, y no resultando de ellas gravedad, los destinó a las casas que ellos quisieron elegir, ínterin esperaban su restitución.

15º. Insistió de nuevo el Cabildo en que se condujesen a la capital, corrió segura la opinión pública, que no contradecía el Ministro comisionado de que aquella sumaria no contenía cosa de momento, y todos estaban ciertos de que inmediatamente se manifestaría su absoluta inocencia, pues los testigos se convidaban a desdecirse y manifestar su sorpresa e instigaciones con que fueron provocados a declarar. El Cabildo aguardaba la contestación de sus súplicas, y todo el pueblo contaba segura la restitución, cuando el día 6 del presente mes salió el Teniente don Manuel Bulnes, haciendo correr la voz pública de que iba a traer a los reos, según lo pedido por todo el vecindario. Fueron generales las enhorabuenas y regocijos domésticos. Pero el día 11, a las 6 de la mañana, apareció un precipitado correo particular, que avisaba que los reos quedaban embarcados para hacerse en el momento a la vela y que un soez marinero, cómplice y participante de la presa Escorpión, gobernaba cien hombres apostados por el señor ex-Presidente, y de quien se había valido Bulnes, porque el gobernador de aquella plaza pedía fuese subscrita por el Real Acuerdo.

16º. Inmediatamente pasó a ver al señor ex-Presidente el padre político del Doctor Vera, relacionándole estas noticias, a quien aseguró con el mayor cariño dicho señor que no creyese en voces, y que consolase a su tierna recién embarazada esposa porque luego lo vería en esta capital. Pasó también la esposa de don José Antonio Rojas, a quien recibió con las más afectuosas demostraciones, asegurándole también que eran falsas las noticias que había recibido.

17º. Pero cierto todo el pueblo de la realidad del hecho, se congregó espontáneamente en las puertas del Cabildo, donde, junto éste, les propuso que se aquietasen, que permitiesen que sólo el Cabildo hablase al señor Presidente y le hiciese sus súplicas, para lo cual pasaría el Alcalde de primer voto con el Procurador General de ciudad a pedirle esta licencia; pasaron en efecto y la contestación del señor Presidente fue decirles, primero, que viniesen, y después, prevenir a la misma diputación que se fuesen a sus casas.

18º. Una respuesta tan melancólica y desesperada fue la que oyeron, sin embargo con una quietud que hará honor a los chilenos, y en medio de la mayor agitación de espíritu se condujeron con la última moderación, y unánimes hicieron lo que previenen las leyes. Elevaron su recurso al tribunal de apelación, el que debe proteger al súbdito contra la opresión del que manda; se presentan a la Real Audiencia; le exponen su queja por boca del Procurador General de ciudad; se destaca un Oidor a llamar al Presidente, y después de un rato vuelve con él, donde, siendo reconvenido por este hecho, negó constantemente su orden y el embarque, manifestando una carta del comisionado Bulnes en que le hablaba de otros negocios.

19º. Allí fue donde el público se quejó del señor Coronel e Inspector Manuel Feliú, porque había anunciado la orden que pidió el señor Presidente para que se restituyesen estos reos, siendo al contrario para su embarque, y a presencia de toda la nobleza y concurrentes, contestó Feliú: “Señores, yo no he faltado; si ha sido engañado, este señor Presidente me engañó a mí”.

20º. Allí fue donde el señor ex-Presidente por toda satisfacción trató de sedicioso y tumultuario al público, hasta decirles en un tono insultante que mirasen si se tenían seguridad de salir de allí; todo esto oyó y sufrió el pueblo, dando una prueba de su singular moderación.

21º. Y en verdad no debe creerse que su ánimo estaba distante de ejecutar una violencia, pues ya de antemano había hecho venir cien soldados al patio de su palacio, y dado repetidas órdenes al Comandante de Artillería para que hiciese conducir a la plaza dicha artillería, que estaba parte de ella cargada a metralla, cuyas órdenes se resistió a cumplir el Comandante porque comprendía muy bien la temeridad y arrojo de sus determinaciones.

22º. Hubiera sido en este caso inevitable el estrago en toda aquella nobleza y pueblo, que se hallaba absolutamente aún sin las armas de sus empleos, aunque con aquel fuego que inspira la justicia y horror de la falsedad.

23º. Ni había para qué usar de esta prevención, pues el ánimo de este pacífico pueblo, no fue otro que personarse, a fin de alcanzar con súplicas verbales lo que no había podido conseguir por medio de las más sumisas legales representaciones. En efecto, se pidió nuevamente la restitución de los expatriados; se inculcó sobre la garantía del Cabildo y nobleza; se representó el deshonor que resultaría al país de una nota que abultaría el tiempo o la distancia; se pidió la remoción del Asesor don Juan José del Campo, Secretario don Judas Tadeo Reyes y Escribano don Juan Francisco Meneses, porque eran odiosos y sospechosos a todo el pueblo.

24º. Entonces, retirado el Acuerdo a otra sala, tuvo que usar de toda su sabiduría para hacer que el señor Presidente se conformase con el dictamen que accedía a la solicitud del pueblo. Allí mismo proponía medidas de sangre, que habrían producido la nota y descrédito de todo el pueblo. Se nombró con general y sincero aplauso por el asesor al señor [Oidor] Decano don José Santiago Concha, como cuyo acuerdo se debía elegir Secretario y Escribano, y se expidió la orden para que los tres reos se entregasen al Alférez Real.

25º. Éste partió como un rayo, acompañado de muchos jóvenes de la primera distinción, que cifraban en su diligencia el éxito de la más noble voluntad: corrieron incesantemente treinta leguas, y al generoso empeño, acreedor a la dulce recompensa de verse coronado del más feliz suceso, sirvió para anticiparse el dolor de hallarlo frustrado por la salida del buque. Tratan de hacerlo alcanzar por una barca, que, falta de aperos, exigió tiempo y gastos, que inutilizó la inevitable tardanza.

26º. Parecerá que en estas tristes circunstancias se consternaría el ánimo de este jefe, pero se le notó todo lo contrario. En la misma noche del día en que el pueblo elevó sus clamores al tribunal, hizo venir a su palacio a un mulato con sus hijas, que le mantuvieron una música lúbrica para irritar más al pueblo con esta insultante tranquilidad que se empeñaba en manifestar.

27º. Y, desde luego, hacía conocer que sería capaz de realizar las ideas de crueldad con que en su tertulia amenazó a los concurrentes, expresándoles que se había de volver otro Robespierre.

28º. En efecto, llegó el punto en que cada uno veía su vida en el mayor peligro, no sólo por el violento ejemplar de los tres ciudadanos expatriados, sino especialmente por las funestas noticias que cada día se propagaban.

29º. Era cierto que parte de la artillería estaba cargada a metralla y repartida en el cuartel de San Pablo y en el mismo palacio; que al Comandante que resistió pasar a la plaza se le mandó entregarla a otro oficial; que los cuarteles dormían sobre las armas; que seguían las juntas de oficiales; que se había pedido tropa a la frontera, etc.

30º. Un vil mulato salió proponiendo libertad a los esclavos como sostuviesen al Presidente; cada noche se difundía una gran novedad, ya que se armaba la plebe para que saquease la capital, ya que aparecían escuadrones de gente de las campañas. Lo cierto es que las órdenes o misterios del señor Presidente tuvieron a toda la gente honrada, temerosa de la más inicua agresión.

31º. En esta angustia se oyó al fin la voz de que el día trece en la noche iban a ser sorprendidos veinte personajes para quitarles violentamente las vidas. Todos por propio movimiento procuran su conservación, armándose y juntándose alrededor de los alcaldes. Los que estaban montados les acompañaban hasta el amanecer. Otros guardan el parque, y todos estaban poseídos de la mayor zozobra. Esta se instigó hasta la noche del quince, en que se anunció la venida de gentes armadas, y nuevas disposiciones para una ejecución. Se repiten las precauciones, y crece el descontento. Extendidos hasta muchas leguas del contorno venían ya multitud de hombres a la defensa de una población que veían angustiada, y habrían precisado a una resolución escandalosa sin la que acordó la Audiencia.

32º. Ésta pasó a casa del señor Presidente y realizó lo mismo que repetidas veces había pedido al Rey. Hizo ver a aquél la imperiosa necesidad en que le había puesto su conducta de hacer dimisión del mando. Pretextos frívolos y la resolución de morir matando eran las razones en que se sostenía, hasta que propuso que se oyesen los oficiales de ejército y milicias; vinieron al instante, y sin discrepancia convinieron en la precisión de renunciar, voto conforme al que pocos momentos antes le había dado un religioso respetable a quien había encargado que indagase la voluntad pública.

33º. Subcedióle (según lo prevenido en el mismo real orden que le colocó en la presidencia) el señor Brigadier Conde de la Conquista. Desde este momento empezó la tranquilidad del pueblo, y todos miraban ya seguras sus vidas y sus fortunas, de lo que se congratulaban a porfía; pero lo más plausible ha sido la generalidad con que todo este pueblo depuso el enojo contra su ofensor cuando vio remediada la violencia y le prestó toda la consideración que había desmerecido por sus hechos, y tanto, que ha preferido esta atención a los medios de justificarse que le habría sin duda proporcionado la indagación de sus papeles reservados, y lo que es más, se le deja en su mismo palacio, y la renta íntegra de Presidente, porque su sucesor por ministerio de la ley no quiso admitir designación alguna.

En vista de estos hechos, que son los que por ahora deben justificarse, reservándose poner los demás que aún no están perfectamente esclarecidos, acordaron asimismo dichos señores se pasase a manos del Muy Ilustre señor Presidente esta acta, con el correspondiente oficio, para que se sirva mandar se ponga por cabeza de proceso y se admitan los justificativos que se ofrecen dar con testigos y documentos, teniendo por parte en este importante asunto, en que nada menos se trata de poner a cubierto el honor y fidelidad de este pueblo, al señor Procurador General de ciudad para que haciéndosele saber las providencias que se libren, lo agite y promueva con el celo y eficacia que exige su gravedad, interponiendo las gestiones que convengan ante S.Sª. mismo, o el juez que tuviere a bien comisionar para su más pronta y acertada resolución. Así lo acordaron dichos señores y firmaron conmigo. Doy fe. Agustín de Eyzaguirre. José Nicolás Cerda.- Marcelino Cañas Aldunate.- Diego de Larraín.- Justo Salinas.- Francisco Antonio Pérez.- Fernando Errázuriz.- Ignacio José de Aránguiz.- El Conde de Quinta Alegre.- Doctor Pedro José González Álamos.

 

SESIÓN DE 8 DE AGOSTO DE 1810.
Remate del cargo de Escribano de la corporación.

En la ciudad de Santiago de Chile, en siete días del mes de agosto de mil ochocientos diez años, los señores del Ilustre Cabildo, Justicia y Regimiento juntos y congregados, como lo han de uso y costumbre, en día de acuerdo ordinario, a saber, los que abajo firmaron, dijeron: que estando para rematarse la escribanía de este Cuerpo, a que está y ha estado anexa la secretaría, y deseando evitar esta unión y mancomunidad, y que, subastada aquella, se elija por separado un secretario que siendo un letrado o persona de suficiente instrucción que sea capaz de desempeñar los cargos de tal, reducidos a extender acuerdos, oficios y demás papeles públicos, recibiendo los puntos que se diesen, acordaron elegir dicho secretario que haya de tener asiento en este Cuerpo, voz, y voto en las elecciones, al modo que se hizo cuando se nombraron los regidores auxiliares el ano de [1]807, en cuyo tiempo fueron dos secretarios, doctor don Bernardo Vera y doctor don Joaquín Fernández, que entraron con aquellas regalías y sin premio alguno, siendo entonces confirmados por la Superioridad. Así se practica en el Tribunal del Consulado y otros cuerpos donde el empleo de secretario es distinto del de escribano; y para que el remate de que se trata se entienda con segregación de la secretaría, por la que corresponde el asiento en el Cuerpo y entrar a presenciar los acuerdos, que, aprobada esta deliberación y acta, se nos devuelva; y para proceder a la elección del sujeto más idóneo que pueda desempeñar este cargo, se sacará testimonio de ella y pasará al señor Procurador General a fin de que la presente al Muy Ilustre señor Presidente, solicitando con la brevedad posible y esforzando los fundamentos que se han tenido presente para su aprobación y dar en seguida cuenta a la autoridad suprema que legítimamente represente a nuestro Soberano para la perpetuidad de este empleo; y así lo acordaron y firmaron dichos señores, de que doy fe. Agustín de Eyzaguirre.- José Nicolás Cerda.- Justo Salinas.- Diego Larraín.- José Joaquín Rodríguez.- Francisco Ramírez.- Doctor Pedro José González Álamos.- Francisco Antonio Pérez.- Fernando Errázuriz.- El Conde de Quinta Alegre.

 

SESIÓN DE 14 DE AGOSTO DE 1810.
Acuerdo sobre reconocimiento del Consejo de Regencia (se inserta el dictamen del Procurador General de ciudad)

En la ciudad de Santiago de Chile, en catorce días del mes de Agosto de mil ochocientos diez años, los señores del Ilustre Cabildo, Justicia y Regimiento, juntos y congregados, como lo han de uso y costumbre, a saber, los que abajo firmarán, presidiendo el M. I. S. Conde de la Conquista, y habiéndose hecho relación del expediente relativo al reconocimiento del Supremo Consejo de Regencia nuevamente instalado en la isla de León, en que se vieron varios impresos de la Junta Suprema Central, que transfirió su dominio en dicho Supremo Consejo, y oído el dictamen del señor Procurador General de ciudad, que a la letra es como sigue:

El Procurador General de ciudad, visto el oficio de remisión que dirige el señor Secretario de la Suprema Junta Central, y los impresos que acompaña, en cumplimiento del decreto de US. de 31 de Julio último, dice: que según el mérito que éstos ministran, el informe que a US. pide el superior Gobierno debe versar sobre el reconocimiento que haya de prestarse al Supremo Consejo de Regencia instalado en la Metrópoli; la materia es grave y delicada por su objeto, aunque, en concepto del exponente, clara y expedita su resolución si se ha de nivelar por las leyes. El primer respecto podría hacer vacilar para no abrir un dictamen legal, pero no al que representa, que se avergonzaría si tal debilidad hubiese ocupado un momento su ánimo. Su profesión de abogado le obliga estrechamente a exponer con libertad el derecho en todos los casos en que se le exige dictamen acerca de lo que en éste se dispone. En nada debe el hombre proceder más libremente (dice un sabio autor regnícola) que en dictaminar y suscribir. A esto mismo le compele el cargo en que se halla constituido de pedir y reclamar los derechos del pueblo. ¿Qué infamia no echaría sobre sí, si un punto se separase de la ley, con detrimento de ese mismo pueblo? Un homicidio, una calumnia grave serían un crimen incomparablemente menos enorme, y sólo el de lesa majestad podría tener (hablo en el caso presente) alguna analogía con el que perpetuase, sino sucumbirse a la ley y manifestarse abiertamente su disposición. Pero aún sin estos títulos, bástale ser un individuo del pueblo para deber cooperar eficazmente a que se conserven indemnes los derechos del Rey y del reino. ¡Cuánto podría extenderme aquí en hacer ver a cada ciudadano cual debe ser el pueblo para con su Rey! Pero el objeto de la vista no me permite hacer esta disgresión, contentándome con remitirme a las sabias leyes del Título XV, Partida 2ª, cuya lectura instruirá a cualquiera (aunque no sea profesor del derecho) en los deberes que en esta época triste y de confusión es obligado a cumplir.

Así habla el Procurador, y estas son las estrechas obligaciones que reconoce. ¿Qué dirá, volviendo por un instante la vista a V. S. S.? Basta considerar que cada uno de V. S. S. se ve constituido padre de la patria, y que, reunidos todos, tienen la potestad misma del pueblo: investidura honrosa, pero que necesita resumir todo el celo, vigilancia y patriotismo necesarios para salvar la patria en las peligrosas circunstancias que nos amenazan. ¡Qué gloria si V. S. S. se hacen acreedores a que la misma patria se les confiese deudora de este incomparable beneficio, y qué baldón si experimenta lo contrario! Pero pienso que en esta reconvención hago agravio a unos señores regidores, cuyo honor y entusiasmo nada necesitan menos que reanimarlo. Sólo sí permítanme V. S. S., como un brote de mi amor patriótico, transcribir aquí el precepto que a V. S. S. Impone el verso final de la Ley 18, Título 9º, Partida 2ª: “Otrosí, deben ser firmes de manera que se non desvíen del derecho ni de la verdad, ni fagan contrario por ninguna cosa que les pudiese ende avenir de bien ni mal”.

Ya sé que voy a hablar con unos celosos defensores de la patria en quienes el pueblo descansa y cifra toda su seguridad. En este firme supuesto, contraeréme al punto, trayendo la materia desde su origen. Cautivo nuestro Rey el señor don Fernando VII por la infame perfidia de Napoleón, y no habiendo nombrado Regente del reino ¿qué debería hacer la Nación? No dejaron nuestros sabios legisladores de prevenir este caso. La Ley 3ª, Título 15, Partida 2ª, resuelve lo que debe practicarse, que es juntarse todos los mayorales del reino, así como los prelados, los hombres ricos y los nobles, y jurando antes la honra y guarda de su señor y bien común de la patria, elegir tales hombres que lo guarden bien y lealmente, en quienes concurran ocho cosas. No hace a mi propósito hacer mérito de las siete primeras: contraeréme a la octava, que se reduce a que sean tales, que no codicien heredar el reino, cuidando que han derecho a él después de la muerte del rey, y estos guardadores (añade) deben ser uno, tres o cinco, no más, porque si alguna vez hubiese desacuerdo entre ellos, aquello en que la mayor parte se acordase, fuese valedero. He aquí un requisito legal con que no se cumplió en la instalación de la Suprema Junta Central. Debiendo ser los guardadores, uno, tres o cinco, no más, (como dicta la ley) la vemos compuesta de veintitrés individuos, según consta de su mismo Real Decreto, corriente a foja 1; luego no fue legítima, porque no lo es, ni puede serlo lo que es disconforme con la ley. Ni se subsanó este vicio por haberla reconocido y jurado toda la nación. Las leyes emanan únicamente de la soberanía y sólo a ella toca el alterarlas, sin que a esto pueda tener derecho el unánime consentimiento de los pueblos: asentar lo contrario sería vulnerar los derechos de la Majestad.

No se ha ocultado a la misma Suprema Junta Central este vicio, y por eso en el capítulo final de su citado Real Decreto en que transmitió su autoridad al nuevo Consejo de Regencia expresa ser este un Gobierno más legal. Lo mismo asienta la Junta Provincial de Cádiz en su proclama de fojas 4, capítulo 10, en estas palabras: “¿Vio la Junta de Cádiz un Gobierno más consiguiente a nuestras leyes? Luego, por confesión de una y otra Junta, no tenía la Central toda la legitimidad que debía: ex, ore tuo te judicas. Sin embargo, conviene el que representa, que fue virtud esa unánime deferencia con que la nación toda se sujetó a las órdenes de la Junta Central, bajo cuyas acertadas disposiciones ha podido resistir gloriosamente el poder impetuoso de los franceses. Menos mal es comprometerse a obedecer una autoridad, aunque no esté calificada de legítima, que no obedecer alguna; aunque mejor que todo habría sido (permítaseme esta libertad de opinar propia de mi oficio) que la nación desde los principios de la revolución se hubiese ajustado a la ley, que no estaba en su arbitrio transgredir.

Dejemos ya lo pasado, acerquémonos a lo del día, que rueda sobre la legitimidad del actual Supremo Consejo de Regencia. Yo opino abiertamente que claudica por varios capítulos. Si la misma Junta Central confiesa que no residía en ella un Gobierno absolutamente legal, ni consiguiente a nuestras leyes ¿cómo podría transmitir lo que no tenía? Nemo dat quod non habet.

Ministra también mérito para dudar, el desconcepto público en que se hallaba la Junta Central cuando abdicó el mando en el Consejo de Regencia. Ella misma afirma en el exordio de su citado Real Decreto, el riesgo moral en que estaba la Patria, no tanto por los progresos del enemigo, cuanto por las convulsiones que interiormente amenazaban. La [Junta] Provincial de Cádiz nos aclara esta expresión. En el capítulo 4º de su Proclama dice: “pero la Junta Suprema, ya desautorizada con las desgracias que habían seguido a todas sus operaciones, mal obedecida, perdida la confianza, y llevando consigo el desaliento de su mala fortuna no tenía manos para obrar, ni pies para caminar”; y al fin del mismo capítulo: “El disgusto de los pueblos, ya manifiesto en voces y en querellas, anunciaban a la Junta el momento de su cesación inevitable”.

De ningún modo estos datos son capaces de inducirme a un concepto contrario a la conducta de los señores vocales que la componían; la fama y voz pública no constituyen plena prueba, ni aún semi-plena en opinión de algunos; pero sí es que sirve para adminicular y coadyuvar cualesquiera otra, aunque sea imperfecta a este propósito.

En el peligroso actual estado de la nación ¿cuán expuesta no está a claudicar la fidelidad de muchos españoles residentes en la Metrópoli? Dígalo el crecido número de ellos que, abjurando al Rey y a la Patria, han reconocido por soberano al intruso José Bonaparte. Pero ¿quiénes se numeran entre éstos? Los que tenían mayor representación y crédito en la nación, tales han sido Mazarredo, O’Farril, Caballero, Morla, Azanza y otros. ¿Y qué les impelió a tan detestable traición? Únicamente el concepto de que la España no podría resistir el poder de los franceses, que juzgaron incontrastable: inicuos hombres que han querido preferir una vida cubierta de infamia y de oprobio, a la dulce muerte que se siente en defensa de la patria, la que, acaso por tan viles hijos se ve en su mayor parte sujeta a la cruel dominación del mayor tirano que ha conocido el mundo. Vuelvo a mi propósito. ¿Si en los principios de la revolución en que la España estaba cuasi en toda su integridad, claudicó la lealtad de los españoles más bien reputados, qué extraño sería que en el día, que está su mayor parte conquistada, adaptasen otros este ejemplo, aunque inicuo y detestable? Traigo esto a consideración como un adminículo que concurre a no hacer absolutamente inverosímil la voz pública de aquellos pueblos contra la Suprema Junta Central, aunque no por eso (repito) creo que el noble corazón de los señores vocales que la componían fuese capaz de abrigar una sola idea de infidelidad al Rey y a la patria; pero sí basta para no asegurarse en lo contrario, deduciendo de aquí que aún cuando hubiese tenido una representación legítima de la soberanía, como no había todavía sincerado su conducta contra las imputaciones del pueblo, mal podía depositar su autoridad en el Supremo Consejo de Regencia que instaló.

Mas la Suprema Junta Central transmitió su autoridad después que el pueblo la había amenazado y anunciádole el momento de su cesación inevitable. De aquí se infiere que la abdicación que hizo del supremo mando, no fue voluntaria, sino por miedo o fuerza, y esto basta para inducir nulidad en aquel acto, según derecho. Coincide a probar esta violencia la proclama que la misma Junta Central expidió impugnando el sistema de Regencia; no ha llegado a mis manos, pero personas fidedignas me han asegurado ser efectiva. Pero aún permitiendo por un instante que la Junta Central hubiese tenido una representación legal (que ella misma confiesa no la tenía) y aún cuando hubiese sido libre y espontánea la abdicación que hizo de su autoridad suprema, nunca pudo transmitirla a otros. Es cierto que su jurisdicción soberana era ordinaria por emanar de la ley; mas, aunque ésta pueda delegarse, de ningún modo le es permitido al que la ejerce desprenderse de ella para transferirla en quien quiera. En tanto grado es cierta esta verdad, que ni el mismo Rey tiene tal derecho: si abdica alguna vez su corona, recae ésta, por ministerio de la ley, en el pariente más propincuo, y si no hubiese alguno, reasume el pueblo, jure devoluto, la potestad de elegir rey; con que si este derecho de abdicar, y transmitir la soberanía no lo tiene el mismo Rey ¿cómo la Junta Central, aún en la hipótesis de ser una representación legal, podría tenerlo? Esto sería asentar que el substituyente tenía más derecho que el substituido, es decir, más la Junta que el Rey.

Estos son los fundamentos que me impelen a opinar que el Supremo Consejo de Regencia no es legítimo. Se podrá decir que en los SS. regentes concurren las ocho calidades de la ley, y que el defecto de no haberse ayuntado los prelados, los nobles, los ricos-homes para su elección, se suple por el tácito consentimiento de los pueblos que los han reconocido. Lo primero es cierto y constante a todo el mundo, y aún cuando su fama y alta reputación no hubiese llegado muy anticipadamente a nuestros oídos, bastaba el que los pueblos de la Metrópoli los hubiesen calificado como lo acredita el justo y debido elogio que hace de sus personas la Junta de Cádiz en su proclama de fojas 4, en la que dice, que vio al fin el Supremo Consejo de Regencia compuesto de las personas más aceptas a los ojos del público y en quienes la Nación está acostumbrada a respetar y admirar el celo, la confianza y la victoria. Lo segundo hace vacilar el concepto; porque no es lo mismo consentir en una autoridad ya constituida, que concurrir a constituirla; menos libertad hay para lo primero que para lo segundo. Fuera de que no hay todavía constancia de que todos los pueblos de la Metrópoli que están libres de la dominación de los franceses le hayan reconocido y jurado.

Por todos estos motivos, cree el exponente que el mismo Supremo Consejo no ha tenido a bien expedir su real despacho con todas las formalidades que son necesarias para proceder a este acto solemne. El oficio de remisión nada toca a este punto. El real despacho de la Suprema Junta Central, corriente a fojas 1, sólo es un impreso simple, sin fecha, firma, sin autorización alguna; a más de esto, es expedido por la Suprema Junta Central, cuya deliberación (como he fundado antes) no constituye la legitimidad del Supremo Consejo de Regencia.

Esto supuesto, parece al que representa que puede V. S. informar al muy ilustre señor Presidente se esperen ulteriores y más auténticas órdenes que emanen del mismo Consejo de Regencia, como es necesario para proceder a su reconocimiento, trayendo a consideración que la Suprema Junta de Sevilla, no obstante haber sido reconocida y aclamada por muchos más pueblos de la Metrópoli, no se juró en los de América.

Asimismo, que debiendo, según lo ordenado por la Suprema Junta Central en su real decreto de fojas 1, y ratificado después por los señores regentes, haberse ya celebrado las Cortes las cuales habían de determinar la clase de Gobierno que había de subsistir, no hay para qué deliberar por ahora ese reconocimiento, a que acceda el sagrado acto de juramento, cuando de próximo se espera el resultado de las Cortes. Pero que en el entretanto se guarde la misma conducta que observó este pueblo y los demás de América con la Suprema Junta de Sevilla, uniendo nuestras ideas como entonces con los demás pueblos de la Nación, cumpliendo sus encargos y redoblando nuestros esfuerzos para auxiliarlos con todo género de socorros que demuestren nuestra constante adhesión a la causa de nuestro adorable Fernando; puede VS. Así acordarlo, o lo que estime más conveniente.

Todo lo que, visto y considerado atentamente, y advirtiendo el Cabildo la variedad de opiniones del pueblo a quien representan, y consultando el mayor bien de la Nación y tranquilidad pública, acordó se informase al Superior Gobierno que por estas consideraciones se reconociese dicho Supremo Consejo de Regencia mientras exista en la Península, del modo que se ha reconocido por las demás provincias de España, sin que se haga juramento, como otras veces se ha hecho, reservadamente; y constando esto para la mayor seguridad y defensa común. Y así lo acordaron y firmaron dichos señores, de que doy fe. José Nicolás Cerda.- Agustín de Eyzaguirre.- Diego de Larraín.- Pedro José Prado Jaraquemada.- Marcelino Cañas.- José Joaquín Rodríguez Zorrilla.- Ignacio Valdés y Carrera.- Francisco Antonio Pérez.- José Antonio González.- El Conde de Quinta Alegre.- Fernando Errázuriz.- Ignacio José de Aránguiz.- Doctor Pedro José González Álamos.

 

SESIÓN DE 16 DE AGOSTO DE 1810.
Nombramiento del Doctor don Gabriel de Tocornal para que siga la causa sobre liberación de alcabala en las ventas de ganados por mayor.

En la ciudad de Santiago de Chile, en diez y seis días del mes de agosto de mil ochocientos diez años, los señores de este Ilustre Cabildo, Justicia y Regimiento, juntos y congregados como lo han de uso y costumbre, a saber, los que abajo firmaron, dijeron: que habiendo expuesto el señor Procurador General que su antecesor doctor don José Gregorio Argomedo había pedido para suplicar los autos que por acuerdo de este Cabildo se siguen sobre la liberación de la alcabala en las ventas de ganados por mayor, y que, habiéndosele nombrado en su lugar por dimisión que hizo de este empleo, a causa de haber entrado en la Secretaría del Superior Gobierno, se le pasaron dichos autos para instruir el recurso, después de corrido el término legal y en circunstancias que siendo el abogado que ha patrocinado la causa por los fiadores está implicado para personar por el público en el expresado recurso; por cuyo motivo, habiendo traído los autos para que se nombre quien lo haga en su lugar, eligieron dichos señores al Asesor General del Cuerpo el Doctor don Gabriel de Tocornal, quien se presentará con testimonio de este acuerdo que acredite la personería que se le da y demás de que deja hecha mención; y así lo acordaron y firmaron dichos señores, de que doy fe. Agustín de Eyzaguirre.- José Nicolás de la Cerda.- Justo Salinas.- José Antonio González.- Ignacio Valdés y Carrera.- Doctor Pedro José González Álamos.- Francisco Antonio Pérez.- Ignacio José de Aránguiz.- Fernando Errázuriz.- Agustín Díaz.

 

SEGUNDA SESIÓN DE 16 DE AGOSTO DE 1810.
Manejo del  libro reservado de votos del Cabildo.

En la ciudad de Santiago de Chile, en diez y seis de agosto de mil ochocientos diez años, los señores de este Ilustre Cabildo, Justicia y Regimiento, juntos y congregados los que abajo firmaron e instruidos de que los señores capitulares don Marcelino Cañas, don Pedro Prado y el Doctor don Joaquín Rodríguez habían salvado los votos del modo que quisieron sobre el acuerdo celebrado el martes catorce del corriente relativo al reconocimiento del Supremo Consejo de Regencia, acordaron que en atención a que en el acto del acuerdo no protestaron salvar los votos, debían declarar y declararon por de ningún valor ni efecto la reserva que estamparon en el libro reservado, sin noticia del Ayuntamiento, mandando se pusiese a continuación de los votos reservados por el presente escribano certificación de este acuerdo, previniendo al portero que en lo sucesivo no entregue sin orden del Cabildo el libro reservado, bajo de apercibimiento que se reservaba en el caso de contravención; y así lo acordaron, mandaron y firmaron dichos señores, de que doy fe. José Nicolás de la Cerda.- Agustín de Eyzaguirre.- Diego de Larraín.- Justo Salinas.- José Antonio González.- Francisco Antonio Pérez.- Fernando Errázuriz.- Ignacio José de Aránguiz.- Doctor Pedro José González Álamos.